CAPÍTULO DÉCIMO
LA TORRE
Un rayo de luz cruzó la frente de Erin
en el justo momento en que Esidor perdía la esperanza. Erin recordaba. Miranda
estaba llegando con la fuerza de un vendaval. Ella que siempre estuvo, cada
anochecer, junto a las cenizas del fuego. Ella que le hablaba de otros mundos.
Ella que le enseñó a no tener miedo. Ella que amaba sus chistes malos. Ella que
era...
El príncipe, absorto, hablaba consigo
mismo.
“Aún recuerdo cuando éramos niños.
Entonces era tan fácil, tan necesario, que tú y yo fuésemos amigos. Éramos tan
diferentes y, sin embargo, ¡cómo nos entendíamos! Aunque hablábamos idiomas
extraños el uno para el otro, las más de las veces no hacían falta palabras. El
uno vivía por el otro. ¿Cómo se rompió el encantamiento que nos permitía juntar
nuestros corazones, al caer la tarde? ¿Qué magia poderosa nos unió, para luego
separarnos?”.
La visión terminó, de repente.
Erin forcejeaba con el pomo con un brío
fantástico Se sentía valiente y arrojado como nunca.
“Ya es tarde. He de volver sobre mis
pasos, príncipe. Miranda acaba de morir de amor. ¿No oís el llanto de las
rosas?”, se lamentaba la imagen tras la puerta.
- No, Esidor el Navegante, hijo de
Esidor el Labrador. Os conozco, y conozco vuestro corazón, porque he soñado también
con vos, en otro tiempo. Pertenecéis a un clan guerrero, escogido para mantener
vivos los lazos entre el mundo real y la fantasía. ¡Y tenéis la llave de
entrada! Sacad de vuestra faldriquera el extraño objeto luminoso que os ha
conducido hasta aquí, y convocad el querido nombre de la niña Miranda.
Esidor sabía que no quedaba tiempo. Lo
que proponía el príncipe le parecía tan absurdo que tanto importaba hacerlo que
dejarlo como estaba. Por probar...
Así que introdujo suavemente los dedos
de la mano derecha en el interior de la faldriquera. La concha de nautilus
brilló con intensidad, vibró, y se elevó en el aire. Una canción leve, como un
latido, comenzó a palpitar muy despacio, uniendo por un instante a las
criaturas de ambos mundos con su rumor cordial.
Paulatinamente, el amuleto comenzó a
difuminarse a medida que su luz aumentaba. Su brillo producía un calor tan
intenso que el pomo de la puerta, aquí, en la realidad; allí, en la fantasía,
se convertía en oro fundido y el oro fundido cobraba la forma de una pequeña
llave.
Esidor y Erin prorrumpieron en un grito
una vez hubieron logrado salir de su asombro.
- Tomadla, Navegante- pidió, el
príncipe, con firmeza.
Esidor temblaba de pies a cabeza. Había
recorrido reinos y países en busca de Miranda, y no había dudado en embarcar y
arriesgar su vida por salvar la de la princesa. ¡Sólo su mirada azul merecía
cualquier prueba!
Pero ahora, ante la puerta, se sentía
poseído por una angustia inexplicable. ¡No era capaz de cruzar! ¿Y si, al
llegar a la Realidad, dejaba de existir? Era consciente de que, para Erin, él
era sólo una fantasía, una invención de alguien con tanto tiempo libre como
para crear mundos imaginarios y sacarlos como asustados conejitos blancos de su
chistera. De conocerle, el Navegante se hubiera enfrentado a su gran imaginador
y le hubiera dicho, en su cara, que era un monstruo. ¡Y habría escapado del
cuento, sin duda, apenas pudiera!
Miranda había muerto por culpa del
malvado prestidigitador que al fantasear lo mismo daba vida que destruía, y
ahora Esidor no tenía más remedio que mirar a Erin tristemente y volver al
sitio al que pertenecía. La Fantasía, ese lugar improbable...
El nautilus cayó a los pies del joven
y, al chocar contra el suelo, su esqueleto de nácar se quebró en mil pedazos.
Esidor se alejaba cada vez más de la
puerta, consciente de que todo estaba perdido. Tantas millas recorridas para
nada. Una rosa enamorada y un príncipe olvidadizo. Y un cobarde que se
marchaba...
¡No! Abandonar no era propio de él.
Tenía que intentarlo. Una última vez, al menos.
La llavecita dorada resplandecía entre
los fragmentos del nautilus. Esidor se sentía flotar, como si no existieran ni
el tiempo ni el espacio, como si de repente se desdibujaran el horizonte y los puntos cardinales y lo mensurable se
hiciera absoluto, infinito.
Esidor comprendió, al fin. Y juntando
las manos para acercarlas luego al rostro, rompió a llorar como un niño.
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Créditos fotográficos: masconciencia.com |
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