jueves, 30 de enero de 2014

Castillos en Marte (novela por entregas)

          Carolo

Carolo es el medio hermano de mi madre. Cuida el jardín del castillo desde que vino a Marte, o casi. Tiene los ojos grandes, como la sonrisa, y me habla con dulzura, tal que si procurara entender lo que digo. El pobre es sordo, sordísimo de nacimiento, y solo oye cuando se aplica el cornetín a la oreja. Me lo encuentro en los parterres, dios enano, procurando salvaguardar su creación de las tormentas de gas metano que de cuando en vez licúan en Marte. Es feliz, a su manera.

Aparte de él, de Mamá y mío, parece que no hay nadie más en el castillo. Pero, al caer la noche, se sienten unos extraños ruidos, como si el viento golpeara el portón con la aldaba. Querrá entrar, quizá, para robarme el poco sueño del que dispongo, y que atesoro como platino en paño. O para llevarme con él, n'importe ou, allá lejos, a la planicie galáctica, sobre el caballo que me enseñó a leer y comenzó a alejarme de los míos, movimiento de vórtice, en su eje, su ojo, diente de ajo o de leche, vaca del universo, vía impertérrita de exploración modo cow boy, no despiertes, aún es medianoche.

Mañana investigaré el origen de esos sonidos. Del poco dormir me ha entrado hambre. Y llevo casi treinta años sin usar los colmillos.


domingo, 26 de enero de 2014

Castillos en Marte (novela por entregas)

Paréntesis

Paréntesis.
Nada...
tiempo, frío, sueño, 
hambre, lluvia.
Piedra, escarpe, talento
de plata,
ovación cerrada,
nada...
Y vuelta al ser,
castillo blanco, junto al río,
el recuerdo doloroso de Papá,
de Papá doloroso recuerdo, 
ya nunca más borroso,
porque le amé y mi mano no
procuró su muerte presentida,
ni mi mente empujó la cuchillada.
Y, sin embargo, tres mil seiscientos días
de encierro en la lóbrega mazmorra.
Un paréntesis, nada...

Desde cero. He llorado mi ayer ya con creces, como si fuese una planta inerte y no sólo por su frágil belleza. Rota la raíz, se evaporan fácilmente los pesos de hierro en el alma, se abren las puertas del paraíso prometido. Benvenutti.

Un cuerpo en una mente, una mente en un cuerpo, tanto da, el orden de los factores no altera el producto, y dos ventanales desquiciados sobre un campo de rosas. Es lo primero que han visto mis ojos al retornar al castillo. Como siempre, Mamá me ha acompañado, seria como un monje budista, y sin pronunciar una sola palabra, me ha colocado en el regazo una muda limpia de lienzo para la cama. Últimamente no quiere habar sobre Papá, y yo se lo agradezco, porque no me apetece demasiado quedarme tras la verja, esperando a que alguna de mis fantasías me saque de la torre encriptada y guarecida por gárgolas de piedra y dragones de fuego. 

Tengo que aceptar que no soy una princesa, que mi reinado acabó con Úrsula, o que Úrsula acabó con mi reinado, tanto da; el orden de los factores no altera el producto, pero sí a mí desde que me diagnosticaron una suerte de enfermedad del alma que algunos llaman trastorno bipolar. Se me dan tan mal las matemáticas como el dibujo técnico, pierdo la memoria y a ratos vuelve tan precisa como impertinente, me enamoro cien veces en un día o soy incapaz de mantener intactos mis afectos. Pero desde que sé que no mataré lo que amo siento un ansia loca de tomar la sábana de Mamá para extenderla cual larga es ancha, y de tomar la pintura con pinceles y dedos, o con dedos y pinceles, tanto da, el orden de los factores no altera el producto , y proyectar ese amor al mundo. Con su cinematógrafo de linternas y mariposas.

miércoles, 22 de enero de 2014

Zenit rojo

¿Para qué sirve un libro?
Para cantar, quizás, mientras lo escribo.
Como mariposa atrapo el pensamiento
en su duelo de aires y de mimbres,
reposo en la sombra de un blanco día.

¿Para qué sirve, si mientras leo renacen, 
espíritu, tus alas en la noche
Orillado de lunas?

¿Quizás para soñar,
Zenit rojo, 
Con auroras y
acróbatas improbables?

Huye, mi corazón, tristeza,
aparte mientras leo, mientras latas.

domingo, 19 de enero de 2014

Castillos en Marte (novela por entregas)

                        Sin armadura ni guantelete

A veces me dan miedo mis propios sueños. Son tan hermosos, tan siderales, que siento cómo el alma se separa de mi cuerpo y la muerte se detiene. Construyo hermosa identidad; una casa se yergue en la colina, al abrigo de los vientos. Y al final del camino espera la dicha; la inmensidad de la incertidumbre se hace más pequeña y ya no me inspira terror. Hay todo un mundo por vivir, un universo por descubrir, una identidad por explorar. Los caminos de la mente son acaso inescrutables, y las verdades profundas se nos revelan a través de los ojos.

Voy a retomar el hilo que me sacará del laberinto. Quiero dejarme de zarandajas y explicar por qué se detuvo mi vida a los ocho años. Era una mañana clara, radiante, como siempre en aquellos tiempos de ingenuidad, sinónimo de infancia. Papá, mi Papá, se desplomó en nuestro salón con chimenea y sin escudo de armas. Se hizo tanto daño porque no llevaba puestos ni el guantelete ni la armadura.

Cuántos rodeos para contaros el origen profundo de mis posteriores amarguras. Mi padre, hermoso como un arcángel, tirado por el suelo, una espuma horrenda quemando su garganta y entrecomillando su boca. El hombre del gabán gris se había convertido, a mis ojos, en un desconcertante icono del dolor. Un miedo breve, feroz, petrificó a la Emperatriz Infantil en su trono cósmico. Papá consiguió incorporarse, la faz enrojecida con la sangre de su propio sacrificio.

Adiós a las bolboretas danzando los sones de Gaia; aquel Edén estaba a punto de cerrar sus puertas. El puente levadizo, las verjas de hierro, mi huida. Quisiera que, cuando regrese a las fuentes del ser, la aldaba oxidada y manchada de musgo se deje vencer por el peso de mi mano, y me devuelva su saludo quejumbroso de bienvenida al paraíso. Ésa es mi esperanza, y por ella vivo.





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