lunes, 29 de octubre de 2012

Él

Paqui Castillo

Es alguien a quien busco

desde siempre.

Sin yo saberlo, él sabía

que sería

él.

Él es una brújula

que señala al norte

pero tiene el corazón

en el sur.

Él es tan grato,

tan complaciente,

tan generoso,

tan amigo, tan fiel...

Él me sorprende

y cualquier pequeñez

la convierte en magia.

Él me da la mano,

me aconseja,

me respeta,

me escucha,

cree en mí,

me necesita.

A veces dice que me ama.

No con frecuencia,

porque piensa

que el amor no se dice,

se hace.

Él es valiente, vibrante,

algo soñador,

un poco despistado.

A veces hasta se olvida

su alma en los rincones.

Él tiene un ansia

infinita

por conocer nuevas cosas.

No es envidioso,

no le gusta la mentira,

no juega a guerras de niños,

no da puñaladas de trapo

por la espalda:

sus manos siempre están abiertas...

Él es tan noble;

su profesión es un servicio,

se entrega con bríos, pone en ella

su buena fe y sus recursos.

A veces le llaman loco,

pero él sólo sonríe.

Él es todo ojos, todo piel

en tránsito, espejo

de mis años pasados y presentes:

reflejo geminado de los venideros.

Si, cuando al cubrir el lecho

su mirada se derrama

sobre mi perfil ya reposando,

dormido,

dibuja una caricia,

de repente.

Él, en el fondo, es un romántico,

por mucho que no esté

dispuesto a admitirlo.

Allá, entre la música de jazz al fondo,

¿o quizás es el lento transcurrir del río?

Él me espera, y continuará esperando

aunque muera él o muera yo o muera el mundo,

hasta que dios se canse de soñarnos,

porque él es yo, y yo soy él, y

somos juntos o no somos;

entrambos laten

partículas heracliteanas de felicidad ignífuga.

Puedo verle, le presiento,

en la distancia ambarina, humus

primigenio

amanecer, él, el abismo, sus brazos.






martes, 9 de octubre de 2012

PEQUEÑO MUNDO

Francisca Castillo Martín

Cuando cierro los ojos, después de un día de largo asueto bajo el balcón poblado de mimosas, reposa sobre mi frente la historia aún por contar de Pequeño Mundo. Un lugar tan remoto como la memoria que inspiran estas letras, escondido de miradas ajenas y perdido quizás entre los pasadizos de la historia familiar que enmarcada pendía de aquellas paredes que tanto amor y tanto odio cobijaron…



Julio de 18… Patricio Isasmendi y Juana Escobar descienden de la berlina que desde el puerto de La Habana les lleva a su nueva residencia. Es la primera vez que la joven pareja pisa la tierra de Cuba, que cruje bajo sus pies con el acento armonioso de su promesa de prosperidad...



*** 

Es San Fermín, la fiesta mayor de Navarra. Pamplona es un hervidero de gentes que van y vienen por sus calles celebrando los últimos encierros. Los balcones de las casas principales están engalanados con banderas y toldos rojos, hasta el cielo es escarlata y suenan dulcemente en el aire los acordes de los cornetines de la fiesta. Muere la tarde con un estremecimiento y, mientras anochece, Juana Escobar repite lánguidamente una de sus lecciones de piano. Desganada insiste en una nota que no termina de definirse, mientras mira por la ventana la noche que asoma. De repente, sin saber muy bien por qué, se levanta, impulsada por un brío mecánico que desdice su apatía, apoya sus brazos en el alféizar, y mira. No desvía sus ojos de la trayectoria de otros ojos que la cautivan, unos ojos moros, eternos, de color indefinido, que brillan ávidamente en la oscuridad recién nacida.

Arde Pamplona. Arde en sus tejados verdes la tarde, resplandecen los escombros de la guerra carlista, detenidos están los fuegos cruzados de requetés y adeptos a la causa de la princesa Isabelita. Juana asoma una mano por el balcón, y el joven que la observa se estremece al comprobar la blancura infinita de los largos dedos, los recovecos elásticos y armónicos del bellísimo codo, la flexión contenida y jovial del perfecto antebrazo. Nace contra la contraventana el rostro de la joven como La luna llena de agosto. Los ojos sarracenos de Patricio Isasmendi se enamoran por primera y última vez en su vida. Arde Pamplona.

Es domingo. Filas de fieles penetran en la iglesia de la plaza para escuchar la homilía. Tocan las campanas el ángelus. Mujeres embozadas en toquillas de encaje negro rodean el altar mayor, sus cabezas apoyadas contra el frío mármol gris de los reclinatorios. La atmósfera es pesada y estéril y el sermón, lento. Juana Escobar desiste de su intento de atender a las palabras que, como agua, resbalan en sus oídos, habituados a escuchar de soslayo el sonido de la vida. Quiere huir, deslizarse liviana por las orillas del sueño, caminar por las aguas del leteo de aquellos ojos moros que nunca ha vuelto a ver. Con rabia contenida encarcela rebeldes lágrimas, que le oprimen la garganta y que tornan su respiración. Cuando por fin se deja vencer por el cansancio, las manos plegadas en actitud orante, sólo pide despertar bajo el efluvio de esos ojos color oro viejo en los que se viera reflejada un día tan serena, tan triste.

A la salida del templo, misal en la mano, largo traje de tafetán que roza el albero de la plazoleta, Juana Escobar se detiene un momento frente al puesto de mazorcas. La vieja Nana, quien le pusiera al nacer su primer vestido, está recelosa y mira en dirección a todas partes. Nada ve la buena mujer más que la intención de la joven de esparcir su aburrimiento junto a un grupo de señoritas. “Enseguida estoy contigo”, le dice Juana a su guardesa, con una actitud desafiante y seria que provoca la hilaridad de sus amigas. Apenas es otoño, y en esa época del año parece que nunca va a hacerse de noche, que los peligros están lejos, que las amenazas han perecido arrastradas por la corriente de hojas secas que mutiló y cuarteó la lluvia. La Nana regresa a la casa canturreando en baja voz una canción que aprendiera en su lejana patria andaluza.

Traidor es el otoño, como un toro de lidia que, resistiéndose a morir, embiste contra las estocadas del invierno, sin saber que al final ganará la espada…

Patricio Isasmendi aguarda, oculto tras las gruesas columnas del pórtico de entrada de la iglesia. Abandonan una a una a Juana sus amigas. Acomete una ráfaga de viento su vestido, y a punto está la joven de precipitarse hacia el suelo. Unos brazos de bronce evitan, con un ligerísimo esfuerzo, la caída. Ella quiere agradecer el gesto, mas sus ojos son más rápidos que su lengua, y quedan fijos en la mirada de unas pupilas de azogue...

Se desliza el tiempo como una clepsidra entre los dedos de los amantes, y por fin llega la tarde. Prometen verse de nuevo el domingo siguiente para lograr que la familia Escobar dé su bendición a la futura pareja. Juana recela, tiembla, sospecha el final trágico de sus amores, barrunta la desgracia que se cierne sobre su casa. Siente vértigo, luego un ligero vahído, cierra con fuerza sus manos en torno a los hombros de Patricio. “Prométeme que seré muy feliz contigo”, le pide, eclipsada por un torbellino de sensaciones que apenas acierta a controlar. Angustiada, deja caer las manos sobre su vestido manchado de arena, y cuando está preparada para oír la respuesta, se da cuenta de que está completamente sola en esa plaza diminuta que, no sabe muy bien por qué, se le antoja inmensa.

Llega, sin previo aviso, el temido domingo. Patricio Isasmendi viste un elegante traje de raya ancha y toca su cabeza rotunda con un sombrero hongo según la moda francesa. Mientras Juana prepara su tocador, el joven espera en el zaguán. La criada, una bella extremeña, le recibe con aire adusto de princesa rústica. Olegario Escobar, respetable director de banco, lee sin ganas un ejemplar atrasado de la edición vespertina de la Gaceta de Madrid, sección negocios. No está de humor para visitas, porque hoy ha punteado el balance y los cómputos de activos y pasivos arrojan una diferencia favorable a sus muchos acreedores. La señora de la casa tiene los párpados hinchados por el llanto. Es una criatura depresiva y huidiza, a la que tampoco cuadran las cuentas de cuántos días lleva encerrada en la casa. Por fin, aparece Juana en el salón, y los tres se sientan ante la mesa engalanada, esperando a la doncella ibera anunciar el nombre de quien va a marcar con un rumbo trágico la monotonía de sus vidas.

El patriarca examina de arriba abajo al recién llegado, y concluye que no merece la pena levantarse para el rigor del saludo. María Cifuentes de Escobar apenas puede concentrar su vista en el plato, y mira al joven de soslayo. El mancebo enrojece, pero nada dice. Se sienta en la mesa, frente el patriarca, y comienza el refrigerio sin conversación a la vista. Ruge la calle Mayor de Pamplona, atravesada por un torbellino de lluvia y granizo. Son los primeros atisbos del invierno, que convierte los campos en crudos eriales y congela las manos de los sufridos campesinos. Se encienden las luces de la sala, y entonces Patricio observa con más atención a sus improbables y hostiles suegros. Él es muy alto, casi un gigante. El rostro afilado, enmarcado por una suave maraña de cabellos grises, patillas a la moda del continente. Los ojos azules, de un celeste desvaído y acuoso, mar proceloso donde naufragan los restos de unas pupilas antaño joviales, ahora petrificadas por los años. La nariz corva, tabique rectilíneo, grandes y cavernosas fosas nasales, trazado que denota claras herencias vasconas. Las mejillas hundidas, tejidas por diminutos capilares que le dan un tinte rosáceo al rostro por demás ceniciento y sin vida. Labios carnosos, voluptuosos incluso, vencidos en una mueca torcida a medio camino entre el dolor y la sorpresa. Como un autómata constreñido en su traje a medida, se limita a mover su brazo derecho en dirección a la boca, que mastica ayudada por unos dientes paupérrimos, soldados de un ejército de nácar abatidos por el escorbuto. Ella es etérea, redonda y albina, de cabellos rizados por el artificio de la tenaza; rostro cetrino, de pupilas alucinadas, en las que brilla el recuerdo de un llanto reciente. Nariz mínima, arrugada en un gesto de desidia, prematuras arrugas enmarcando la comisura de unos labios diminutos. Al fondo de la mesa, Juana, consumida de impaciencia, se devora las uñas. Los Escobar son la antítesis de la Sagrada Familia de Leonardo que cuelga al fondo del salón donde transcurre, con pena y sin gloria, el singular convite.

Olegario ha prohibido la santificación de la pareja. No explica a la hija los motivos; no se espera de un hombre de su siglo que haga a una mujer el recuento de sus altas razones. Su hija no sabe, nunca sabrá, las averiguaciones hechas en torno a la persona del enamorado: un antiguo bucanero al servicio de la banca de Inglaterra, ladrón de guante blanco en el reino de Hungría, enamorador de insulsas herederas en suelo patrio. En suma, un compendio de males sin cuento encarnados en la persona del pretendiente de Juanita, la muchacha más noble de Pamplona, pero también, ocasión mediada, más terca que el morlaco más bravo de las fiestas de Julio.

Fiera se muestra la hija, tan impasible de ordinario. Grita y golpea las paredes del cuarto donde, encerrada bajo tres llaves, créese morir de angustia. ¡Le arrancan el corazón! ¿Hay en el mundo desgracia mayor que vivir lejos del amor apenas intuido, jamás gozado? Durante su cautiverio alumbra decenas de cartas enloquecidas, se niega a aceptar alimento, gatea por el suelo con la razón perdida, duerme por el día soñando y vive imaginando por las noches; en suma, se convierte en la imagen de un espanto cuya alma vaga por la casa atada con grillos y cadenas, mientras su cuerpo se deshace aplastado por el peso de la responsabilidad de su insípida libertad burguesa.

Entretanto Patricio espía a la doméstica ibera; la ronda, la corteja, acaba con sus resistencias; la conquista. La lusitana cae sin remisión en sus brazos, vive apasionados encuentros con el enigmático desconocido. Patricio la observa mientras duerme; un estremecimiento de placer recorre su espalda al contemplar al bello pecho inflarse con una inspiración honda que le advierte de su profundo estado de somnolencia. Y, mientras la acaricia, deslizando una mano por la línea curva de sus pómulos como manzanas de oro, coloca otra en el delantal colgado en una de las esquinas del camastro donde ambos han visto consumirse el alba. Ella se mueve; él se vuelve, agitado, pero el gesto de ella es un reflejo de su sueño sin traumas. Para cuando ambos cuerpos se relajan, uno sobre otro, uno contra otro, ya Patricio encierra en su puño el bello objetivo de su cuitada búsqueda: la llave de tres cerrojos que será su pasaporte al Paraíso.

Vigilia. Rezos. Cánticos. Cera derretida. Olor a junio en las calles. El amplio anfiteatro de la plaza mayor de Pamplona representa una procesión del Corpus. Los feligreses se concentran en el atrio de la iglesia, la madrugada rompiendo como una cáscara de huevo, carmesí y falsa, sobre sus espaldas. Una sombra embozada se incorpora al corro de feligreses, que coreando musicales estrofas alcanzan una calle principal poco concurrida. Luego, se desvía de la pequeña masa de los convocados a misa y, oculta bajo una capa de antes de los tiempos de Esquilache, acecha la casa como un lobo su presa. Burlado el sereno que ya se retira a la oscuridad de su mazmorra, despreciada la tímida luz de gas de la aurora que disipa las sombras, trepa el muro, vence la verja y abre la puerta principal de la vivienda. Todos duermen, excepto Juana, que siente un temblor vehemente al ser sacada sin miramientos de su ergástula. Desvanécese como una marioneta sin hilos en los dedos de su amante, y no recupera la consciencia hasta que se encuentra a cientos de millas del mundo conocido.

Irradia el verano tropical con su golpe húmedo de flama mientras el navío se abre paso entre nubes de libélulas lacustres y mosquitos.

La postal en sepia de La Habana se abre tímida como flor de tabaco.

Noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llevaste contigo mi amor, 

ojos como puerto de aguas claras, 

noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llorando en el alpendre 

queda mi alma solitaria… 

Juana contempla desde la ventana de la berlina las casas como espejuelos de barro y estaño, los niños tripudos y percudidos pidiendo limosna por las calles, las oscuras mujeres tocadas con rutilantes pañoletas multicolores, los viejos de grandes ojos torciendo frágiles hojas color nostalgia con las que fabrican puros. Y comunica a Patricio, que dormita a su lado, su decisión de amar la isla hasta que la muerte la llame a reposar bajo su tierra fértil como cadera de cantinera mulata.

No ha tenido oportunidad Patricio de explicar a su esposa el origen de su fortuna, que atesora en forma de cheque al portador pagadero por la Banca Nacional de Cuba. Vestido al estilo de los indianos de la isla, sombrero panameño, guayabera tostada y sandalias de lona, cobra en oro su dinero y lo deposita en la caja fuerte de la sucursal, no sin antes tomar una parte con la que adquiere un terreno en el extrarradio de La Habana. Cumplidos los trámites, regresa al hotel donde se hospeda con su esposa, y de amanecida ambos se dirigen a la finca. Es una inhóspita pradera rodeada de manglares, extensa como el antiguo virreinato de Méjico. Ya el mayoral ha dado la orden a mil quinientos guajiros de roturar hasta la última partícula de tierra que obstruya su camino. Los campesinos, reclutados en el humilde barrio de los cimarrones, alivian su miseria cantando los antiguos sones del país de sus ancestros, y endulzan con voces hondas y graves la suave línea quebrada del firmamento donde brotan las candelarias de la madrugada.

El matrimonio recorre a pie el camino de lluvia y barro que atraviesa los terrenos ganados con esfuerzo a la contumaz selva y llega hasta una casa de aspecto paupérrimo, encorvada sobre sí misma y sostenida frente al derrumbe por la fuerza de la inercia. Sobre su dintel, casi borrado por las ramas de las araucarias, salvajes y callosas como manos de viejo, hay un letrero de madera deformado por la artrosis del tiempo:

Bienvenidos a Pequeño Mundo, pretil de los que llegan al florido paraíso de la isla en la que Dios construyó su refugio.

Los esposos deciden, tras intercambiar una mirada, el nombre de la futura plantación, infinita y feraz como el Edén en el que por breve lapso vivió, ingenua y pura, la humanidad primitiva.

***

Diez meses y un año de interminables obras, de proyectos trazados y planos hechos y deshechos, dan al cabo su fruto. Pequeño Mundo se transforma en una mansión señorial que puede verse desde los cuatro extremos más apartados de la finca. Y en las cincuenta habitaciones alfombradas, en los salones privados decorados con muebles parisinos, en los recibidores de madera de palo santo, en los patios arábigos de fuentes recoletas, en los fuegos de la fragua, en las calderas de las cocinas y en los establos, gobierna la reina de la casa, doña Juana Escobar de Isasmendi. La joven ha madurado durante su estancia en la isla: su timidez se ha transformado en seriedad; su candor es ahora reflexivo; su desidia vuélvese firmeza. Es inflexible con los esclavos, mas justa; rígida en el trato con sus tres doncellas, mas dadivosa; tirante con los hombres de negocio de la isla, pero jamás tirana. Patricio pasa los días marcando ganado, ordenando el trabajo de los guajiros, luchando contra el manglar que quiere recuperar el terreno ganado por los hombres. Se ausenta algunas noches y no regresa hasta el alba, envuelto en perfumes secretos que hablan de mujeres prohibidas. Cuando pide explicaciones a su esposo, la señora no obtiene más que miradas oblicuas transidas de desprecio. Y llora. Llora hasta que sus lágrimas se transforman en ríos que van a morir al manglar, llora hasta que el aire tórrido de enero le seca la esperanza. Juana, atrapada en su alcoba, sueña con su juventud interrumpida en Pamplona. Pero, mirando con determinación las orillas fangosas del manglar, decide entregarse a Cuba. Escondida entre las ramas de acacias y tamarindos pasaría su vida como la de un pájaro de alas cortadas. Llenaría los espacios vacíos de sus aposentos con besos en los rostros de hijos imaginarios, para los que tejería hermosos vestidos blancos como lienzo. Sí, Pequeño Mundo sería su cripta... y su sudario.

Apenas llegada la mañana, aparece Patricio en el umbral de la alcoba, silencioso, malévolo. Sin mediar palabra cruza la estancia fragante de cal y mortero y se acuesta junto a su esposa. Ella se vuelve; sus grandes ojos negros le interrogan dónde ha estado. Patricio inventa una excusa, luego otra, y se duerme. Hay huellas de otros labios en su cuello, manchas de carmín como rosas de fango, el fango del manglar que lentamente devora las tierras del esposo y la cordura de la esposa. El manto de los celos cobija a Juana en sus noches habaneras y le sirve de advertencia. De día el delirio de la hacienda le hace olvidar sus sinsabores y a la hora de la siesta, cuando cae el bochorno de la tarde, borda, compone sonetos y toca. Es sólo a la hora de la cena, sentada al fondo de la magnífica mesa, cuando siente una soledad que pesa como una losa de tiempo sobre sus viejos sueños olvidados. ¿Acaso marchó a la isla para morir en vida, como la dama de mármol de aquel viejo mausoleo que tanto la asustaba de niña? Agitada y febril se siente consumir en un laberinto de ansiedad, y encierra sus reproches en el leve nido de las paredes de su corazón. Sigue amando a Patricio; ve en él la nobleza de los hombres humildes que han tenido que luchar para labrarse su destino. Todavía recuerda con los ojos arrasados de lágrimas el relato de la desgraciada infancia de su esposo: su madre, una humilde lavandera, había muerto al darle a él la vida, y su padre, cuyo nombre nunca supo, le abandonó en el torno de un convento de clausura. Isasmendi se llamaba de apellido la superiora, madre María del Socorro; de ella tomó el suyo el niño Patricio, que a la edad de seis años fue apartado del lado de sor María y entregado a un negociante que lo puso en manos de un oficial de un pequeño taller de cerámicas finas, donde trabajó como un esclavo del torno alfarero hasta que fue llamado a quintos. ¡Cómo se estremecía al pensar en el pobre niño sin infancia que había sido su marido! ¡Qué más daba de dónde o cómo había obtenido sus caudales, si poca compensación eran por el sufrimiento de aquellos primeros años de oscuridad y abandono! Cuando mira aquellos ojos infinitos, rasgados, profundos como dos heridas misteriosas en la noche, siente que se funden sus miedos como arcilla blanda, y le quiere más que nunca, a pesar de que la isla se está convirtiendo en su tumba viviente, la reproducción gigantesca de la cripta de mármol donde dormían para siempre las ilusiones de aquella dama romántica petrificada en el mármol frío del cementerio, muerta de pasiones no correspondidas. Al contemplarse en el espejo, comprende que ambas comparten el mismo sino trágico de querer amar al hombre equivocado y no sentir por ello el menor remordimiento.

Pero duele. Las ausencias de Patricio son tan prolongadas como surcos en la tierra. Una noche, el marido regresa ahíto de lunas y de riñas. Contesta desganado a las preguntas de su esposa, y le cuenta que ha sido herido en una pendencia. “Yo gané”, contesta Patricio, con orgullo. Y abriendo la puerta de la alcoba, señala a una silla, donde yace desmayada una deidad indígena sosteniendo en sus brazos a un niño de pecho. “Es mi hijo. Lávalo”, ordena Patricio. Juana no piensa ni siente, sólo obedece las órdenes del tirano. Toma al muchachito con cuidado del seno de su madre: la falda de la diosa es una clavellina de sangre, su cuerpo se agita febril y dolorido de maternidad reciente. A pesar de la desgracia de la campesina, Juana la envidia: su vientre está seco como la arena del desierto, pero el de la moribunda es tan hermoso como veinte mares tropicales de espuma y coral que se agitaran rugiendo, augurio de cenizas, azogues y yerros...

Noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llevaste contigo mi amor, 

ojos como puerto de aguas claras, 

noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llorando en el alpendre 

queda mi alma solitaria… 

Juana acude al lecho de la mulata y pasa la noche en blanco, junto a ella. En un momento del alba, filtrada por las rendijas de los ventanales, decide devolverle a su hijo, para que se despida de él en este mundo. Los ojos de la joven campesina apenas pueden abrirse, su mirada ahora es un piélago de calma antiguo, dadivoso. Da las gracias a Juana y le suplica que cuide a su hijo. “Robó mi cuerpo…”, comienza la guajira, pero la frase queda prendida en sus labios. Se estremece, con un último estertor, y queda inane en la cama, las manos plegadas en actitud de mantis religiosa. En ese mismo instante Juana conoce la degradación moral de su marido, capaz no sólo de violar el sagrado vínculo que le unía a su esposa, sino también de forzar a una mujer joven, casi una niña, a someterse a sus abyectos deseos. Y, mientras la aurora inunda la estancia, rompiendo con sus poderosos rayos los lúgubres retazos de la noche, Juana se da cuenta de que los procaces instintos de su amo la harían madre, a pesar del mundo.

Así que, durante el año siguiente, Juana se desvive por aquel niño nacido de la espuma al que llama Noel. Lo quiere con todo su ser, y sobre él vuelca sus ilusiones, perdido el cariño que antaño había sentido por su carcelero. Juega con él en la orilla del manglar, le enseña canciones de lejanas patrias marineras, duerme junto a él en un pequeño cuarto que cierra con doble llave para sentirse más segura del Patricio nocturno y crápula que, cada vez más raramente, viene a dormir a la casa.

Pero la felicidad en el Edén habanero dura poco. El niño enferma súbitamente: declina el sol en el paraíso de la hacienda. Juana moviliza a los sirvientes y a los campesinos para que velen el sueño del niño, mientras ella marcha hasta la capital en busca de un galeno. Transida de dolor, enloquecida por presentimientos funestos, arriba a la mansión, flanqueada por el doctor y un enfermero. Los guajiros están ante la puerta principal junto al pórtico, con la cabeza respetuosamente descubierta. La señora cruza el umbral y se da cuenta de que los labradores han inundado la casa y llenan las estancias de sus roncas voces con lastimosos cantos.

Noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llevaste contigo mi amor, 

ojos como puerto de aguas claras, 

noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llorando en el alpendre 

queda mi alma solitaria… 

El más viejo de todos ellos, el capataz, avanza hacia la señora sin atreverse a mirarla: “Allí arriba está muerto mi nieto. Se murió también mi esperanza”, le dice, ahora bebiendo en los ojos de Juana. Viejo y mujer se funden en un abrazo, mientras el arrebol de la madrugada se cuela por los visillos de la mansión con tanta violencia que parece provocar un incendio. El rostro inexpresivo y duro mantiene Juana mientras despide a los guajiros, que se marchan pesadamente mientras musitan con los labios plegados una canción sin palabras.

Juana se quita la ropa, lentamente. Se despoja de sus vestidos, de sus enaguas, y queda, minúscula en el espacio infinito, cubierta tan sólo de su humanidad. Introduce un pie en el agua y aunque la siente fría, luego va el otro, y después el resto de su cuerpo. Flota en el aire el dorado perfume de los élitros de un insecto, que revolotea sin cesar junto a los lirios, color de la tarde en la fiesta mayor de Pamplona. Y es éste su último pensamiento, Pamplona ardiendo de resplandor en sus tejados, mientras se sumerge despacio, muy despacio, en el agua, hasta que siente que no queda un rincón de su cuerpo en que el fango del manglar, amarillo y ferruginoso, no haya penetrado.

***

Es un funeral extraordinario, digno de una reina amazona. Cuatro guajiros portan el féretro; detrás del cortejo, Patricio, ebrio de ron y soledades. Cuando pasan por los barrios altos, la muchedumbre se agolpa en las puertas de los tenduchos, robando la sombra a los canes famélicos. La Habana es ahora una mujer a la que su propia sensualidad caliginosa y lúbrica asfixia, no cabe una mota de polvo más en el aire corrompido y blando. Los guajiros cantan:

Noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llevaste contigo mi amor, 

ojos como puerto de aguas claras, 

noche eterna y silenciosa, 

habanera y casquivana, 

llorando en el alpendre 

queda mi alma solitaria… 

Las habitaciones enmudecen, llenas sólo de lejanas esencias atraídas por esporádicas corrientes de aire…el olor flota largo tiempo en las estancias, subsumido en el aroma de las arquetas que guardan el recuerdo de Juana. La atmósfera es opresiva y caliente como la tierra batida.

La viudez abre en Patricio una brecha profunda que no se ve ni se borra. Hermoso y contenido, hace de su dolor oscura cueva, y en él se refugia para pasar las horas embebido en amarguras y licores. Pasan dos, tres años. La mansión, espectro de sí misma, se apaga lentamente. Decrépitos sus divanes se desfloran, la humedad entumece las paredes, las arañas tejen con la parsimonia de Penélope de Ítaca un sudario gris que amenaza con eternizarse sobre volúmenes y formas ya irreconocibles de objetos queridos: clavicordio, diván, galán de noche. Las alfombras entregan a la carcoma sus coloridos tegumentos y sólo quedan sus trenzados esqueletos como leznas herrumbrosas. El manglar amenaza con engullir los recoletos patios, las breves fotografías en sepia como fragmentos de memoria. Patricio se muere de nostalgia, y quiere ser enterrado junto a la casa en las fauces turbias del manglar. A él se dirige con calma imperturbable, dispuesto a poner pronto fin a sus cuitas. Por última vez, contempla arrobado todo lo que deja: el cielo es manso, y el aire denso; los campos florecen blancas rosas de algodón y tiernas hebras de tabaco, la colina ofrece el delicado fruto de la palma datilera. Huele a sudor, a cilantro y a canela. Y se da cuenta de que la tierra lo llama, con su promesa de vida. En ese instante percibe que los guajiros laboran el barro espeso, que toma entre sus manos y besa lentamente para luego morderlo, lamerlo, gustarlo, fundirse en él y convertirse en lecho fluvial, en torso del manglar que crece en torno cada vez más rico y diáfano, útero acogedor y cálido que le engendra y le fertiliza con su lodo, permitiéndole nacer de nuevo.

Después de su baño bautismal en margas primigenias, decide recuperar los lujos de la mansión y contrata a una concertina de ebanistas que devuelven su antiguo brillo a salones y refectorios. Falta ahora sólo el séquito femenino de doncellas y amas de llaves que sustituya a aquel otro que funcionaba con la perfección de autómatas de cuerda movidos por la mano sabia y austera de Juana. Viaja a La Habana, habla con conocidos, luego desiste, su mala fama le precede, y le acompaña. No hay padre de liberta que confíe en las intenciones del antiguo pendenciero, ni hija de indiano que quiera trabajar para Patricio, más temible a sus ojos que el propio robador de Europa. Al viejo continente dirige ahora su empresa, firma cartas falsas y recomendaciones e impresos que demuestran que es un hombre honesto. Y vuelve a La Habana cargado de un ramillete de preciosas damiselas recolectadas de los más deplorables orfanatos, pobres vírgenes sin porvenir, tísicas, aftosas, tuberculosas, moribundas, humilladas de nuevo en la pobreza por la molicie, embarcan rumbo a Cuba, desmayadas en brazos del destino.

Patricio las trata con el rigor de un padrastro cruel y las obliga a vivir en la rutina intolerable de la disciplina castrense. Siete embarcan enfermas, otras siete enferman en el barco, otras siete al desembarcar. Las nueve restantes, de naturaleza robusta, como rubicundas Venus de mejillas encarnadas, cuidan de la salud de las convalecientes el tiempo que duran la fiebre y los delirios. Hay espasmos, desvanecimientos, náuseas. La mansión se convierte en balneario y casa de reposo junto al manglar pestífero. Los miasmas de la charca transforman Pequeño Mundo en un lugar romántico e insalubre, del que Patricio huye de noche a la cantina para inspirar los humos del puro habanero y expirar los humores del ron cubano. Así pasan tres meses. Entretanto las nueve gendarmes se han hecho cargo de la administración doméstica y han puesto orden y concierto en el breve cosmos de Pequeño Mundo, que florece como lo hacen las treinta vírgenes, nunca más enfermas, sino bellas y lozanas como variopintas encarnaciones de Elena de Troya. No es a este hechizo extraño Patricio, y pronto pone cerco a tres de las treinta Gracias. No sirven de mucho resistencias y reproches: Isasmendi amenaza con arrojarlas al manglar si se oponen a sus nuevamente renacidos instintos de carnalidad insatisfecha. Desesperadas, pero heroicas, ceden, entregándose a la voluntad del amo como esclavas de guerra. Y, en la primavera siguiente, con muy poca diferencia horaria, Patricio Isasmendi se convierte en padre natural de tres hermosas criaturas pálidas como espectros, en cuyos rostros brilla el eco gutural y místico de unos ojos sarracenos.

No pasa el progenitor en la hacienda las horas necesarias para ver crecer a sus hijos. Hay días en que toma el carruaje y viaja solo por caminos intransitables, recorriendo pueblos azules ensartados en la línea de costa, o cruzando a pie extensiones amarillas de complicada orografía. Pronto el caprichoso trazado tropical de la isla deja de tener secretos para el aventurero y, al tiempo que va olvidando que alguna vez gozó del paraíso, aprende a amar el infierno de lupanares y enclaves nocturnos con que le premia su inagotable sed de pendencia. Cierto atardecer, la lluvia tropical, inmensa cortina de partículas de agua salobre, proveniente del mar, le sorprende a pocas leguas de una venta cuyas luces restallan confusamente, como parpadeo iridiscente, en la gigantesca planicie de la meseta costera. Patricio pone rumbo a la posada, pide noche y le es concedida junto a una cena frugal y el refresco de sus mulas. Sirve las mesas una indígena color del chocolate, olor de tierra batida: Dora Almenguar es su nombre. La extraordinaria mulata se mueve con parsimonia, en el lento balanceo de su cadera pródiga en redondeces de maternidad reciente. Habla apenas con los huéspedes, en la timidez del recato, con educación exquisita, haciendo bailar los collares de hueso bajo el palpitar ingenuo de sus sinuosos senos. El mercenario la observa hacer, en silencio. Siente el rayo cósmico atravesar su pecho sólo con el leve batir de las pestañas de la oscura dama, flor de ébano cuya mirada, brevísima, le estremece hasta hacerle olvidar su nombre, su patria y su fortuna.

Obtiene de labios del humilde ventero la historia de la infortunada, hija de nadie, abandonada al nacer y criada por la esposa desde niña. Quiere entrar en tratos con el dueño de la posada, que se niega, por considerarla como hija suya; forcejea con él para comprarla, salen al traspatio, el reflejo de una faca que se mira en la luna dibuja en el aire corrompido una amenaza que se lleva la lluvia; hay intercambio de golpes, un trato final con lágrimas del único padre que Dora ha conocido.

La mujer y el niño montan en el carruaje a instancias del mesonero mientras el día fisga con sus manos sucias el cuerpo quebrantado de la noche inmunda tras el diluvio bíblico.

Mientras, al fondo del valle, la hacienda abre sus ojos de quimera oculta por la pátina misteriosa del profundo manglar.

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