domingo, 19 de enero de 2014

Castillos en Marte (novela por entregas)

                        Sin armadura ni guantelete

A veces me dan miedo mis propios sueños. Son tan hermosos, tan siderales, que siento cómo el alma se separa de mi cuerpo y la muerte se detiene. Construyo hermosa identidad; una casa se yergue en la colina, al abrigo de los vientos. Y al final del camino espera la dicha; la inmensidad de la incertidumbre se hace más pequeña y ya no me inspira terror. Hay todo un mundo por vivir, un universo por descubrir, una identidad por explorar. Los caminos de la mente son acaso inescrutables, y las verdades profundas se nos revelan a través de los ojos.

Voy a retomar el hilo que me sacará del laberinto. Quiero dejarme de zarandajas y explicar por qué se detuvo mi vida a los ocho años. Era una mañana clara, radiante, como siempre en aquellos tiempos de ingenuidad, sinónimo de infancia. Papá, mi Papá, se desplomó en nuestro salón con chimenea y sin escudo de armas. Se hizo tanto daño porque no llevaba puestos ni el guantelete ni la armadura.

Cuántos rodeos para contaros el origen profundo de mis posteriores amarguras. Mi padre, hermoso como un arcángel, tirado por el suelo, una espuma horrenda quemando su garganta y entrecomillando su boca. El hombre del gabán gris se había convertido, a mis ojos, en un desconcertante icono del dolor. Un miedo breve, feroz, petrificó a la Emperatriz Infantil en su trono cósmico. Papá consiguió incorporarse, la faz enrojecida con la sangre de su propio sacrificio.

Adiós a las bolboretas danzando los sones de Gaia; aquel Edén estaba a punto de cerrar sus puertas. El puente levadizo, las verjas de hierro, mi huida. Quisiera que, cuando regrese a las fuentes del ser, la aldaba oxidada y manchada de musgo se deje vencer por el peso de mi mano, y me devuelva su saludo quejumbroso de bienvenida al paraíso. Ésa es mi esperanza, y por ella vivo.





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