CAPÍTULO NOVENO
ERIN
La habitación del príncipe estaba en la
parte más alta del viejo torreón del castillo. No ardían las teas en las
paredes; en las repisas se acumulaban la suciedad y las telas de araña, y una
dulce y melancólica música brotaba de las entrañas de la piedra, donde el musgo
anidaba oculto entre las rendijas.
“Erin”, susurraba el viento.
Pero el príncipe no respondía al
reclamo.
“Erin”, musitaba la yedra.
Pero el príncipe permanecía callado.
“Erin”, ululaba el búho.
Pero el príncipe no desplegaba sus
labios.
“Erin”, pensaba la rosa azul, para sí,
agitando sus claros pétalos, redondos como botones de luna.
El joven de plateados cabellos miraba
el jardín sin verlo. Allí su amiga se agitaba hasta las raíces a causa de la
tormenta.
“Erin, ¿por qué estás triste? ¿Por qué
no has adivinado aún quién soy? ¿No sabes que estoy aquí por tu amor?”, clamaba
la rosa azul, llorando sin lágrimas.
“Querida niña, no sufras por nuestro
amo”, le rogó la rosa roja. “Pronto se cansará de ti y te arrancará para
deshojarte en amores por alguna lejana doncella”.
La rosa azul gemía y estremecía sus
pétalos en el aire.
Los compactos ejércitos de estorninos y
avecillas avanzaban en su marcha cuando un grito desgarrado rompió sus filas y
desperdigó a los viajeros alados en mil trayectorias diferentes. El eco rebotó
en el bosque e hizo temblar las ramas de los árboles.
“¿Dónde estás, Miranda?”
Erin dio un paso atrás, asustado.
Creyó que el grito había salido del
mismo fondo de su armario. Pero pronto se convenció de que era imposible.
Estaba solo, así que sólo cabía que él mismo lo hubiera proferido. Pero sus
labios estaban fríos. Él no...
“¿Dónde estás, Miranda?”
Ahora Erin estaba seguro de que el
propietario de la voz, quienquiera que fuese, se ocultaba entre los brocados
del guardarropía.
La cortinilla del armario se
estremecía. El príncipe retrocedió, asustado.
No estaba solo en la inmensa torre de
aquel inmenso, inmenso castillo.
El joven venció pronto su primer temor
y se acercó cautelosamente al enorme mueble de marfil festoneado con pan de oro
-regalo que a su madre, la reina, había hecho la emperatriz de los Bosques
Oscuros. “¿Qué extraño sortilegio será éste?”, musitó Erín, para sí mismo.
Acercó una mano temblorosa al pomo
dorado de la puerta y, con sorpresa, descubrió que estaba caliente. El pesado
pestillo y la presilla del gozne, ambos de oro macizo, no querían abrirse. Erin
sentía el golpear rítmico de los latidos de su propio corazón.
Allá, al fondo, en el espejo cuarteado
por el tiempo, se reflejaba una curiosa imagen. Un joven fuerte, moreno e
hirsuto le miraba intensa y directamente a los ojos.
“Sólo vos podéis abrir la puerta”,
parecía murmurar con los labios de su pensamiento.
-¿Yo?- interrogó Erin.
“Sí, vos. ¡Vamos! ¡Ella agoniza!”
- ¿Quién sois?- volvió a preguntar el
príncipe.
- “Eso no importa ahora”, respondió
Esidor, en un impulso telepático.
- ¿Qué he de hacer para liberaros de
vuestro presidio?- preguntó el príncipe.
“Decid su nombre. Simplemente decid su nombre”, rogó Esidor.
-¿Qué nombre? ¿Quién sois? ¿Acaso un
demonio encarnado? ¿O un acólito de Marmabra?- inquirió Erin.
“Su nombre es Miranda. Y os ama.
Siempre os amó. ¿Ya no os acordáis, señor?”, decía Esidor.
- Miranda...convoca en mí ese nombre
recuerdos antiguos, pertenecientes a vidas que yo no viví. Yo, aquí recluso en
mi torreón, carezco de memoria...- murmuraba Erin.
“¡Maldita sea, romped la puerta! ¡No
queda tiempo!, gritó Esidor, con la voz de la mente. “¡Por favor!”, suplicó.
- Una vez fui feliz y niño; antes de ser
príncipe heredero gozaba de la aventura. Quise cruzar al otro lado, pero los
consejeros de mi padre me convirtieron en adulto. En sólo un segundo...
“Miranda. ¡Mi-ran-da!”- gritaba Esidor.
Su imagen se hacía añicos en el espejo cascado.
En el huerto de los pastores, una rosa
roja y una rosa negra velaban el cadáver de Miranda bajo el tenue resplandor de
la luna.
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Créditos fotográficos: moonmentum.com |
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