domingo, 16 de diciembre de 2012

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO QUINTO

LA PUERTA

Esidor guiaba el timón del Daralón con una mano y con la otra sujetaba la rara pieza que le había regalado el druida. Mar adentro, donde las corrientes se volvían apacibles, lo examinó con atención. ¿Estaría embrujado? Por fuera, parecía simplemente un caparazón de nautilus, pero cuando lo acercaba a la oreja, oía claramente una voz que se alzaba en el viento, cincelándose en el espacio, con la consistencia de un martillo y la dulzura de un canto de sirena. “Esidor”, decía la voz con sus timbres tibios; “Esidor”, repetía, cambiando de tono, como si un clavicordio se templara  en el centro de la espiral del gran caracol marino. “Ven conmigo...”. Y Esidor el Navegante, quien nunca había conocido el miedo, el mismo Esidor el Navegante que había desafiado y derrotado a Escila y Caribdis en los estrechos del Helesponto, tembló de pies a cabeza, vencido por primera vez en su propio terreno, el mar.
“Ya voy, Miranda”, musitó.
***
Muchas vueltas dio el carro dorado en el horizonte hasta que Esidor alcanzó a  ver la tierra firme. La línea de costa se recortaba tenuemente como la mano de un niño manchada de pintura verde. El barco se dirigía con un balanceo constante, como si estuviese deseando llegar para descansar por fin del interminable viaje. Esidor apretó fuertemente el caracol de mar y, al mirar de nuevo hacia la playa, sintió un presentimiento. Estaba en el fin del mundo conocido, y pronto descubriría qué se encontraba al otro lado.
Bajó despacio, saboreando, por primera vez, la sensación de saberse el elegido. Cerró una vez más los ojos antes de pisar tierra firme y convocó la imagen de Miranda. Allá, en el fondo del nautilus fabuloso y gigantesco, dormía la voz del hada niña. Los sonidos del mar de fondo auguraban para ella preciosos sueños.
El joven se dirigió a un altozano y desde allí contempló el lugar a vista de pájaro. No se veía un rastro de vida; los caminos parecían haberse borrado y, en lugar de casas, veíanse cavernas, en cuyas entradas crepitaban alegres fuegos. Más nadie parecía morar en ellas, porque ni una sola criatura, bípeda o cuadrúpeda, asomó la cabeza. Sólo después, Esidor comprendió que las hogueras eran, en realidad, fuegos fatuos. Había llegado al Cementerio de las Almas Perdidas, la marca del fin del mundo.

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