Por Paqui Castillo Martín
CAPÍTULO PRIMERO
EL JARDÍN DE LOS PASTORES
En el palacio de cristal era siempre de noche. Nunca el sol apareció en el horizonte; no hasta que el príncipe Erin, su propietario, se enamoró de su rosa.
Un gran reloj de péndulo flotaba en la pared silenciosa; parecía como si las horas se deslizasen por sus manecillas despacio, muy despacio, tanto que el tiempo se detenía. Esto era a causa de la
melancolía del príncipe, y el príncipe siempre estaba melancólico. Por eso en
el palacio de cristal hasta los relojes lloraban.
Erin tenía un pájaro enjaulado, una
vieja guitarra y un coral grande como un árbol desvalido. No había más
habitantes dentro del torreón, en el palacio, ni tampoco en el corazón de su
príncipe.
Las gentes decían que la muerte de los
reyes había trastornado tanto al príncipe, su hijo, que desde entonces la
alegría era una invitada indeseada a las puertas del palacio. De esta tragedia
hacía ya algunos años, pero Erin no se había recuperado, y no le importaban
siquiera sus obligaciones principescas: debería haber contraído matrimonio
hacía mucho y, sin embargo, permanecía soltero. En cualquier caso, ninguna
muchacha, noble o villana, habría estado dispuesta a acercarse al palacio, ni
en sus peores pesadillas. Esto era a causa de la melancolía del príncipe, y el
príncipe siempre estaba melancólico. Por eso en el palacio de cristal hasta la
esperanza había escapado por la ventana.
Un cierto día en que las nubes cercaban
el palacio, el príncipe, que estaba recluido en su torre, bajó en dirección del
humilde huerto de los pastores, donde habitaban tres rosas. Una era roja, como la
sangre de Erin; la otra negra, como su amargura. Y una tercera, hija de las
anteriores, tenía un color azul profundo, como el del mar en calma. Era esta rosa a la que el
príncipe más apreciaba, quizás porque era tan extraña, o quizás porque a ella había
dedicado la mitad de su joven vida. La rosa era muy tímida, pero a la vez se
reveló como una gran escuchadora y una fiel amiga: Erin podía contarle todos
sus secretos; por nada del mundo la rosa azul los hubiera revelado; antes,
hubiese preferido que le cortasen el tallo y que desecasen sus pétalos para luego esparcirlos como fina ceniza
celeste por todos los rincones del reino. No, la rosa tenía sus labios
sellados. Esto era a causa del amor que sentía por el príncipe, y el príncipe
siempre fue amado por su rosa. Por eso en aquel lejano reino no era Erin el
único que sufría; también la callada rosa color invierno.
˗ Rosa mía, rosa mía, dime, ¿cuál es el objeto de mi
melancolía? - clamaba el príncipe.
La rosa azul se limitaba a mover los
estambres, y guardaba respetuoso silencio.
˗ Rosa mía, rosa mía, azul como el día, dime, ¿cuál es el
objeto de mi melancolía? - reclamaba el príncipe.
Pero la rosa, quien al sonrojarse
empalideciera, volviéndose traslúcida como el ópalo, seguía sin responder.
Y entonces Erin le contaba sus cuitas,
y la rosa acariciaba con los azules pétalos las heridas abiertas en el alma de
su amado.
En el desvencijado torreón, la sala del
homenaje servía a Erin de refugio y biblioteca. Viejos libros de magia druídica
se confundían con manuales de geografías exóticas y países imaginarios. El
príncipe era un espíritu viajero, y antes de la muerte de sus padres había
visitado las montañas allende su reino. Pero nunca tuvo oportunidad de cruzar
la puerta esmeralda que permitía a los humanos llegar al mundo de los seres
imaginarios. El día antes de la muerte del rey, Erin había encontrado un mapa
que guiaba hasta el centro del laberinto donde comenzaba el camino hasta la
puerta; el día antes de la muerte de la
reina, lo había perdido. Intentó cruzar al otro lado cuando le separaron del
regazo de su madre, su regazo perfumado por las lágrimas de la rosa azul del
huerto. Pero el príncipe se perdió en el laberinto; allí le sorprendió la
noche, y tuvo miedo. Los setos se convirtieron en monstruos amenazadores; las
palomas en blancos fantasmas alados; el león de piedra de la fuente, en un
dragón milenario; el arrullo del agua en el riachuelo, en la respiración de un
gigante comepríncipes. Sí, Erin, de ordinario tan valiente, tuvo miedo, quizás
por primera vez en su vida. Regresó, con el corazón encogido, al palacio de
cristal, y contó su peripecia a la tímida rosa. La flor, como le amaba, temió
perderle, y le aconsejó, llevada por el deseo de retenerle a su lado, que no
saliera del torreón por la noche si no era para cuidar a su rosa o para
contarle a su fiel amiga una tristeza.
Pero la rosa azul sabía que, con el
alba, Erin intentaría franquear de nuevo el laberinto y ganar la puerta
esmeralda, para nunca regresar junto a su rosa. ¡Y ella moriría sin su amor, sin
duda! Así que decidió pedir ayuda al estornino que vivía en el alero del
tejado, junto al huerto. El noble pájaro voló hacia el bosque, y allí pidió la
ayuda del caracol, quien llevó el mensaje a la avutarda, quien a su vez marchó
hacia la gran ciudad y luego hacia el mercado, y allí pidió ayuda al buhonero,
y el buhonero marchó hacia los confines del reino, y en la marca entre el reino
de Allá y el reino de Acullá, muy lejos de donde transcurre nuestra historia, contactó
con un armador, quien contrató a un barco, y para pilotar el barco a un
capitán, y el capitán contrató a su vez a una tripulación de fuertes remeros
que recorrieron los caminos del océano, y tras el viaje llegaron sanos y salvos
a la costa, y en la costa escoltaron al capitán hasta la orilla, y en la orilla
el capitán se despidió de sus remeros, y al pisar tierra firme preguntó a
gentes de extrañas lenguas y oscuros cabellos dónde se encontraba la cabaña de
Baltimor, el druida.
***
˗Pasad, hijo mío ˗llamó al anciano con su voz de
escarcha.
Tenía la venerable cabeza una corona de
cabellos blancos como hilos de seda; una barba espesa color fuego se
transformaba, por momentos, en madejas de ensortijadas serpientes de formas
caprichosas.
˗Soy nuevo en estas tierras ˗acertó a decir el capitán.
˗Sois un forastero, pero a la vez un conocido. Puedo verlo en
vuestros ojos ˗
musitó el viejo, con voz cantarina. Una marmita borboteaba en el hogar. Por un
momento, el curtido lobo de mar se sintió como en casa.
˗ ¿Cómo os llamáis? –quiso saber el druida.
˗ Me llamo Esidor, como mi padre.
˗ ¿Esidor el Labrador?˗ interrogó el druida.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam? ˗volvió a preguntar el mago.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam, amigo de Mauron, el
Pecoso?˗ preguntó el viejo.
˗ Sí, señor ˗respondió el marinero.
˗ ¿Esidor el labrador, de Arthacam, amigo de Mauron, el
Pecoso? ¿El Esidor que salvó nuestro mundo? ˗ preguntó de nuevo el anciano. El
marinero ya estaba comenzando a cansarse del juego del anciano, que parecía
consistir en enmarañar cada vez más su pregunta.
˗Desconozco si mi padre salvó o no nuestro mundo, señor ˗ terció el muchacho. Sólo sé que
trabajó toda su vida en el campo, y que a la muerte de mi abuelo se hizo cargo
de la pequeña parcela familiar en la aldea de Ruthavon. Mi padre murió cuando
yo no tenía todavía cinco años. El señor Mauron era rey de Arthacam y de Er.
Fue el mejor rey y el más justo. Al caer la tarde, cuando acababan sus labores
en palacio, se cambiaba las ropas y salía vestido de aldeano a conocer los
problemas de sus súbditos. Siempre llevaba monedas, y las repartía entre los
niños, hasta que las manos se le quedaban vacías. Y después entregaba presentes
a las viudas, para las dotes de sus hijas, y animales de tiro para los
campesinos pobres. Todo esto lo cuentan los libros; lo que yo recuerdo es un
hombre menudo, que se paseaba por las calles de Ruthavon con aire de niño
travieso, más niño que los otros niños. Tenía los cabellos pelirrojos...y los
pies descalzos.
- ¡Dioses del firmamento, furia del
dragón verde, venid a mí!- gritó Baltimor. El marinero dio un salto hacia
atrás, conmocionado. El anciano druida había sacado una pequeña esfera de cristal
de entre sus largas ropas. Despedía una intensa luz que, como la barba de su
dueño, cambiaba de color cada pocos segundos.
- Esfera del tiempo, aleph del espacio,
selva y tundra, piedra del desierto, ¡aquí le tenéis!- clamó Baltimor, con una
extraña voz que parecía provenir de una dimensión ultraterrena.
El joven creía ser víctima de un
sortilegio. Allí mismo, en el suelo de la
pequeña cabaña de aquel mago loco, vestido con ropas extrañas y tan
viejo como el mundo, surgió una visión singular que, como la bailarina de una
pequeña caja de música, danzaba al son de los astros la inconfundible sinfonía
del universo. Pero la melodía, que no cesaba, iba retorciéndose y girando hasta
el infinito, como si latiese, de repente, el suave corazón de un recién nacido.
Se materializaba, al fin, en una imagen tan hermosa como indescriptible: en un
recóndito jardín entre peñascos, una muchacha extraordinaria se debatía entre
la vida y la muerte. Su cara poseía una intensa palidez lunar; su cuerpo, casi
transparente, tiritaba de frío y de soledad. Los ojos, grandes y líquidos, eran
de un violeta tan denso como el del amanecer del océano que el joven había
surcado desde niño; su pelo y sus cejas, así como los delicados lóbulos de las
orejas, estaban hechos de...no era posible que fuesen... ¿pétalos de rosa azul?
Pero... ¿qué extraño encantamiento era
este? Esidor, el Navegante, nunca había conocido el amor verdadero. Hasta el
mismo momento en que espacio y tiempo se habían conjuntado en la forma pura de
la belleza, aquella que no admitía comparaciones, aquella que resistía las más
duras pruebas: la belleza de la bondad.
El druida ocultó la esfera entre sus
ropas, y el precioso espejismo desapareció, envuelto en el satén de la melodía cósmica.
- ¿Quién es esa muchacha? –preguntó el
Navegante, todavía gozando del recuerdo de su fulgurante visión.
- Es Miranda, la princesa encantada.
¿Acaso no estáis aquí por ella?- inquirió el mago.
- Noble anciano, veo que el arte
adivinatoria no es vuestro fuerte. Yo he sido llamado a los mares por una rosa
enamorada.- respondió el Navegante.
-¡Oh ciegos ojos, que os obstináis en
no ver aquello que no es de vuestro agrado! ¡Persistís en no abriros a la
verdad! ¡Insensato, cuidaos muy mucho de dejaros engañar por vuestros demás
sentidos!- exclamó el viejo, como si declamase.
Esidor se sentía confundido. El largo
periplo y sus sinsabores habían dejado huella en su ánimo.
- No os andéis con rodeos, Baltimor el
Druida. Hacedme el honor de revelar el misterio, siquiera mis ciegos ojos
puedan quitarse el velo de ignorancia que los cubre- dijo, desazonado.
¿Para cuando el siguiente? Esto pinta muy muy bien... Me ha gustado muchísimo.
ResponderEliminarMañana un nuevo capítulo y cada domingo otro nuevo, hasta el desenlace (que aún no he escrito). Besos.
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