domingo, 6 de noviembre de 2011

VIEJO ROBLE EN EL CAMINO

Un  relato de Paqui Castillo Martín



Al caer la tarde observó enternecido, a través de sus gafas de concha, lo amarillos que se habían puesto los trigales. Del paisaje verde y brumoso de abril ya no quedaba nada; sólo las casitas, pequeñas, aisladas unas de otras, fruncidos sus ceños de paja, sucias sus fachadas con el polvo del verano tórrido que flotaba con la misma parsimonia con que la brisa lo hacía en el mar. Los campesinos estaban recogiendo sus aperos de labranza y las mujerucas, recostados los rechonchos brazos sobre los soportales, anunciaban a voces que la cena ya estaba lista. Dos negros nubarrones tildaban el horizonte y lo hacían esdrújulo, majestuoso, pero oscuro. El sol desapareció lentamente, dando sus últimos lametazos color vino sobre la sierra. El paisaje se emborrachó de melancolía y el caminante, que todo lo había visto a través de sus gafas de concha,  no pudo ahogar -no quiso- un suspiro hondo, antiguo, mezclado con los murmullos de la Naturaleza, que en aquel momento estaba vistiéndose de nocturnidades.
     La niña llegó sin avisar. Era como una aparición suave, minúscula, errática, pero enfilaba sus pasos  hacia el hombre con la seguridad que no daban sus cortos años. Se tomaron de la mano. La de la niña era como una caracola, húmeda, palpitante, envoltorio de ecos lejanos, pero conocidos. La del hombre era nudosa, gigantesca, color de tierra seca. Los dos se sintieron protegidos por el tímido resplandor de la luna y por la sobriedad de las estrellas titilantes. La niña, que llevaba un camisón de batista muy corto y muy estrecho, de mangas almidonadas, color blanco inocencia, tembló de frío. El hombre decidió que era hora de regresar. Juntos desanduvieron el camino hacia la casucha, que, en momentos divergentes, persiguiendo el descubrimiento de algo distinto, ambos habían andado. La niña había salido, descalza y tiritando de frío, a buscar a su abuelo, el apretón firme de su mano encallecida, a refugiarse tras la figura alta y encorvada que se le antojaba parte del paisaje, a ocultarse tras el tronco, a jugar con el azabache y la nieve que le caían al viejo desde el rostro hasta medio pecho, a esconderse tras sus cejas de escarcha, a burlarse de las sombras. El abuelo había dejado el lecho para obtener respuestas de la noche. Se sentía viejo; en realidad lo era. Dios le había dado una segunda oportunidad al traerle a su lado a la niña. Ahora se quejaba porque sentía que le quedaba muy poco de permanecer junto a ella. El aire enrarecido de la habitación le había despertado y empujado hacia el camino que serpenteaba entre trigales. Comprendió, compungido. Contempló el paisaje en calma, sereno, y sintió que esa tranquilidad mayestática iba infiltrándose en su alma. Luego llegó la mano de la niña, y después la felicidad absoluta. Se miraron, sonrientes. La niña había sido cómplice de todos sus juegos otoñales: paseos, conversaciones al borde del barranco helado, cuentos a la luz de una vela mortecina, absurdas representaciones teatrales ante un atónito auditorio de muñecos de trapo...Viejo y niña, como roble y flor, se amaban, y ahora tenían que despedirse. Tomados de la mano, caminaron, titubeantes, unos pasos. La niña aparecía ante la visión deformada de las gafas de concha del viejo como un ángel rodeado de un resplandor prístino, refulgente, que le hería la vista.
-Vete a casa- le dijo el viejo al pequeño ángel, a quien le estaban brotando unas redondas alas de nácar.
-¡Abuelo! -tartamudeó la niña, transfigurada en un blanco pétalo de luna. Pero el viejo ya no oía, ni podía percibir sus sollozos ahogados. Sólo sintió que se abría un abismo bajo sus pies, que le engullía, sumiéndole en una oscuridad insondable. Con sus últimas fuerzas, intentó aferrarse a los brazos del tiempo. Pidió clemencia, pidió vida, pidió permanecer para siempre al lado del pequeño ángel de sollozos ateridos de frío. Pero la oscuridad se hizo de hielo...
     Cuando la niña llegó al punto en el que se había separado de su abuelo, sólo halló la sombra, desparramada por la luna, de un fornido roble en flor. Contuvo el aliento. La esbelta mole parecía, en la oscuridad repleta de murmullos, la silueta alta, robusta, nudosa y encorvada que todos, en especial la niña, amaban.
planetaneutro.blogspot.com
     El cuerpo del viejo campesino jamás fue encontrado. Los vecinos lo buscaron durante días, hasta que se dieron cuenta de que sus esfuerzos eran vanos. Hace unos años, al poco de ocurrir aquel extraño suceso, un extranjero de tierras lejanas acertó a pasar por ese mismo camino flanqueado de trigales. Y cuenta que, escondida tras el grueso tronco, una niña observaba tranquilamente el paisaje, con una sonrisa pintada en los labios, mientras escuchaba las historias que le susurraba el viento infiltrado en las ramas de la copa de un hermoso roble en flor encorvado sobre el horizonte.

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