domingo, 16 de febrero de 2014

Castillos en Marte (novela por entregas)

Aldabonazos segunda parte

En cuanto crucé el puente, sentí de nuevo los aldabonazos en la lejanía. Era mi madre, que me llamaba, dando con el cayado los golpes reclamándome para el almuerzo. Aunque mi estómago protestaba, me rebelé y continué caminando. Los pies descalzos, en contacto con el barro, me hicieron sentir la lluvia reciente, el frío en todo el reino y la bruma que ahora rompía en finos hilachos. Volvía a amanecer, aunque el sol estaba tan alto como mi frente. Una lágrima se deslizó por mi mejilla.
"¿Esto es todo lo que queda?", me pregunté a mí misma, temiendo un vahido. "¿El sol? ¿Los trinos de los pájaros? ¿La montaña en la lejanía?". Y cayendo al suelo húmedo, me eché a llorar amargamente.
Ya no sabía a dónde dirigir mis pasos. Por un lado, el castillo y su centinela en el puente de plata, con sus ojos azules y sus iris hipnóticos y su óbolo en el puño. Y mamá y Carolo y la memoria de Papá y el castillo casi en llamas con sus rosas y sus mariposas y sus recuerdos del ayer. "¿Qué hacer?", me dije. "¿Sigo?" Y, sin volver la vista atrás, robé una naranja del árbol sagrado (en Marte, la naranja simboliza la esfera o el Todo), la deslicé subrepticiamente entre mis ropas (no fueran los secuaces de Papá a dar cuenta de mi fechoría a instancias más altas) y comencé, por fin, en fin, al fin, a caminar.

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