viernes, 12 de julio de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

CAPÍTULO DOS

EN LA TIERRA DE LAS MUSAS

Sí, justo allí, así me has encontrado. Con mi maleta de tergal color rojo, y esa sonrisa estúpida de los martes. He visto las luces de tu camión y me has subido sin rechistar. Tienes la mano en el freno, porque no te atreves a levantar el zapatazo del acelerador, todavía. Y tocas el claxon por si de repente me he quedado sorda de tanto gritarte. Subí a las montañas doradas en tu busca, y no pude hallarte. Y llorando como una criatura decidí que nunca más volvería a escribir una palabra. Pero allí estabas tú, musa albanesa, intrépida capitana de un barco con doble eje. Y me susurraste al oído: “¡En paz te halles si me pierdes, pero si lo haces, no hayas de vivir nunca”. Díjome esta arpía arrabalera con el timbre pastoso de su voz a medio gas, y yo seguí caminando con ella detrás, siguiéndome de cerca subida en su tráiler. Con la muerte en los talones me encontré, y como Aquiles el de pies ligeros corrí. Sin aliento llegué a cada lugar; en todas las ciudades era recibida con pan y sal. Pero en el fondo de cada espejo allí estaba ella, un ojo abierto y otro cerrado. “¡Loca! ¡Nunca escaparás de mí! ¡No habré de dejarte jamás, pues hasta la eternidad eres mía!”. A veces, mi musa me dicta hasta cansarse, y luego se duerme murmurando algún taco, la botella de whisky derribada por el suelo. Se parece a Charlize Theron en Monster. Pero ella es muy mala actriz y estoy segura de que nunca me hará ganar un Oscar. Pobre diabla de puntas abiertas, pestañas postizas y uñas grasientas. La odio casi tanto como a mí misma.
 *** 
Me ha llevado a un paraje color pupila de gato. Y me ha soltado en medio, y me ha dejado sola para ir a tomar unas birras. Es increíble, pero comienzo a caminar y ya no siento miedo; no tengo seis años sino casi ocho y mi madre está esperando un niño que no tardará en nacer. Los habitantes del castillo están como locos; parece como si nunca se hubiera recibido a un infante o infantina en la torre del homenaje. Primeros asomos de celos nonatos: ‘¿Y qué ocurre conmigo, pues? ¿Me encontrasteis en el foso, o bajo el puente levadizo?’ Yo pasaba mis horas en el huerto, jugando a buscar pequeños tesoros. De cuando en cuando, brotaba una flor tierna y yo la seccionaba con mis dientes, para beber su jugo y entretener el sabor verdoso en las comisuras de mis labios. En aquella época, era normal que las comedoras de chicle hiciéramos cosas raras para matar el tiempo. Y, en lo que respecta a los bichos, éramos conocedoras de todos sus secretos. Sabíamos, por ejemplo, que las arañas poseían cuatro patas en cada extremo del cuerpo, y que podían sumergirse en agua, como diminutos buzos. Y que los felinos tenían no siete, sino infinitas vidas. Había un niño en aquella época, Miguel. Era de Finisterre; vino a Marte con su hermana, y nos hicimos muy amigos. Pronto convertimos el huerto en un campo de prospección arqueológica. Las excavaciones en la zona eran tan frecuentes que los rosales de mi madre murieron por exceso de oxígeno y defecto de raíces. Por desgracia, Atapuerca no había abierto sucursal en nuestro patio, pero los bichos campaban por sus anchas, por culpa de una avería en los motores de la depuradora de aguas. Cada vez en mayor número, las figurillas desgarbadas, arrastrando sus antenas y sus élitros, invadían lentamente la tierra, hasta que no quedó un átomo libre en el espacio, vagamente triangular, del huerto. Pronto no se podía pisar sin sentir el ‘clac’ característico de los exoesqueletos zoomórficos al quebrarse y estallar, una fracción de segundo antes de quedar atrapados en las rendijas de la suela de goma vulcanizada de nuestras botas exploradoras. Aquella primavera en la que fui, por última vez, la reina del castillo, compartí con los adultos el extraño fenómeno, que atribuí no a la fetidez del estanque cercano, sino a las maniobras nigrománticas de mi nuevo amigo. No cabía duda de que Miguel había convocado aquella plaga, con su cara redonda de no haber roto nunca un plato. La parte real: el sortilegio, sencillo, aunque asqueroso, había sido por entero idea mía: un grillo decapitado en una cajita de cerillas a la que habíamos prendido fuego, para después esparcirnos las cenizas por las mejillas y el pecho. Y luego, la parte inventada: todos los bichos del mundo habían venido al huerto y se nos habían subido encima, y nos habían entrado por las orejas, por los agujeros de la nariz, por los ojos. Y Miguel, como un zombi, riéndose hasta que un gusano gordo y blando le había asomado por la boca... Fue mi primera mentira con argumento. Mi primer cuento. Lo redacté y lo ilustré primorosamente, prestando especial atención a las arañas, todas con largas patas y cuerpos esféricos, igualitas que aquella Charlotte cuya muerte injusta me había conmovido en lo más íntimo. Pero nadie prestaría ya oídos a mis fantasías; mamá estaba lejos, muy lejos, feliz y sonriente, con la Usurpadora en sus brazos.
Licencia Creative Commons
Castillos en Marte por Francisca Castillo Martín se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://www.cuadernosdelolalavanda.blogspot.com.es/.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Buscar este blog