Por Paqui Castillo Martín
CAPÍTULO UNO
CASTILLOS
EN MARTE Y MARCIANAS EN LA TORRE DEL HOMENAJE
Pensar puede ser un don, o un castigo,
pero preces o maldiciones, el pensamiento corre siempre hacia adelante, como
los galgos persiguiendo a la perdiz del cuento. Recordar es un acto doloroso,
atroz, porque una vez estamos atrapados en las redes de la memoria, de nada
sirve el pensamiento y su vórtice de tiempo encapsulado y proyectado hacia
arriba y bien lejos, escupido hacia el horizonte contaminado. No; el recuerdo nos
vence, nos adormece, nos aprisiona y nos convence de que no hay nada mejor que
sentarse a recordar. Como si el mañana no fuera a amanecer nunca. Como si el
sol se hubiera puesto de repente para no volver a salir. Como si sólo hubiera
estrellas en una noche eterna, congelada en el ayer del que dicen que siempre
vuelve. Pero, en mi caso, el ayer nunca se marchó. Y yo me quedé aquí con él,
viviendo para recordar.
Mi vida no tuvo ningún sentido
especial hasta que cumplí los ocho años. Supongo que hasta entonces, era un
poco como la de todo el mundo, con sus colores chillones, su música suave y sus
veranos tan largos y cálidos que parecían desleírse y convertirse en hilachos
donde se alternaban los primeros días de colegio con los tirones de pelo y la
llantina por el miedo inocente a los niños grandes. Hubo algunas impresiones
certeras, desde luego, como el olor a armario viejo que desprendían las
pertenencias de mi abuelo encerradas en algún arcón astroso. O como aquel niño que
a sus cuatro años fue mi más pertinaz enamorado, con tal fe posesiva en su
pequeña novia que se aferraba al balcón de mi casa cuan corto era cada vez que
sus padres le proponían algún motivo razonable para separarse de ella.
Pero aquella Julieta de pacotilla no
fue capaz, que yo sepa, de querer nunca en la medida en que le era exigido. A
ella lo que le gustaba era brincar en la calle sucia con los pies descalzos,
saltar en la arena mojada de las obras -inacabables en el barrio- o montar en
sus patines oxidados. Con aquel corte de pelo despiadado, su madre había hecho
desaparecer la corona de bucles que ensortijaba la cabeza rebelde de su más que
rebelde tercera hija. “Julia, estate quieta mientras te peino, o me obligarás
a...”. Nunca llegaba a terminar la frase. Mamá cogía las tijeras y podaba el
sobrante ante mi escaso asombro. La noche antes yo misma me había pegado,
después de masticarlo a mala conciencia, un chicle en la nuca; no soportaba ya
tantos tirones; Mamá amaba mis rizos pero odiaba los enredos, y optó por una
solución salomónica: cortar todo, chicle incluido. Creo que a Sansón, el primer
comedor de chicle del mundo, le pasó lo mismo.
Puede ser que esas impresiones sean
tan falsas como Judas, pero las convoco porque me alivia el sentimiento de
soledad y quizás me libera de alguna que otra carga de rabia, o lo que es lo
mismo, me endulza la leche agriada. Alguien se podrá preguntar por qué escribo
esto, y por qué ahora. No tengo por qué explicarlo pero me gustaría aclararme
un poco las ideas y quizás estas líneas sirvan de palimpsesto. El verdadero
cuento aún no ha comenzado. Déjenme divagar por las avenidas de lo
verdaderamente imprescindible, que es lo único que merece ser contado.
Hay como un pálpito en los orígenes de
uno, una especie de latido primitivo en el que todos fuimos parte de una
esencia cósmica digamos, preternatural. Existen seres que comparten ese pulso y
lo llevan en la masa de la sangre. Es el recuerdo de lo que éramos, ese ayer de
hace eones y que en algunos de nosotros aún pervive y de cuando en cuando se
manifiesta en las formas más inesperadas. Siento que al principio las sensaciones
eran cálidas, y se mezclaban unas con otras en confusa armonía. Aquel seno
materno que era un caos fértil, tierra de promisión y generoso alimento. No
puedo saber, sólo respirar el aire de la noche en que fui concebida, que es el
mismo aire que corre ahora entre mis pulmones, y hallarme de nuevo en aquellas
aguas margosas, como una diminuta huella de un fantasma en su claustro pálido.
Cuando apenas tenía un cuerpo, y era toda alma.
Seis años. Un vestidito azul de lana,
con un bordado de un barco y solapas blancas, redondas. Los ojos zaínos,
observando seria la larga fila infantil. La cartera con un bocadillo de
foie-gras y una margarita recién cortada. Y la larga fila infantil que amenaza
con devorarla, y que se empeña en socializarla, en convertirla en parte del
grupo. Ella con sus calcetines hasta los tobillos, uno más alto que otro, los
zapatos borrosos en las puntas, las manos gordezuelas tras la espalda. Y la
larga fila infantil que avanza, hacia adentro, como tragada por la escuela
portátil en medio del patio de chinos. Y el miedo, y los niños grandes haciendo
su agosto en las calaveras de los más jóvenes. Grititos y estornudos y un
zumbido como del espacio exterior, capítulo inacabado de La dimensión desconocida. Y las calaveras mondas y lirondas de los
débiles que avanzan en las manos de los niños grandes, recitando el monólogo
final de Hamlet en confusa letanía.
Abro los ojos, con el corazón en la
boca, pero nadie consigue despertarme de mi sueño.
No tengo miedo pero estoy otra vez en
la calle, vestida con el pijama. La pesadilla de los años en que el ego se
representa externamente, a través de la ropa. Y hay un circo de payasos y un
zoo al que acuden todos mis amigos. Pero yo me quedo rezagada, en pijama y
empijamada, mohína y obtusa, como Spiderman en domingo. Comienzan las burlas y
mi maestro me llama la atención perezosamente, como obligado, porque en verdad
está disfrutando del espectáculo. Y el pierrot del pelo cortado a tijera, con
su pijama quimono, se sube al estrado y baila una canción triste. Todavía no lo
sabe, pero se ha convertido en el hazmerreír del circo. El payaso listo toca el
claxon, y un elefante comienza a dar volteretas como si en ello le fuera el
sustento. Aunque no importa, porque ahora el público se ha puesto en pie y
aplaude frenético al maestro de bigotes lacios. El pierrot del quimono ha hecho
mutis por el foro pero qué más da. Nadie sabe que existe.
Ahora sí que tengo los ojos abiertos.
Me prometí comenzar el cuento de mis
ocho años, pero jamás cumplo lo que prometo. No sin lucha, al menos. Porque es
cierto que antes de mis ocho años, no hay materia narrativa enjundiosa, tan
sólo espacios colmatados por sedimentos, presencias infinitas, probable conciencia
de inmortalidad que duró lo que dura un pestañeo. Aunque está ahí, y regresa y
quiere hacerse escuchar para ser contado porque se considera a sí mismo
relevante, eso que tiene un nombre y una fecha y que forma parte de mi
historia, se resiste mucho a concreciones. “¡Dispara!”, ruge dentro de mí la
voz de la musa (quien la haya imaginado delicada, se equivoca de parte a parte;
tiene el aspecto de camionera aguardentosa). “¡Vamos!”, vuelve a rugir, esta
vez perdiendo los estribos, y a punto de meter el tráiler en la autopista.
Maldita tirana, capital de Albania,
tierra de las musas.

Castillos en Marte por Francisca Castillo Martín se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Basada en una obra en http://cuadernosdelolalavanda.blogspot.com.es/.
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