jueves, 19 de enero de 2012

POEMA DE LA CREACIÓN


Una recreación del mito cosmogónico de Paqui Castillo Martín
I
Envuelto en la suave claridad del atardecer, la piel tersa y los músculos en tensión como el arco cuyas manos sostenían, los ojos como dos pedazos de ópalo marrón, observaba agazapado, acechando a la bestia desde la distancia. Cada vez era más difícil entrever la sombra escurridiza de su enemigo, que se movía con la peligrosa parsimonia de quien se sabe cotizada pieza. Con un último esfuerzo, los músculos en guardia, casi agarrotados, apuntó al entrecejo de su enemigo y esperó, transido por el canto de algún pájaro lejano. Finalmente, el caballo de río emitió un largo lamento y, moribundo, dejó caer la pesada cabeza contra unas rocas. “El pájaro sería el aviso”, pensó el cazador, recordando las palabras de su padre, el viejo chamán. Entonces, otro trino triunfal se elevó en el aire, mientras del pecho de la bestia escapaba un último suspiro resignado: era la hora de la muerte, así estaba escrito desde la noche de los tiempos en los pergaminos sagrados. El hombre había vencido a la bestia, y la bestia, en su pequeñez poderosa, se sometía inequívocamente, como parte de un plan infinito, a los designios divinos.
     Al calor de las fogatas, la aldea esperaba al héroe ansiosamente. La hora de la fiesta ritual era llegada: las mujeres casadas habían pintado su rostro de rojo con arcilla de las montañas, los hombres vestían el sobrepelliz ceremonial fabricado con la mejor piel de bisonte; los niños bebían agua de malta y mojaban alegremente sus labios con la espuma del preciado líquido de oro. Los músicos tañían la flauta hecha con madera del baobab milenario; una lluvia de plata caía desde las copas de los árboles: eran copos de algodón en rama que desde las alturas arrojaban las vírgenes de la aldea, sumergiendo sus manos gordezuelas en los canastos de mimbre trenzados por las ancianas viudas, tan viejas como el caparazón de una tortuga centenaria. El murmullo rítmico de los crótalos rompía el silencio en pequeños pedazos que se elevaban hacia las llanuras siderales de algún lejano planeta. Cuando los oficiantes comenzaron a tocar los tambores, decorados con las escamas del cuerpo de alguna bellísima sirena, la aldea entera, desde la ínfima oruga hasta el anciano chamán, contuvo el aliento, sobrecogida por el espectáculo de antorchas que anunciaban la llegada del mejor guerrero del pueblo. Los manglares vivos, los cocodrilos adormecidos, las laboriosas hormigas obreras, hasta el león, rey de las fieras salvajes, prestaban oídos. Todos los ojos, desde los del tigre a los de la serpiente, se concentraban en la figura robusta de orgulloso porte que caminaba a lo largo de la luminaria humana que temblaba levemente ante la presencia de su jefe, quien como si de un brioso corcel se tratase, resoplaba lujurioso bajo su pectoral dorado. Hermosa y altiva, la soberbia cabeza enjugaba las últimas gotas de sudor que quedaban como testigo de la contienda sostenida con el adversario, donde ambos, hombre y bestia, habían bailado al unísono la danza del amor y la muerte…En los ojos de su enemigo íntimo, el cazador había contemplado la rueda de la vida girando sus aspas, accionadas por las dos grandes fuerzas del mundo: el amor que se busca y la muerte que se teme, y en sus acuosas pupilas creyó contemplar el misterio de la existencia: el destino es perseguir a uno y evitar a la otra, pero el primero siempre nos huye, y la segunda siempre nos encuentra…
     Ante los sepulcros de sus ancestros, el guerrero depositó el corazón de la bestia, todavía tibio y turgente, latiendo en sus manos. Con gesto adusto ordenó a los porteadores que dejaran el cuerpo del animal en el centro de la choza del chamán, que esperaba desde hacía rato la llegada de su hijo amado, el más noble y valiente de los mortales. Por momentos, el suelo de tierra batida se volvía de nieve: las vírgenes, blancas como espumas de ola, níveas en su prístina pureza, continuaban arrojando inocentemente grandes esferas de algodón en rama. Reían pudorosas, no fueran a despertar la furia de sus antepasados con sus voces casi infantiles, cantarinas y espontáneas.
     Los principales de la aldea se agolpaban ante la choza del chamán y de su hijo, el intrépido guerrero. A una señal del más sabio y más viejo entre todos los sabios y viejos de la aldea, el animal fue trasladado al santuario, donde el cuchillo rebanó la piel del caballo de río. Una a una, menos el corazón, fueron extraídas sus vísceras y colocadas sobre la mesa de los sacrificios. Con el rostro enjuto concentrado en la lectura de las líneas secretas de los despojos de la bestia, el chamán pasó la mano por la piedra de las ofrendas una, dos, tres veces, repitiendo las palabras adivinatorias que enhebraban el mágico encantamiento. A su mente acudieron imágenes de un joven guerrero de la estirpe futura envuelto en sangre, y por un momento su rostro se contrajo de dolor, pero muy pronto descubrió que la sangre que manchaba las manos del muchacho no era la de un guerrero, porque no brillaba en la oscuridad y se la tragaba lentamente la tierra. Era la sangre de la bestia, espesa y casi negra…
El canto de un pájaro llenó de espanto el alma del viejo curandero. “Ésta era la señal que esperaba, el único, inconfundible llanto de dolor de la alondra, que habla de grandes desgracias”. Abrió los ojos, pero todavía continuaba dormido, sumido en su terrible visión de pesadilla. De repente, el suelo del santuario se volvió blando y movedizo como las aguas de un río turbio, donde caimanes y pirañas mordían los pies del viejo hechicero, sin herirle. Desde el cielo de la aldea empantanada caían copos de algodón ensangrentado, como si el cielo llorase con furia su dolor soterrado por siglos. Alas de pájaro, grandes como colinas, se abrían y cerraban dejando ver sus enigmáticos ojos pintados, al tiempo que levantaban un enorme torbellino de viento y lluvia que arrasaba la aldea. Antes de que la visión cesase, el pobre viejo pudo comprobar que del poblado no quedaba piedra sobre piedra. Cuando despertó, ahogando un grito, sólo pudo ver el duro rostro de su hijo con las angulosas facciones desencajadas en un gesto de preocupación. Luego, la noche sin estrellas y sin luna se cernió sobre él, y su cuerpo desmayado cayó inerte sobre la mesa del sacrificio. El chamán había sido víctima de sus propias visiones, él que había tomado el hígado de la bestia para augurar el destino triunfal de su único hijo, sólo había encontrado muerte y desolación…

II
            Tras el entierro de su venerado padre, y como correspondía a su elevado rango de jefe de los guerreros de la tribu, el hijo del chamán se desposó con la hija menor del chamán de la aldea vecina, la virgen más bella de todo el mundo conocido y la muchacha más encantadora que ser humano hubiese tenido la dicha de contemplar. Las hermosas amazonas que integraban su séquito le untaron los pies con intrincadas inscripciones de grafito y embadurnaron los crespos cabellos con miel y esencias. Luego, las niñas de menos de diez años cubrieron las gruesas trenzas de la bella con un lienzo incrustado de oro y su cuerpo con telas de brillantes colores empapadas de mirra.
El guerrero sólo había visto una vez a su prometida. Entonces él era un niño curioso de siete años y ella un bebé rollizo de grandes ojos redondos que respondía al nombre de E´bba, “la grande”, pero que entonces no hacía honor a su apelativo grandilocuente, pues apenas levantaba un palmo del suelo.
Terminada la ceremonia, el guerrero rodeó con sus brazos la cintura de su esposa, y acariciándole la frente comprobó lo mucho que había crecido desde la última vez, pues era sólo dos dedos más baja que él. Para apaciguar el espíritu de la risa que había hecho su cueva en el fondo de la garganta de su mujer, selló sus labios con un beso y, lentamente, la condujo entre murmullos al lecho, donde ambos, inexpertos pero ansiosos, se entregaron sin tregua a los placeres amatorios, que se prolongaron hasta la aurora. El sol iluminó entonces a los dos amantes que, abrazados, después de haber conocido el goce infinitamente dulce del amor compartido, dormían ignorantes de que habían dado inicio a la mayor tragedia de sus vidas, pues los dioses se habían olvidado de dar un alma al hijo que ambos habían engendrado.
III
     El niño tenía los ojos grandes y líquidos de su madre y la innata fuerza de su padre, como demostraba el hecho  de que, a sólo tres días de su nacimiento, pudiera levantar la cabeza y observar todo lo que le rodeaba con una mirada de asombro. Para celebrar su venida al mundo, las dos tribus se reunieron en torno al santuario común, donde seis machos cabríos fueron ofrecidos en sacrificio. Los dioses del bosque podían danzar el baile de la alegría, pensaban los más sabios de la aldea, porque un nuevo miembro de la realeza estaba entre los suyos, uniendo dos pueblos que, aunque habían sido siempre amigos, nunca hasta ahora habían sido hermanos.
     El  niño creció en fuerza, herencia paterna, y en belleza, toisón materno, pero al mismo tiempo crecía en crueldad. Dejaba sin alas a los pájaros recién nacidos, aplastaba las conchas de los caracoles, y ensayaba métodos de tortura con las crías de los caballos de río. Nunca tuvo amigos, y despreciaba la sabiduría de sus mayores, que eran objeto de sus burlas, incluidos su padre y su madre, aquellos que le habían dado la vida y a los que debía haber respetado más que al aire que respiraba. Si al menos hubiese heredado las dotes proféticas de su abuelo, el chamán, habría cesado en sus desmanes, pues hubiera visto que su porvenir no era más que un pequeño trozo de destino unido al de las gentes a las que tanto odiaba…
     El pánico cundió en la aldea el día que el hijo del guerrero cumplió quince años. Era la edad con la que el vástago mayor del primer guerrero debía, si quería alcanzar la jefatura de la tribu, acabar con la vida del caballo de río más bravo de su manada. Si el despiadado joven ganaba, se convertiría en el rey de las tribus paterna y materna, y entonces toda su maldad se revestiría de autoridad, despótica y terrible en su caso, pero ganada por mérito propio al fin y al cabo y, por tanto, legítima.
     Al ver partir al hijo del guerrero hacia las praderas, todas las vírgenes lloraban en silencio, como si el espíritu de la tristeza se hubiera aposentado en sus corazones. Ninguna quería desposar al malvado joven, quien una vez ganada la batalla a la bestia podía escoger a la muchacha que se le antojase. Los hombres se mesaban las barbas, rasgando sus vestiduras: no querían ser gobernados por un ser tan despreciable, antes preferían ser devorados por la bestia. Las viudas se clavaban las uñas en el rostro pintado de ocre, y el rojo oscuro de sus mejillas se mezclaba con la sangre que por su dolor habían derramado. Abrazados, el hijo del chamán y E´bba, su esposa, se deshacían en lamentos ahogados por la impotencia. Pero lo peor estaba por llegar.
IV
     En la pradera, extensa hasta donde la vista podía alcanzar, medían sus fuerzas la bestia y el hijo del guerrero. Las dos bocas humeantes, los ojos de ambos lanzando llamaradas de odio, el pálpito de sus corazones latiendo al unísono, todo anunciaba el inicio de un combate que ya había sido escrito en las estrellas siglos antes. Bestia y hombre dieron un paso atrás sólo para coger impulso. El hijo del guerrero, con una mueca de desprecio, lanzó el arco lejos de sí. Ante la visión de la bestia nada de lo que le había enseñado su padre valía. De un salto, se arrojó sobre el animal, y ambos se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Durante un segundo, las pupilas del hijo del guerrero se cruzaron con las de la bestia y, con horror, el joven comprobó que había más humanidad en ellas que en las suyas propias. Finalmente, prevaleció la fuerza bruta de los puños del hombre, que con rabia abatieron los deseos de vida de la bestia, cuyo mugido de dolor llegó hasta los petrificados oídos de los hombres y mujeres de la tribu, que no podían, no querían dar crédito a lo que había pasado…
     Uno a uno fueron cortados y despedazados los machacados miembros de la bestia por las firmes manos del hijo del guerrero, que ya se veía coronado y mandando sobre sus infelices súbditos desde su trono de marfil y oro. Los pedazos de la bestia fueron colocados sobre una parihuela con una crueldad exquisita, y cargados sobre los hombros de los dos aterrorizados sirvientes que acompañaban al hijo del guerrero, que se dirigía al poblado esbozando su malévola, aunque hermosísima, sonrisa de triunfo.
     Ni vírgenes, ni antorchas, ni máscaras ni música acompañaron la entrada del victorioso y flamante nuevo primer guerrero de la aldea. Ni siquiera sus padres se atrevieron a mover un músculo. Escondidos en el templo de los sacrificios, los habitantes de la aldea contemplaron a través de las ventanas a la pobre bestia descuartizada, con sus ojillos reflejando aún el pavor de su postrer momento. El hijo del guerrero había hecho lo peor que podía hacer ser humano alguno: cebarse en su enemigo, ensañarse con él y recoger luego los despojos de la pírrica victoria. La civilización conocida estaba llegando a su fin si alguien era capaz de semejante maldad. Al cabo de unos minutos que parecieron eternos, todos se fueron congregando en torno al nuevo primer guerrero. Un lamento tremebundo cortó sus gargantas como un cuchillo cuando el hijo del guerrero clamó: “Adorad a vuestro nuevo rey, ante quien siempre deberéis caminar postrados de rodillas”. La bella E´bba se acercó a su hijo para hacerle entrar en razón, pero el primer guerrero la lanzó violentamente al suelo para que ella también se postrase en su presencia. El viejo guerrero, su esposo, corrió a su lado, dispuesto a vengar la afrenta, pero el hijo le volvió la espalda, y el padre quedó clavado en el suelo por la incredulidad, el miedo y la vergüenza. “¡Generaciones enteras perecen en el oprobio y el despropósito del último de sus representantes!”, murmuró.
     En el silencio de la noche, el guerrero dormía plácidamente, aferrado a su cetro de ébano y oro. N’ara, la muchacha escogida, se agitaba  en medio de su pesadilla, al lado del monstruo malvado y engreído, quien, exhausto, no había podido esa noche mancillar el virginal cuerpo de la joven. De repente, movida por un invisible resorte, la muchacha abrió los ojos, y, aunque al principio no pudo ver más que la bruma infiltrándose en la choza, poco a poco fue distinguiendo una silueta que parecía humana. Al principio tímidamente, luego con mayor fortaleza en la voz, susurró al viento: “¿Quién eres?”, a lo que la forma respondió: “Soy el alma del guerrero. Los dioses olvidaron colocarme en su cuerpo. Por eso es un ser malévolo, terrible y despótico. He errado perdida y la luz de tus ojos me ha hecho encontrar de nuevo el camino. Debes hacer que, dormido, me trague”. “¿Por qué debo hacerlo?”, preguntó la muchacha. “Por tu propio bien. Si no lo haces, mañana de madrugada concebirás un hijo sin alma, porque un guerrero sin alma sólo puede engendrar hijos desalmados, para desgracia de su pueblo”.
     N’ara, desesperada y sin fuerzas, veía cómo la madrugada pintaba el horizonte de plata y turquesa y aún no había pensado en la manera de hacer al guerrero tragar su alma. Al fin, casi anonadada por el miedo, probó la receta que su madre usaba para apaciguar el mal humor de su padre: muy despacio, comenzó a tocar suavemente su flauta de cáñamo. Comprobó cómo su captor sonreía de forma siniestra, y un temblor recorrió su cuerpo al ver que el del malvado se agitaba y, al fin, abría la boca. El alma, convertida en humo, penetró lentamente en el cuerpo del guerrero, al tiempo que su sonrisa se dulcificaba y su rostro se volvía apacible. Al despertar, abrazó tiernamente a la joven, que temblando como un pajarillo se entregó por entero a las caricias del hombre amoroso que con ella estaba.
     Plantada la nueva semilla de su estirpe, el guerrero salió de la aldea mientras todos dormían, avergonzado por toda una existencia dedicada a hacer daño a quienes ahora más quería. En la puerta del poblado le esperaba la bestia, milagrosamente entera. “¿Qué ha sido de tus pedazos? ¿Quién te ha cosido y devuelto a la vida?” “Tu corazón, que siempre supo”, contestó la bestia enigmáticamente. “Debes volver al poblado y criar a tu hijo en los principios que te enseñó tu padre. Una aldea sin guerrero no es aldea, y un guerrero sin aldea no es guerrero”. Entonces, el guerrero volvió a mirar los ojos de la bestia, y le complació descubrir que en ellos brillaba, misteriosa, la rueda de la vida.
El hijo del chamán (Ad’aan, en el idioma originario) y su esposa E’bba pudieron sentirse orgullosos de su hijo, el guerrero, y de su nieto. Su estirpe se extendió por todo el orbe, allende los mares y las montañas. Mientras, las mujeres, altivas descendientes de N’ara, guardamos celosamente su secreto…
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