domingo, 18 de diciembre de 2011

EN MEMORIA DE PAULINA

Por Adolfo Bioy Casares

Siempre  quise  a  Paulina.  En  uno  de  mis  primeros  recuerdos,  Paulina  y  yo  estamos 
ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina 
me  dijo:  Me  gusta  el  azul,  me  gustan  las  uvas,  me  gusta  el  hielo,  me  gustan  las  rosas, 
me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque 
en  esas  preferencias  podía  identificarme  con  Paulina.  Nos  parecimos  tan 
milagrosamente  que  en  un  libro  sobre  la  final  reunión  de  las  almas  en  el  alma  del 
mundo,  mi  amiga  escribió  en  el  margen: Las  nuestras  ya  se  reunieron.  "Nuestras"  en 
aquel tiempo, significaba la de ella y la mía. 
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de 
Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía 
y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a 
Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor 
posibilidad de mi ser,  como el refugio en donde  me libraría de mis defectos naturales, 
de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad. 
La  vida  fue  una  dulce  costumbre  que nos  llevó  a  esperar,  como  algo  natural  y  cierto, 
nuestro  futuro  matrimonio.  Los  padres  de  Paulina,  insensibles  al  prestigio  literario 
prematuramente  alcanzado,  y  perdido,  por  mí,  prometieron  dar  el  consentimiento 
cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con 
tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta 
vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. 
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia 
la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No 
me  atrevía  a  encarnar  el  papel  de  enamorado  y  a  decirle,  en  tono  solemne:  Te  quiero. 
Sin  embargo,  cómo  la  quería,  con  qué  amor  atónito  y  escrupuloso  yo  miraba  su 
resplandeciente perfección . 
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, 
y,  secretamente,  jugaba  a  ser  dueña  de  casa.  Confieso  que  esas  reuniones  no  me 
alegraban.  La  que  ofrecimos  para  que  Julio  Montero  conociera  a  escritores  no  fue  una 
excepción. 
La  víspera,  Montero  me  había  visitado  por  primera  vez.  Esgrimía,  en  la  ocasión,  un 
copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo 
del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. 
En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera 
con  toda  sinceridad  si  el  impacto  de  su  amargura  resultaba  demasiado  fuerte-,  acaso 
fuera  notable  porque  revelaba  un  vago  propósito  de  imitar  a  escritores  positivamente 
diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre 
el  violín  y  los  movimientos  del  violinista,  de  una  determinada  relación  entre 
movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una 
máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después 
el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el 
bastidor.  Hacia  el  último  párrafo,  el bastidor  aparecía,  junto  a  un  estereoscopio  y  un 
trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. 
Cuando  logré  apartarlo  de  los  problemas  de  su  argumento,  Montero  manifestó  una 
extraña ambición por conocer a escritores. 
-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. 
Se  describió  a  sí  mismo  como  un  salvaje  y  aceptó  la  invitación.  Quizá  movido  por  el 
agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, 
Montero  descubrió  el  jardín  que  hay  en  el  patio.  A  veces,  en  la  tenue  luz  de  la  tarde, 
viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere 
la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz 
lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio 
de noche. 
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en 
la casa esto es lo más interesante. 
Al  otro  día  Paulina  llegó  temprano;  a  las cinco  de  la  tarde  ya  tenía  todo  listo  para  el 
recibo.  Le  mostré  una  estatuita  china,  de  piedra  verde,  que  yo  había  comprado  esa 
mañana  en  un  anticuario.  Era  un  caballo  salvaje,  con  las  manos  en  el  aire  y  la  crin 
levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. 
Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la 
primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó 
los brazos al cuello y me besó. 
Tomamos  el  té  en  el  antecomedor.  Le  conté  que  me  habían  ofrecido  una  beca  para 
estudiar  dos  años  en  Londres.  De  pronto  creímos  en  un  inmediato  casamiento,  en  el 
viaje,  en  nuestra  vida  en  Inglaterra  (nos  parecía  tan  inmediata  como  el  casamiento). 
Consideramos  pormenores  de  economía  doméstica;  las  privaciones,  casi  dulces,  a  que 
nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de 
trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa  y los libros que 
llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a 
la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de 
Paulina querían postergar nuestro casamiento. 
Empezaron  a  llegar  los  invitados.  Yo  no  me  sentía  feliz.  Cuando  conversaba  con  una 
persona,  sólo  pensaba  en  pretextos  para  dejarla.  Proponer  un  tema  que  interesara  al 
interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía 
demasiado  lejos.  Ansioso,  fútil,  abatido,  pasaba  de  un  grupo  a  otro,  deseando  que  la 
gente  se  fuera,  que  nos  quedáramos  solos,  que  llegara  el  momento,  ay,  tan  breve,  de 
acompañar a Paulina hasta su casa. 
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e 
inclinó  hacia  mí  su  cara  perfecta.  Sentí que  en  la  ternura  de  Paulina  había  un  refugio 
inviolable,  en  donde  estábamos  solos.  ¡Cómo  anhelé  decirle  que  la  quería!  Tomé  la 
firme  resolución  de  abandonar  esa  misma  noche  mi  pueril  y  absurda  vergüenza  de 
hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada 
palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud. 
Paulina  me  preguntó  en  qué  poema  un  hombre  se  aleja  tanto  de  una  mujer  que  no  la 
saluda  cuando  la  encuentra  en  el  cielo.  Yo  sabía  que  el  poema  era  de  Browning  y 
vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de 
Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar 
con  otras  personas,  pero  estaba  singularmente  ofuscado  y  me  pregunté  si  la 
imposibilidad  de  encontrar  el  poema  no  entrañaba  un  presagio.  Miré  hacia  la  ventana. 
Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: 
-Paulina está mostrando la casa a Montero. 
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el 
libro  de  Browning.  Oblicuamente  vi  a  Morgan  entrando  en  mi  cuarto.  Pensé:  Va  a 
llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. 
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un 
momento  en  que  sólo  quedamos  Paulina,  yo  y  Montero.  Entonces,  como  lo  temí, 
exclamó Paulina: 
-Es muy tarde. Me voy.  
Montero intervino rápidamente: 
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa. 
-Yo también te acompañaré -respondí. 
Le  hablé  a  Paulina,  pero  miré  a  Montero.  Pretendí  que  los  ojos  le  comunicaran  mi 
desprecio y mi odio. 
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: 
-Has olvidado mi regalo. 
Subí  al  departamento  y  volví  con  la  estatuita  .  Los  encontré  apoyados  en  el  portón  de 
vidrio,  mirando  el  jardín.  Tomé  del  brazo  a  Paulina  y  no  permití  que  Montero  se  le 
acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. 
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. 
En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad  y con fervor. Me dije: 
Él  es  el  literato;  yo  soy  un  hombre  cansado,  frívolamente  preocupado  con  una  mujer. 
Consideré  la  incongruencia  que  había  entre  su  vigor  físico  y  su  debilidad  literaria. 
Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio 
sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. 
Aquella  semana  casi  no  vi  a  Paulina.  Estudié  mucho.  Después  del  último  examen,  la 
llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al 
fin de la tarde iría a casa. 
Dormí  la  siesta,  me  bañé  lentamente  y  esperé  a  Paulina  hojeando  un  libro  sobre  los 
Faustos de Müller y de Lessing. 
Al verla, exclamé: 
-Estás cambiada. 
-Si -respondió-.  ¡Cómo  nos  conocemos!  No  necesito  hablar  para  que  sepas  lo  que 
siento. 
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. 
-Gracias -contesté. 
Nada  me  conmovía  tanto  como  la  admisión,  por  parte  de  Paulina,  de  la  entrañable 
conformidad  de  nuestras  almas.  Confiadamente  me  abandoné  a  ese  halago.  No  sé 
cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. 
Antes  de  que  yo  considerara  esta  posibilidad,  Paulina  emprendió  una  confusa 
explicación. Oí de pronto: 
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados 
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó. 
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te 
vería. 
Yo  esperaba,  aún, la  imposible  aclaración  que  me  tranquilizara.  No  sabía  si  Paulina 
hablaba  en  broma  o  en  serio.  No  sabía  qué  expresión  había  en  mi  rostro.  No  sabía  lo 
desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: 
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos. 
-¿Quién? -pregunté. 
En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un 
impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. 
Paulina contestó con naturalidad: 
-Julio Montero. 
La  respuesta  no  podía  sorprenderme;  sin  embargo,  en  aquella  tarde  horrible,  nada  me 
conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi 
con desprecio le pregunté: 
-¿Van a casarse? 
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. 
Después me encontré solo. Todo era absurdo.  No había una persona más incompatible 
con  Paulina  (y  conmigo)  que  Montero.  ¿O  me  equivocaba?  Si  Paulina  quería  a  ese 
hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que 
muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. 
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al 
estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, 
con asco . 
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo 
esa tarde. 
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque 
los  había  pasado  con  Paulina)  a  la  ulterior  soledad,  los  recorría  y  los  examinaba 
minuciosamente  y  volvía  a  vivirlos.  En  esta  angustiada  cavilación  creía  descubrir 
nuevas  interpretaciones  para  los  hechos.  Así,  por  ejemplo,  en  la  voz  de  Paulina 
declarándome  el  nombre  de  su  amado,  sorprendí  una  ternura  que,  al  principio,  me 
emocionó.  Pensé  que  la  muchacha  me  tenía  lástima  y  me  conmovió  su  bondad  como 
antes me conmovía su amor.  Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para 
mí sino para el nombre pronunciado. 
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, 
la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. 
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo 
dijera,  comprendí  que  su  aparición  era  furtiva.  La  tomé  de  las  manos,  trémulo  de 
agradecimiento. Paulina exclamó: 
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. 
Tal  vez  creyó  que  había  cometido  una  traición.  Sabía  que  yo  no  dudaba  de  su  lealtad 
hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si 
no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente: 
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. 
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella 
había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. 
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el 
ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. 
-Buscaré un taxímetro -dije. 
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: 
-Adiós, querido. 
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los 
ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos 
y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. 
Rayos  de  luz  lila  y  de  luz  anaranjada  se  cruzaban  sobre  un  fondo  verde,  con  boscajes 
oscuros.  La  cara  de  Montero,  apretada  contra  el  vidrio  mojado,  parecía  blanquecina  y 
deforme. 
Pensé  en  acuarios,  en  peces  en  acuarios.  Luego,  con  frívola  amargura,  me  dije  que  la 
cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, 
que habitan el fondo del mar. 
Al  otro  día,  a  la  mañana,  me  embarqué.  Durante  el  viaje,  casi  no  salí  del  camarote. 
Escribí y estudié mucho. 
Quería  olvidar  a  Paulina.  En  mis  dos  años  de  Inglaterra  evité  cuanto  pudiera 
recordármela:  desde  los  encuentros  con  argentinos  hasta  los  pocos  telegramas  de 
Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con 
una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de 
noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. 
Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. 
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que 
tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí 
alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos 
de  alegría  y  de  congoja  que  yo  había  conocido.  Entonces  tuve  una  revelación 
vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente 
manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba 
por la ventana, la luz de Buenos Aires. 
A  eso  de  las  cuatro  fui  hasta  la  esquina  y  compré  un  kilo  de  café.  En  la  panadería,  el 
patrón  me  reconoció,  me  saludó  con  estruendosa  cordialidad  y  me  informó  que  desde 
hacia  mucho  tiempo -seis  meses  por  lo  menos- yo  no  lo  honraba  con  mis  compras. 
Después  de  estas  amabilidades  le  pedí,  tímido  y  resignado,  medio  kilo  de  pan.  Me 
preguntó, como siempre:  
-¿Tostado o blanco? 
Le contesté, como siempre:  
-Blanco. 
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío. 
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una 
taza de café negro. 
Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, 
que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus 
manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. 
Su  llegada  ocurrió  así:  tres  golpes  resonaron  en  la  puerta;  me  pregunté  quién  sería  el 
intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. 
Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó 
que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, 
los  antiguos  errores  de  nuestra  conducta.  Me  parece  (pero  además  de  recaer  en  los 
mismos  errores,  soy  infiel a  esa  tarde)  que  los  corrigió  con  excesiva  determinación  . 
Cuando  me  pidió  que  la  tomara  de  la  mano  ("¡La  mano!",  me  dijo.  "¡Ahora!")  me 
abandoné  a  la  dicha.  Nos  miramos  en  los  ojos  y,  como  dos  ríos  confluentes,  nuestras 
almas  también  se  unieron.  Afuera, sobre  el  techo,  contra  las  paredes,  llovía.  Interpreté 
esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión 
de nuestro amor. 
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la 
conversación  de  Paulina.  Por  momentos,  cuando  ella  hablaba,  yo  tenía  la  ingrata 
impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las 
ingenuas  y  trabajosas  tentativas  de  encontrar  el  término  exacto;  reconocí,  todavía 
apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. 
Con  un  esfuerzo  pude  sobreponerme.  Miré  el  rostro,  la  sonrisa,  los  ojos.  Ahí  estaba 
Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. 
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el 
marco de guirnaldas, de coronas  y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si 
descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por 
la  separación,  que  me  había  interrumpido  el  hábito  de  verla,  pero  que  me  la  devolvía 
más hermosa. 
Paulina dijo: 
-Me voy. Julio me espera. 
Advertí  en  su  voz  una  extraña  mezcla  de  menosprecio  y  de  angustia,  que  me 
desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado 
a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. 
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la 
calle.  No  la  encontré.  De  vuelta,  sentí  frío.  Me  dije:  "Ha  refrescado.  Fue  un  simple 
chaparrón". La calle estaba seca. 
Cuando  llegué  a  casa  vi  que  eran  las  nueve.  No  tenía  ganas  de  salir  a  comer;  la 
posibilidad  de  encontrarme  con  algún  conocido,  me  acobardaba.  Preparé  un  poco  de 
café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. 
No  sabía  siquiera  cuándo  volveríamos  a  vernos.  Quería  hablar  con  Paulina.  Quería 
pedirle  que  me  aclarara  unas  dudas  (unas  dudas  que  me  atormentaban  y  que  ella 
aclararía  sin  dificultad).  De  pronto,  mi  ingratitud  me  asustó.  El  destino  me  deparaba 
toda  la  dicha  y yo  no  estaba  contento.  Esa  tarde  era  la  culminación  de  nuestras  vidas. 
Paulina  lo  había  comprendido  así.  Yo  mismo  lo  había  comprendido.  Por  eso  casi  no 
hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) 
Me  parecía  imposible  tener  que  esperar  hasta  el  día  siguiente  para  ver  a  Paulina.  Con 
premioso  alivio  determiné  que  iría  esa  misma  noche  a  casa  de  Montero.  Desistí  muy 
pronto;  sin  hablar  antes  con  Paulina,  no  podía  visitarlos.  Resolví  buscar  a  un  amigo -Luis  Alberto  Morgan  me  pareció  el  más  indicado- y  pedirle  que  me  contara  cuanto 
supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. 
Luego  pensé  que  lo  mejor  era  acostarme  y  dormir.  Descansado,  vería  todo  con  más 
comprensión.  Por  otra  parte,  no  estaba  dispuesto  a  que  me  hablaran  frívolamente  de 
Paulina. Al entrar en la  cama tuve la impresión  de entrar en un cepo (recordé, tal vez, 
noches  de  insomnio,  en  que  uno  se  queda  en  la  cama  para  no  reconocer  que  está 
desvelado). Apagué la luz. 
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender 
la  situación.  Ya  que  no  podía  hacer  un  vacío  en  la  mente  y  dejar  de  pensar,  me 
refugiaría en el recuerdo de esa tarde. 
Seguiría  queriendo  el  rostro  de  Paulina  aun  si  encontraba  en  sus  actos  algo  extraño  y 
hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me 
había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad 
en las caras, que las almas quizá no comparten. 
¿O  todo  era  un  engaño?  ¿Yo  estaba  enamorado  de  una  ciega  proyección  de  mis 
preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina? 
Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y 
procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me 
olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y 
la  memoria  son  facultades  caprichosas:  evocaba  el  pelo  despeinado,  un  pliegue  del 
vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. 
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De 
pronto  hice  un  descubrimiento.  Como  en  el  borde  oscuro  de  un  abismo,  en  un  ángulo 
del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. 
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que 
la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. 
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, 
del  caballito;  el  más  reciente,  de  Paulina).  La  cuestión  quedaba  dilucidada,  yo  estaba 
tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo 
que  averiguaría  después,  patética.  "Si  no  me  duermo  pronto",  pensé,  "mañana  estaré 
demacrado y no le gustaré a Paulina". 
Al  rato  advertí  que  mi  recuerdo  de  la  estatuita  en  el  espejo  del  dormitorio  no  era 
justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto 
(en el estante o en manos de Paulina o en las mías). 
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles 
y  de  guirnaldas de madera, con Paulina  en el  centro  y  el  caballito a la derecha. Yo no 
estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago 
y  sumario.  En  cambio  el  caballito  se  encabritaba  nítidamente  en  el  estante  de  la 
biblioteca.  La  biblioteca  abarcaba  todo  el  fondo  y  en  la  oscuridad  lateral  rondaba  un 
nuevo  personaje,  que  no  reconocí  en  el  primer  momento.  Luego,  con  escaso  interés, 
noté que ese personaje era yo. 
Vi  el  rostro  de  Paulina,  lo  vi  entero  (no  por  partes),  como  proyectado  hasta  mí  por  la 
extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. 
No  sé  desde  cuándo  dormía.  Sé  que  el  sueño  no  fue  inventivo.  Continuó, 
insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. 
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, 
iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. 
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. 
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. 
Ninguna  registraba  la  dirección  de  Montero.  Busqué  el  nombre  de  Paulina;  tampoco 
figuraba.  Comprobé,  asimismo,  que  en  la  antigua  casa de  Montero  vivía  otra  persona. 
Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. 
No  los  veía  desde  hacía  mucho  tiempo  (cuando  me  enteré  del  amor  de  Paulina  por 
Montero,  interrumpí  el  trato  con  ellos).  Ahora,  para  disculparme,  tendría  que  historiar 
mis penas. Me faltó el ánimo. 
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su 
casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la 
forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo 
que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la 
otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. 
Morgan  me  recibió  en  la  cama,  abocado  a  un  enorme  tazón,  que  sostenía  con  ambas 
manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. 
-¿Dónde vive Montero? -le pregunté. 
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan. 
-Montero está preso -contestó. 
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: 
-¿Cómo? ¿Lo ignoras? 
Imaginó,  sin  duda,  que  yo  ignoraba  solamente  ese  detalle,  pero,  por  gusto  de  hablar, 
refirió  todo  lo  ocurrido.  Creí  perder  el  conocimiento:  caer  en  un  repentino  precipicio; 
ahí  también  llegaba  la  voz  ceremoniosa,  implacable  y  nítida,  que  relataba  hechos 
incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. 
Morgan  me  comunicó  lo  siguiente:  Sospechando  que  Paulina  me  visitaría,  Montero  se 
ocultó  en  el  jardín  de  casa.  La  vio  salir,  la  siguió;  la  interpeló  en  la calle.  Cuando  se 
juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la 
Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. 
Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior 
a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años. 
En  los  momentos  más  terribles  de  la  vida  solemos  caer  en  una  suerte  de 
irresponsabilidad  protectora  y  en  vez  de  pensar  en  lo  que  nos  ocurre  dirigimos  la 
atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: 
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? 
Morgan se acordaba. Continué: 
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, 
¿qué hacía Montero? 
-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: 
se miraba en el espejo. 
Volvía  a  casa.  Me  crucé,  en  la  entrada,  con  el  portero.  Afectando  indiferencia,  le 
pregunté: 
-¿Sabe que murió la señorita Paulina? 
-¿Cómo  no  voy  a  saberlo? -respondió-.  Todos  los  diarios  hablaron  del  asesinato  y  yo 
acabé declarando en la policía. 
El hombre me miró inquisitivamente. 
-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? 
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado 
con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los 
ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. 
Después  me  encontré  frente  al  espejo,  pensando:  "Lo  cierto  es  que  Paulina  me  visitó 
anoche.  Murió  sabiendo  que  el  matrimonio  con  Montero  había  sido  un  equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para 
completar  su  destino,  nuestro  destino".  Recordé  una  frase  que  Paulina  escribió,  hace 
años,  en  un  libro: Nuestras  almas  ya  se  reunieron.  Seguí  pensando:  "Anoche,  por  fin. 
En  el  momento  en  que  la  tomé  de  la  mano".  Luego  me  dije:  "Soy  indigno  de  ella:  he 
dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte". 
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan 
cerca. 
 
Yo  me  debatía  en  esta  embriaguez  de  amor,  victoriosa  y  triste,  cuando  me  pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, 
se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una 
fulminación, me alcanzó la verdad. 
Quisiera  descubrir  ahora  que  me  equivoco  de  nuevo.  Por  desgracia,  como  siempre 
ocurre  cuando  surge  la  verdad,  mi  horrible  explicación  aclara  los  hechos  que  parecían 
misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman. 
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo 
abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. 
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi 
viaje.  Montero  la  siguió  y  la  esperó  en  el  jardín.  La  riñó  toda  la  noche  y,  porque  no 
creyó  en  sus  explicaciones -¿cómo  ese  hombre  entendería  la  pureza  de  Paulina?- la 
mató a la madrugada. 
Lo  imaginé  en  su  cárcel,  cavilando sobre  esa  visita,  representándosela  con  la  cruel 
obstinación de los celos. 
La  imagen  que  entró  en  casa,  lo  que  después  ocurrió  allí,  fue  una  proyección  de  la 
horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y 
tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no 
faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera 
de  mi  viaje- no  oí  la  lluvia.  Montero,  que  estaba  en  el  jardín,  la  sintió  directamente 
sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. 
Después me encontré con que la calle estaba seca. 
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero 
quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. 
No  me  reconocí  en  el  espejo,  porque  Montero  no  me  imaginó  claramente.  Tampoco 
imaginó  con  precisión  el  dormitorio.  Ni  siquiera  conoció  a  Paulina.  La  imagen 
proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, 
hablaba como él. 
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de 
que  Paulina  no  volvió  porque  estuviera  desengañada  de  su  amor.  Es  la  convicción  de 
que  nunca  fui  su  amor.  Es  la  convicción  de  que  Montero  no ignoraba  aspectos  de  su 
vida  que  sólo  he  conocido  indirectamente.  Es  la  convicción  de  que  al  tomarla  de  la 
mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de 
Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces. 
FIN 

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