domingo, 20 de noviembre de 2011

EL HOMBRE SOLITARIO Y LA MUJER DE NEGRO

Un relato de Paqui Castillo  

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Tuvo una pequeña oportunidad para cambiar su suerte, pero no supo aprovecharla. Tuvo un diminuto mundo en sus manos, pero lo estrelló contra la pared sin consideración alguna hacia los que habitaban en él. Fue un dios atronador, un rey sin trono y un bohemio etílico que gastaba sus escasos ahorros en alcohol. Dejó esposa e hijos y un trabajo digno para irse a recorrer el universo en correrías infinitas por carreteras desiertas y desangelados parajes de ultrajada belleza. Un buen día marchó a una isla desierta portando sólo un portaminas y, con escarcha en la mirada, contempló embelesado la noche naciendo como por encantamiento en la colina del silencio. Estaba solo, y no tenía más amigos que una botella de tequila y un erizo de mar. Oyó el sonido de las olas y se sintió reconfortado ante el recuerdo de los personajes de sus novelas, a los que había aniquilado, uno a uno, antes de su marcha definitiva. Todavía podía escuchar el lamento de sus miserables voces suplicantes…
No tengo por qué dar explicaciones sobre mi vida anterior, pero lo haré por ti, mi querido amigo en forma de erizo de mar, con la luna como testigo y el viento como compadre de viejas borracheras. Era un escritor de éxito, lo tenía todo. La editorial para la que trabajaba me había pedido un nuevo libro sobre la época imperial de España, el país maldito. Mi esposa me había comunicado el sexo del nuevo bebé, una niña, a la que pondríamos el nombre de Esmeralda. No podía pedir más. Todos los días rezaba al buen Dios por los dones que había recibido y que él me había hecho multiplicar con creces. Pero un día me sentí terriblemente solo y desnudo. Dejé de creer en los sueños por los que antes había luchado, y me hundí en una depresión. Me despedí de la editorial porque ya no era capaz de cumplir el encargo, a pesar de que mi visita a España me había llenado de ideas frescas y nuevas para el ensayo. Uno a uno fui destruyendo todos mis libros, los que antaño había escrito con tanto ardor, a pesar de que los personajes gritaban y aullaban retorciéndose de dolor en la pira funeraria que les había preparado a conciencia. Dije a mi mujer que me marchaba no sabía a dónde a ciencia cierta, y que tardaría nueve milenios y una noche en volver, y que no me esperara despierta. Ella no se quejó, tan sólo cerró los ojos y me dijo adiós en silencio, tocándose el bulto hinchado de su vientre y jugueteando con los rizos de su cabellera azul.
El erizo no le contestó enseguida, sino que hizo algunos aspavientos girando sus bracillos como aspas de molino. Luego le dedicó una sonrisa beatífica, como diciéndole “No te rindas, yo estoy contigo”, pero el hombre solitario sentía que su destino estaba decidido, que nada ni nadie podría ayudarle. Recordó las postrimerías de un lejano amor allá en los tiempos de su primer viaje a España. Era un jueves de abril, durante una procesión de Semana Santa. Ella iba vestida de riguroso luto, como hacían las antiguas viudas, pero era tan joven y hermosa como una aparición morena. Su sonrisa era tan sensual como inocente, y su rostro la paleta de un pintor divino. Ella estaba delante del trono, un pequeño Cristo enclavado en una ermita, y cantaba una canción que por algún motivo el hombre solitario no podía recordar con precisión. Él tomaba notas del ambiente, de los comentarios y de las costumbres rituales de aquellas gentes sencillas, pero no cesaba de mirarla. Ella clavó sus ojos en él una o dos veces, y después el trono se puso en movimiento, y se perdió en la vorágine de cabezas y brazos que se desgañitaban por llevar al Cristo en hombros.
Te contaré un secreto, querido erizo: una vez me enamoré de verdad. Fue un amor de juventud, allá en Andalucía. Sólo duró unos segundos, pero me resultaron tan intensos como una vida entera. Sé que ella me miró, porque yo la miré cuando me miraba, y sé que me sonrió, porque mi sonrisa capturó la suya como la red atrapa a la mariposa. Era una joven viuda, de unos dieciocho años; en aquel país las personas se casan muy jóvenes, casi niñas. Aquella era una niña-mujer de complexión extremadamente esbelta, de grandes y brillantes ojos castaños y dulce expresión de beatitud angélica. La quise desde el primer momento, la deseé con todas mis fuerzas, con los ojos cerrados y la respiración agitada, y la odié enseguida, con toda la furia de los celos desatados. Calculaba la distancia que nos separaba milímetro a milímetro, como si de repente se hubiera abierto un abismo entre nosotros, un tiempo de espacios superpuestos.
El erizo asintió con la cabeza, como diciendo “No sigas, estoy emocionado”. El hombre solitario dirigió la vista hacia el horizonte, donde explotaba la densidad cromática de una aurora boreal, y sacó su cuaderno. El erizo le reprendió con la mirada, como diciendo “Dijiste que habías roto con tu pasado. ¿Por qué vuelves a escribir?”. Pero el hombre lo ignoró abiertamente y siguió escribiendo. Le había entrado la vena romántica y deseaba plasmar con palabras lo que estaba viendo: las rocas, de materia gris plomiza, el cielo, amarillo como un desierto infinitesimal, el día muriendo bajo las olas que rompían en la playa...
Cuando escribo me acuerdo de la mujer de negro. He sido muy feliz con mi esposa y mis hijos durante dos décadas de mi vida, pero no puedo olvidarme de ella, de su inquieta presencia que  acobarda mi espíritu. Me casé cuando tenía veinticinco años, con una hermosa mujer de pelo azul que me ha dado cuatro hijos. Ella nunca me reprochó mi vida de escritor licencioso y viajero, amante de las juergas y el vino, y ha sabido llevar mi genio de crápula con una silenciosa sabiduría. Sé que me ama, y que por eso ha perdonado mi marcha. Ella conoce el episodio de la misteriosa mujer de negro, porque me lo ha oído relatar en sueños, pero lo ha sobrellevado con una calma escalofriante. No se ha limitado a quererme, sino que además me ha respetado como nadie antes, y ha comprendido que mi alma navega a la deriva entre dos aguas. Si me dieran a elegir entre la mujer de negro y mi mujer de pelo azul, me entraría la duda, ahora que  he aprendido a olvidar a la primera y he perdido a la segunda.
El erizo escuchaba embelesado el relato del hombre solitario, sin atreverse a mover un músculo del cuerpo. Parecía como si dijese “Qué preciosa historia de amor dual has vivido”. El hombre seguía escribiendo, pero la inspiración parecía no acompañarle. Ya no se acordaba de las palabras: había vivido tanto tiempo en la isla que el lenguaje escrito le costaba un millón de sufrimientos. A pesar de que de cuando en cuando trazaba letras en la playa, ya casi no recordaba sus nombres y confundía unas con otras. El erizo no tenía razón, porque el hombre solitario había roto consigo mismo hacía mucho tiempo, desde que dejara a la mujer de pelo azul, silenciosa y bella como una cobra, acostada en el tálamo nupcial.
La mujer de la que me enamoré se llamaba María. Lo sé porque llevaba un colgante con su nombre inscrito. A pesar de la distancia, pude leerlo, saborearlo, olerlo casi. Recuerdo cómo la fina cadena titilaba al moverse ella buscando una caricia del sol, y su pelo revuelto ondulando en el aire como una corriente de azabache líquido o una tormenta de primavera. Era como una visión que a mí, poeta irreverente, me hizo estremecer hasta la médula de los huesos. Recuerdo que, en medio del bullicio, se acercó para besar a una niña vestida de blanco, y entonces yo me quedé inmóvil observando la escena. Su sonrisa deslumbraba, su pelo zaino despedía destellos de plata. En aquel instante me acerqué a ella y le dije un “hola” tímido que todavía resuena en mis oídos. Ella no me escuchó, y siguió andando entre el gentío. Yo la seguí a duras penas con el corazón en la garganta y el pulso acelerado, pero la perdí, la perdí para siempre.
El erizo no daba crédito a sus oídos, y miró al hombre solitario como diciendo “que amor tan desgraciado”, pero permaneció silencioso oteando el horizonte, por si aparecía alguna pista que diera con la clave de los amores perdidos en el tiempo. El hombre suspiró profundamente, y se dejó mecer por la tristeza. El recuerdo de la mujer de negro le llenaba de melancolía y de nostalgia, pero no tenía más remedio que volver a sus quehaceres cotidianos. Dejó el cuaderno a un lado, para alivio del erizo, y encendió un fuego con leña verde. Luego, ambos se quedaron dormidos uno al lado del otro, y de esta manera les sorprendió la madrugada.
Si la volviera a ver, querido amigo, no sería tan pacato. Le hablaría en susurros de amores prohibidos, y le contaría cuentos apasionantes, cual si fuera una transfigurada Sheherezade. Iríamos a contemplar la luna llena reventando su palidez panzuda contra los acantilados, y haríamos el amor en las orillas del mar. Me pregunto cómo será ahora, si las arrugas han transformado su rostro, si las penas han jorobado su espalda, si su pelo se ha vuelto del color de la ceniza. Pero yo me la imagino tal que siempre, etérea, volátil, frágil, restallante, magnificente. La espero aquí sentado desde el principio de los tiempos, por los siglos de los siglos y, si aparece, me hará el más feliz de los hombres. María me ha atrapado en el vórtice sagaz de su naturaleza de hembra traicionera, y me tiene a su merced cual las volutas de humo en el vértice de una montaña.
El erizo mostró su comprensión con un leve movimiento de cabeza. Miraba fijamente al hombre, como queriendo desentrañar los secretos de su mente bulliciosa, pero permaneció silencioso y en calma. El horizonte paría el día ensangrentando las nubes, y entonces ambos se pusieron de rodillas a esperar la alborada. En la orilla, de repente, aparecieron unas huellas pequeñas, pero tan fijas y precisas que parecían conocer el destino de su marcha. El hombre solitario y el erizo llegaron a la conclusión de que las habían dejado allí olvidadas durante la noche, y se acercaron a verlas. Allá abajo había una inscripción en español que el hombre, en medio de grandes esfuerzos, pudo traducir como “te espero”. Más allá, en la cabaña del viejo pescador, muerto hacía siglos, un humo anaranjado delataba vida. El hombre solitario cogió al erizo en brazos y caminó entre ilusionado y torpe hacia la cabaña, presintiendo cosas hermosas. Cuando llegaron ante la puerta, los dos se miraron de hito en hito. El hombre parecía dubitativo, pero el erizo le animó a seguir adelante.
No sé qué habrá detrás de esa puerta, querido amigo. No me atrevo a entrar. Ya sé que tú dices que  no soy un cobarde, pero la perspectiva de encontrarla después de tantos años de soledad y silencio me llena de un clamoroso miedo. Dime que esto es mentira, que es un sueño de mi mente cansada, que estoy en casa dormido junto a mi mujer de pelo azul a la que no amo y que voy a despertarme con el recuerdo de la mujer de negro a la que sí amo y que está detrás de esa puerta onírica que es como un descenso a los infiernos.
El erizo no hizo señal alguna, pero animó al hombre a continuar adelante. El hombre empujó la puerta lentamente, sin ruido, y ambos penetraron en la estancia. Todo estaba en quietud. En la chimenea crepitaba el fuego azul y amarillo que ambos habían contemplado desde la lejanía. El hombre dejó al erizo en el suelo, y se dirigió a las llamas, atraído por una corriente de fuerza irresistible. Dentro del fuego, como por arte de magia, estaba ella, la mujer de negro, sonriendo como sólo ella sabía hacerlo. Su mirada provocadora le invitaba a placeres prohibidos, su cuerpo danzaba entre las llamas como una flamígera tentación. El hombre se dejó llevar, y penetró en el fuego. La contempló una vez más, etérea como el viento, calcárea cual roca. Ambos se fundieron en un abrazo apasionado e infinito. “Te amo”, dijo la mujer de negro. Y estas fueron sus últimas palabras, porque el hombre solitario silenció su boca con  implacables besos.
El erizo marchó hacia el campamento. Se había quedado solo, pero comprendía que la felicidad del hombre solitario era lo más importante. Cuando llegó a la colina, cerró los ojos, inspiró hondo y dejó emitir un lamento que llegó hasta las montañas y reverberó largo tiempo entre el roquedo.
El día se terminaba por fin, dejando al paisaje sumido en una negrura abismal. Entonces el erizo escuchó las señales del viento, y con el rostro velado por las lágrimas contempló por última vez la cabaña del viejo pescador, allí donde dos cuerpos se habían confundido en uno y dos almas habían partido a un lugar improbable y lejano del que no regresarían. Y se dejó morir, a través del silencio que era como una entelequia conocida de consistencia aterradora. Unos segundos después, arribó la calma al campamento, y la noche cubrió el cielo con su manto de estrellas. El viento borró las huellas, las palabras, las emociones, los signos escritos en la arena, y el vendaval se llevó de la faz de la tierra las últimas señales del hombre solitario. Una mano caritativa recogió las cenizas de esta historia y se las entregó a una mujer de pelo azul que dormía en la cama de un hospital junto a una pequeña criaturita extraordinariamente parecida a su padre. Entonces la mujer las encerró en una urna de cristal, y todas las noches relataba la historia a su hijita. No había rencor en su voz, ni odio en su mirada, tan sólo un vago sentimiento que llenaba su mente de una lejana sinfonía a partes escuchada:

 El amor es como escarcha,
como el agua quema,
 como nieve duele,
como nube transporta al otro mundo,
 como viento proclama su supremacía
en la cima de las montañas.
El amor es esto,
dolor candente
que para siempre nos marca.

2 comentarios:

  1. Pareciera que sólo las historias imposibles, las que duran un instante, son las que más intensidad de sentimientos nos desatan.Nos torturan, nos hacen soñar y nos deleitan con utopías de sueños inalcanzables.
    ¡Qué bonito el relato! Mientras lo leía sentía la desdicha del hombre que se quedó toda una vida esperando vivir un historia que tenía al alcance de su mano, en sus sueños.

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  2. Sí, fíjate, y por extraño que parezca, es totalmente autobiográfico, aunque los papeles están cambiados. Basado en una historia real, sucedida en una bajada del Cristo de la Sierra, en un encuentro con un viejo amor hoy, por fortuna, olvidado.
    Y absolutamente irrealizable, aún en sueños...

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