martes, 11 de octubre de 2011

EL LOCO DE KIEV (CUENTO DE TERROR)

Por Paqui Castillo Martín


Carta abierta a las autoridades del sanatorio de Dubrovnik
Lo que voy a contar no es de mi agrado, como no creo que sea del agrado de ustedes el escucharlo. Sin embargo, se trata del último recurso que me queda para probar que no estoy loco, que no soy un monstruo demente que se alimenta de sus propios delirios. El único monstruo de esta historia anda suelto por las calles de la vieja Rusia, trasmuta su falsa identidad por otra nueva a cada cambio de estación de tren, lee el Pravda en el café central de Moscú y se pasea por las alamedas de Tirnovo con la cabeza inclinada sobre el regazo de alguna espigada e ingenua señorita de provincias. Quién sabe cuántos sacrilegios más habrá cometido a mi costa, dejando en el escenario de sus crímenes objetos que algún día me pertenecieron y que desaparecieron misteriosamente cuando se marchó de mi casa…Ya nadie le recuerda…Todos creen que ha muerto y quizás tengan razón, pues sospecho que nunca ha vivido…
He cruzado un continente huyendo de mi enemigo, que me persigue veloz como el viento siberiano con el afán de destruirme. Busqué refugio en las umbrosas tierras del Mediterráneo, y comencé un peregrinaje a Roma que parece haber durado un destierro en el séptimo círculo de los infiernos. Creyendo que al encontrarme en lugar consagrado la maldición cesaría, me dispuse a pedir asilo en un monasterio perdido entre montañas de caliza que ceñían, especie de fortaleza de roca y musgo, el pequeño cenobio. Ante sus puertas llegué descalzo, en estado de agitación extrema, balbuciendo incoherencias que los monjes, desconocedores de mi lengua, interpretaron como una inequívoca señal de la presencia del maligno en mi espíritu, donde creían que se libraba una batalla en la que mis escasas fuerzas congregadas estaban en desventaja frente a sus satánicos ejércitos. Mientras me hundía en la inercia de la espera, caí gravemente enfermo. Tras cinco jornadas de fiebres y agonías mortales, y gracias a los cuidados de los siervos de la orden, acabé sanando, aunque únicamente de las heridas del cuerpo, porque las otras ya no tendrían cura: esa profunda llaga que el dolor había producido en mi mente me había convertido en un neurasténico, pero en modo alguno en un lunático, como yo insistía a mis amables benefactores. No hablo italiano y, como ya les he dicho, ellos no entendían mi idioma. Para hacerles comprender, yo trazaba dibujos en la arena del patio. Les intentaba contar por gestos el fondo de verdad que latía en mi espantoso relato, hasta que vi en sus ojos reflejadas la piedad y la lástima. Creí morirme de nuevo. Hubiese preferido la aversión, el odio que se experimenta ante el rival en la batalla, que la comprensión fraternal que recibe el desahuciado al que no le quedan esperanzas. Con esta sentencia, viajé escoltado por el propio abad y un intérprete reclutado en Roviro, cerca de Ferrara, hasta un sórdido asilo que la orden posee en Croacia. Nos detuvimos en la antigua ciudad imperial de Trieste para cambiar nuestras exhaustas mulas por otras de refresco, momento que aproveché para escribir a Novgorod solicitando informes que probaran de una vez por todas la existencia de mi demonio personal. Fue en el carruaje, de nuevo en marcha hacia Croacia atravesando caminos polvorientos, cuando el prior me comunicó, por medio de nuestro común intérprete, lo que nunca hubiera imaginado. No había un solo dato referente a su persona. Ni actas de nacimiento, ni registros parroquiales, ni partidas de bautismo…vacío total. La desesperación me hizo en aquel instante desear abandonar la lucha, desintegrarme hasta desaparecer, cobijado por la dulzura de un sueño eterno que es antesala de la nada más absoluta. Y, sin embargo, me aferraba a la vida como un poseso. Era terriblemente consciente de que ya nunca más mis ojos verían la luz del sol y, sin embargo, quería seguir oyendo los pálpitos de mi pobre pecho cautivo…
De mi confinamiento monástico en Italia pasaré a mi encierro a perpetuidad en el sanatorio estatal de Dubrovnik. Si esta carta no lo remedia, me veré condenado al aislamiento de una cárcel sin más salida al exterior que una húmeda grieta, completamente solo y lejos de la adorada quietud de mis días kievinos. Pero, ¡ay de mí si él me encuentra! Entonces, ya no habrá salvación posible. ¡Sí, él, el monstruo! Maldigo la hora en que tuve la desdicha de conocerle, como ustedes también lo harán en cuanto conozcan los pormenores de la sórdida aventura…
En aquella época, yo vivía en el viejo caserón que daba al río. Había pertenecido al barón Petrovsky, muerto en emboscada vil en la guerra de Francia contra Prusia. Era una construcción imponente, inabarcable, carcomida durante décadas por bíblicas generaciones de diminutos insectos que por la noche parecían cobrar vida, llenando las estancias con el tétrico murmullo de su crujir de alas. Las habitaciones, orientadas al Norte, permanecían frías, herméticamente cerradas, y desprendían un vaho que al condensarse en los cristales delineaba las huellas de unas manos pequeñas, como de niño. Mi cuarto se abría a un balcón donde deshojaba, igual que témpanos de hielo quebrados por la última luz del invierno boreal, una enredadera salvaje hética y mustia como las pupilas de una tísica. Un cementerio gótico, que todavía era usado ocasionalmente para el entierro de los feligreses de la parroquia, era mi único paisaje, sólo perturbado por el torpe vuelo ocasional de algún batallón de plateadas moscas en busca del cáliz aún tibio de los crisantemos. La aurora dibujaba extrañas sombras en los nichos, en las cruces griegas titilaban los reflejos multicolores del cercano Dniéper. La campana de la iglesia llamaba a sus fieles a la oración y el recogimiento de la misa de réquiem. Algunos aldeanos esperaban en el pórtico para recibir la bendición del sacerdote. A veces les sorprendía observando la casa y, cuando nuestras miradas coincidían a través del terso tejido de los cortinajes de mi lecho, se persignaban con pertinacia de autómatas. Era como si aquella casa y todo lo que ella contenía les inspirase un terror reverencial que rayaba en lo supersticioso…
Juri Mijailovitch era, por aquel entonces, un simple compañero de estudios. Le recuerdo tal como si estuviera contemplando su retrato: garboso, moreno, de hombros recios y ojos cautivadores cubiertos siempre por una sombra de tristeza. Su corpulencia física, herencia de algún antepasado mujik, chocaba con sus refinados ademanes de cortesano boyardo. Poco a poco, a medida que iba avanzando el curso escolar, y con él la primavera, empecé a tratarle más intensamente y, para cuando finalizaron los exámenes de junio, éramos los mejores camaradas que hallarse pudieran en todo el gran reino de Rusia. Pero había algo en él que no terminaba bien de definir, una especie de fuerza cósmica e instintiva que hacia su persona me llevaba desde la atracción hipnótica hasta la repulsión extrema. Algunos sábados venía a verme a Kiev por espacio de unas horas, para volver a Novgorod a la caída de la tarde. Nuestras excursiones comenzaban en el trasmuro del cementerio, y terminaban a orillas del Dniéper. Por el camino me contaba mil y una historias que yo escuchaba embebido en los suaves armónicos de su profunda y cavernosa voz de barítono. Parecía alegre y sin embargo…¡cuánta amargura desprendían sus palabras, resucitadas por su boca de los libros secretos que moran en las catacumbas subterráneas donde nunca amanece!
Llevado por el deseo de conocer incluso los más nimios detalles que rodeaban su misterioso pasado, decidí invitarle a compartir conmigo las festividades de san Danilo en la vieja casa. Chirriaba el acero del vetusto portalón ante el peso de su formidable brazo. Había en su rostro yerto una expresión de calmado regocijo y, por el modo desenvuelto en que se paseaba por el recibidor, supe que mi lúgubre morada le era, de una manera indefinible, naturalmente familiar. Por eso no me extrañó el tono enérgico con el que me ordenó recoger el equipaje del suelo. Desde aquel momento y lugar, Mijailovitch era el amo del antiguo solar palaciego, y yo su humilde servidor.
La primera noche cenamos juntos en la terraza del jardín, mientras contemplábamos el espectáculo de fuegos artificiales en honor del santo. Creo que bebí demasiado, aunque no lo suficiente como para no comprobar que mi ilustre convidado no había tocado su plato. Levantamos la mesa y jugamos una partida de naipes. Mijailovitch se desveló como un consumado maestro: en la primera ronda perdí diez rublos, en la segunda quince y, de haber habido una tercera, de seguro también  habría perdido mi alma al apostarla. A partir de aquel momento, mis recuerdos son confusos, y se mezclan entre sí difuminados por los vapores de la absenta. Tambaleándome, me arrastré hasta la última planta, en dirección a los dormitorios. Mi honorable condiscípulo me esperaba en el pasillo. Había sido un día largo, estaba cansado, me dijo, clavando su mirada oblicua en mi rostro desencajado por los efluvios del alcohol. Mientras Mijailovitch hablaba, me sentía caer en el vértigo algodonoso de un letargo de mórbidos brazos, sintiendo cómo todo mi ser se veía arrastrado sin remisión al fondo del abismo. La absenta, sus ojos…en el pasillo se levantaban pequeños torbellinos que giraban lentamente hasta hacerme perder la noción del espacio. La absenta, sus ojos…advertía cadavéricos espectros que se asomaban a la dimensión de los vivos a través de los espejos…Me desplomé como un muñeco, y todo lo que era capaz de evocar eran el sabor de la absenta en la garganta y el color de sus ojos en la penumbra.
Sé que desperté al oír un grito lujurioso, seguido de una risa singular que me hizo estremecer hasta la misma médula de los huesos. Me acerqué sigilosamente a la ventana, atento a la fuente sonora que parecía provenir del camposanto. La luna troquelaba caprichosas geometrías en las tumbas, proyectando las sombras del cementerio en el trasmuro. De repente una forma que no era animal ni humana apareció entre las losas. Mantenía ocultas sus facciones, ayudado por una amplia capa de tafetán negro que se me antojó infinita como el crepúsculo sobre los cipreses de los jardines de Smolensko. Sus dedos, desnudos y largos, forzaban una lápida haciendo saltar los tornillos. Con horror comprobé cómo la inconmovible criatura dejaba caer la losa al suelo y se afanaba por abrir la sepultura. Era una de las más recientes del camposanto, la de aquella muchacha, Kaila Adrianova, muerta a la flor de sus quince años la misma víspera de la fiesta del santo. Su cuerpo debía estar aún caliente, y las rosas de su tumba, frescas. ¡No, no, me resistía a dar crédito a lo que estaba viendo! Era testigo de un repugnante espectáculo: aquella criatura, animal o humana, trasgo, duende o demonio, se alimentaba de las vísceras de su víctima escogida. Cerré los párpados con fuerza, invocando a ese Dios del que hacía mucho creía haber renegado. Sentía mi respiración agitarse como un potro sin bridas. Mis piernas se doblaban bajo el impulso imperioso de un sentimiento que hacía ya mucho había traspasado los límites de la palabra miedo. Antes de caer en el precipicio nebuloso de la inconsciencia, volví la mirada hacia el altar sacrílego donde se había oficiado el macabro ritual, y vi cómo unos ojos como ascuas resplandecientes devoraban los míos envolviéndolos en la fatalidad de su brillo siniestro.
El alba cubrió mi desnudez con los colores de su pálida paleta. Sentía dentro de mí una concertina de pífanos magiares pulsando sus metálicos aullidos al compás del universo. Luego vino una ducha fría y, después, el forzado hábito de quien se viste como si fuera a acudir a su propio entierro. Mi estado era lamentable; no podía sacar de mi cabeza la increíble escena del camposanto, ni pedir a mis sentidos que olvidaran lo vivido y lo bebido aquella noche. Pero, a medida que transcurría la mañana, se iban desvaneciendo mis miedos como hilachos de bruma montañesa. Quizás todo había sido fruto de la imaginación, una quimera, la última escala del viaje de trasnoche de un bohemio borracho. Reconfortado, bajé a la terraza, donde Mijailovitch me esperaba desde hacía rato. El café se le enfriaba sobre la mesita del servicio. Me fijé en que sus pálidas mejillas habían cobrado un tinte rosáceo. Sus labios, oscuros de ordinario, cual si el torrente sanguíneo circulara perezosamente por ellos, se abrían hoy en una mueca burlona de insólita turgencia. Animado por su buen aspecto, y atraído hacia él como nunca, le propuse dar un breve paseo desde el cementerio al río, como solíamos hacer otras épocas del año. Hablamos todo el rato: se mostraba halagador, pertinente, locuaz y, sin embargo, nunca me había parecido más conmovedor, más trágico…
La cena fue deliciosa y la conversación, excelente. A mi no me importó siquiera que Mijailovitch apenas probara el delicado faisán en salsa tártara. Estábamos, como la vez anterior, en el jardín. La blancura lechosa de la luna, cíclope de estólida roca, iluminaba su tez, los pliegues de su abrigo, las aristocráticas manos de largos dedos, semiocultas por los bordes irisados de una capa de tafetán negro inmensa como la noche.
Le sonrieron sólo los indecentes labios rojos mientras extraía de una caja de rapé bordada en oro lo que parecían los restos de un corazón ensangrentado…
Mis gritos alertaban a las bandadas de cuervos, haciéndoles volar en todas direcciones, sin destino aparente.
Sus ojos resplandecían en la oscuridad como carbones encendidos.
Fuente imagen www.taringa.net



4 comentarios:

  1. Muy buen relato, Paqui.

    A lo mejor el loco se había puesto hasta arriba de absenta, recobrando algo de vitalidad y buen color, y su amigo lo había imaginado todo.

    O no.

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  2. Pues sí, nunca se sabrá...este relato sigue las directrices del cuento moderno que ya analizara, en su día, Todorov. Imbuido de un fuerte psicologismo, roza las barreras de lo "maravilloso" y entra de lleno en lo "uncanny".

    Un loco que no está loco...¿o sí?

    Pendiente de vuestro juicio lo dejo.

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  3. Vaya, vaya, a veces la locura, no es tal y los sueños no son si no la realidad de lo vivido. ¿o no?
    Quizás la bebida no le hizo si no visualizar lo que no se atrevió a ver por sí mismo.
    ¡¡Muy bueno el relato!!

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  4. Sí, es muy posible que todo fuera fruto de la imaginación de este pobre hombre. De entrada comienza hipersensible, atento al menor ruido de la casa, como Roderick Usher o el protagonista de El Horla, por lo que de algún modo comprendemos (o nos atrevemos, simplemente, a atisbar), que sus sentidos están alterados. Y luego la absenta magnifica sus impresiones sensoriales. Yo personalmente creo que son los delirios de un narcótico algo neurótico, que acaba finalmente desquiciado y proyecta su manía en un personaje que, desde el primer momento, sólo existe en su imaginación.
    Pero esto es sólo una opinión...

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