jueves, 13 de octubre de 2011

EL VIAJE

Un relato de Paqui Castillo Martín

Miró el reloj: apenas eran las once en punto de una mañana fría y gris como el asfalto urbano. El paraguas le chorreaba nieve líquida desde la pernera del pantalón hasta los pies, mojando aquellas sucias zapatillas que tanto le gustaban, pero que vistas desde el ángulo muerto del espejo del autobús parecían dos tristes y sudados fragmentos de un mundo perdido: el suyo.

Cuando se subió uno de los viajeros, un perfumado dandy apoyado en un bastón con empuñadura de nácar, se levantó para dejarle su asiento y caminó casi arrastrando el peso de aquellas zapatillas muertas, intentando buscar un poco de aire en el ambiente fatigado de aquella máquina resollante que la conducía, libro entre las manos, hacia ninguna parte. Un amable viejecillo desdentado le ofreció el asiento al percibir que la chica estaba perdiendo el color en las mejillas. “No es nada, estoy bien, siga sentado”, le contestó ella agradeciendo el ofrecimiento. Lo cierto es que prefería seguir de pie para así observar subrepticiamente a la muchedumbre agolpada en cada resquicio del autobús; en el fondo se divertía adivinando caras y estableciendo parecidos con gentes del pasado que la habían marcado para siempre.
El conductor era un muchacho atractivo, vanidoso pero amigable y, según se podía deducir de su brillante alianza, cargado de responsabilidades familiares. Ella fantaseaba a menudo que se quedaban solos y entonces se proponían un viaje al fin del mundo. Cruzarían el país de arriba abajo, penetrando sus longitudinales misterios de roca y río, y a través de las ventanillas abiertas respirarían el aire amarillo y óxido del verano austral. Era un país misterioso, húmedo y exótico, que ella no conocía a fondo a pesar de haber nacido en él. La selva quedaba a unas quinientas millas de la civilización, y las montañas de nieves eternas donde antaño habían vivido los dioses estaban aún más lejos, en el infinito límite de la llanura desértica que el hombre no se había atrevido a hollar.
El conductor iba enfundado en una camisa azul que le quedaba demasiado holgada. Había heredado el trabajo de su padre, y también el uniforme. Y un par de hoyuelos encantadores que enmarcaban sus mejillas y que le hacían parecer más joven aún de lo que era. A veces ella se quedaba mirándolo descaradamente cuando al bajarse en su destino él levantaba la vista para comprobar que los viajeros se iban tan sanos y salvos como habían entrado. Entonces sus ojos se encontraban, y en los labios de ambos se dibujaba una sonrisa cómplice. Pero enseguida ella se reñía a sí misma y se decía, una y mil veces, que los hombres casados estaban expresamente prohibidos en su estricto código de conducta. “Lleva alianza, no te hagas ilusiones”, se recriminaba, al tiempo que experimentaba una sensación deliciosa de culpabilidad al notar que el joven observaba su reflejo a través del espejismo de las lunas.
Kilómetro ciento veinte, cinco paradas y bocadillo correoso de queso con aceite de oliva. La chica, cansada del juego de los parecidos imposibles, se sentó detrás de una mujer joven acompañada de su hijita. El viejecillo se encogió sobre sí mismo, buscando la postura fetal tan querida al ser humano. Apoyaba la cabeza contra el cristal de la ventana, y mientras lo hacía desprendía inconscientemente una leve vaharada que empañaba las ventanas de los demás viajeros. La noche caía sigilosamente como una serpiente pitón sobre su presa: siniestra, bella y terrible. La chica trataba de leer en las líneas del rostro del viejo el idioma antiguo de los hombres que han recorrido los caminos de la tierra. En su cara marchita se adivinaban las fatigas para llegar a fin de mes durante muchos lustros, la soledad contrita de quien no la ha elegido libremente, la enfermedad que paraliza y el miedo a la muerte. Se sorprendió de la tibieza que latía en la piel anciana al ser tocada, y sintió de repente una inmensa compasión hacia el que durante dos horas y media había sido su compañero de viaje.
“Nacemos con nuestro sino grabado a fuego en las palmas de las manos”, había leído la muchacha en alguna parte. Ahora sabía que esa afirmación no era extraña ni gratuita en un mundo sin aparente sentido. Quizás su destino era compartir pedacitos de su vida con anónimos transeúntes que al montar en el autobús cedían parte de ese anonimato en beneficio del contacto sincopado con el prójimo: colas, prisas, asientos cedidos y buenos días concedidos unían cada día a cientos de seres de múltiples patrias, lenguas, color de piel. Se regaló un minuto para pensar, mientras el paisaje agreste hacía huella en su alma, y como siempre que llegaban a la estación de servicio, bajó la última y se sentó sobre una gran roca que alguien había colocado inopinadamente en el borde derecho de la carretera.
El conductor la miró, intrigado. Sentía unas ansias irrefrenables de decirle a esa chica que no hacía otra cosa que pensar en ella. Avergonzado, se recordó a sí mismo que estaba muy por encima de sus posibilidades. Ella, una mujer fuerte y valiente que siempre viajaba sola y él, el típico soñador timorato que se colocaba una alianza falsa en el dedo porque le daba la seguridad en sí mismo de la que normalmente carecía. “Hace falta valor”, se dijo, frotándose el dedo anillado en un gesto de desesperación extrema. “Hace falta valor para estar con una chica así. Pero si ella no se atreve, tendré que dar yo el primer paso”. Allá arriba, las cordiales luces de las estrellas encendían la llama de una confabulación milenaria dictada por los antiguos dioses del amor y el desencuentro.
Kilómetro ciento cincuenta. El autobús ronroneaba quejumbrosamente mientras la aurora se filtraba por las resplandecientes ventanillas, que parecían ojos color violeta llorando lágrimas de vapor condensado. El viejecillo se agitaba espasmódicamente en su asiento, luchando por zafarse de la terrible pesadilla que le acosaba. La chica, un hombre de mediana edad que se había incorporado a la expedición en el kilómetro ochenta y una señora forrada en pieles de zorro se levantaron y acudieron presurosos a calmar al pobre anciano, quien abrió los ojos con dificultad y preguntó a la concurrencia: “¿Dónde estoy?”. El hombre de mediana edad pensó una respuesta sencilla para tan complicada pregunta y, tras dudar algunos momentos, respondió: “Nadie lo sabe. Probablemente llevamos viajando toda la eternidad, pues yo no recuerdo haber tenido una vida anterior a este viaje. Quizás sólo seamos fruto de un sueño”. Ante ellos apareció una gran llanura y, en el horizonte, los verdes irisados de una marisma habitada por caballos salvajes. Al viejo le complació la respuesta filosófica de su compañero y, sonriendo, volvió a quedarse dormido.
El conductor anunció la parada número veinte; algunos viajeros se apearon y otros nuevos llegaron, completándose el círculo perfecto de la ajetreada vida de los que continuamente se están desplazando sin moverse del sitio. A la chica le pareció agradable sentarse al lado del viejo y oír por un rato la historia de su vida: “Voy al fin del continente, al mar, a ver morir las ballenas. Quizás su contemplación me ayude a mí cuando esté en trance semejante”, musitó el anciano, con los ojos llenos de emoción. La joven comprendió, a pesar de sus pocos años, que el hombre estaba realizando el que probablemente sería su último viaje, y decidió que se quedaría con él hasta el final del trayecto. Ahora atravesaban una ciudad: rascacielos de cemento y acero se adherían al las ventanillas como visiones borrosas de anodina uniformidad monocorde.
Un hotelito en el kilómetro doscientos veinte y parada para pernoctar. El conductor se había armado de coraje y se dirigía con paso acelerado al hall de la recepción, donde la chica y el viejo departían amigablemente. “No estoy casado”, le dijo, cuando alcanzó con sus labios temblorosos la altura de las orejas de la muchacha. Ella tenía ahora en sus manos el dilema de pasar su primera noche de amor en los brazos de aquel hombre vigoroso, o continuar con su propósito de no dejar solo al anciano ni un solo minuto. El viejecillo era un hombre sabio y pudo interpretar el lenguaje de las miradas, de los gestos, de las caricias apenas esbozadas, del deseo frustrado en las retinas de los dos amantes. Así que prácticamente arrastró a la chica hasta la habitación del chófer y llamó suavemente a la puerta con sus callosos nudillos. “Hasta mañana”, dijo el viejo, con dulzura.

Las zapatillas de la chica estaban esparcidas por la habitación esperando a que su dueña se decidiera a salir de la cama. Era muy temprano, apenas las siete, cuando los enamorados se dieron los buenos días con un beso. “No tengas prisa. Nadie sabe cuánto durará este viaje, ni adónde nos llevará. Lo importante es lo que vivamos mientras, no lo que nos espera al final”, aventuró el muchacho mientras chupaba el filo mojado del primer cigarrillo de la mañana. Pero ella ya no escuchaba, y corría escaleras abajo tan rápido que peligraba el entero equilibrio del universo. En la recepción le dijeron que el anciano no había dormido en su cuarto, pero ella ya sabía que había pasado la noche allí, agazapado, esperándola, sentado en el desvencijado asiento que le había tocado en suerte: número veinticinco, pasillo, fumador empedernido.
Desde la distancia se percibía el resoplar de las ballenas en la orilla. Algunos pasajeros se levantaron de sus asientos para tomar fotografías de los espléndidos animales. El viejo y la chica contuvieron la respiración, y se tomaron de las manos porque sobraban todas las palabras. Para uno de ellos era el final del viaje, mientras que para la otra no era más que el comienzo. El conductor, somnoliento, anunció que estaban ante el océano en el que morían las ballenas, y de repente el autobús entero pareció llenarse de tristeza, de susurros, de murmullos. Algunos lloraban, otros guardaron inmediatamente sus cámaras y sacaron los retratos de aquellos seres queridos que habían emprendido, como las ballenas azules varadas en la playa, el viaje sin retorno.
El autobús chirrió al llegar a la parada. Viejo y chica se abrazaron fuerte, solidariamente, como dos antiguos camaradas al acabar una guerra. Ella le miró largo rato desde el cristal de su ventanilla, mientras él se acercaba con cautela a las ballenas entonando una canción que parecía sumirlas en una tranquilidad tan espesa que casi podía lamerse. “Adiós, viejo”, musitó la chica para sus adentros. Comprendió por fin el significado de su amor por el muchacho. Él era la distancia más corta que unía los extremos de la línea del destino de sus manos. Así estaba escrito desde el principio de los tiempos.
Kilómetro trescientos cuatro. Última parada. Los viajeros, rezongando, se bajaron haciendo esfuerzos por simular los bostezos, la inevitable pereza que surge cuando el cuerpo se habitúa a una postura incómoda y es obligado a desperezarse. La chica medía sus pasos por el corredor del bus, uniendo el talón con la punta de goma de sus zapatillas de tela. El joven, que la veía venir desde el espejo retrovisor, sonreía ampliamente. Así que cuando ella le tapó los ojos con las manos y le musitó al oído: “Pide un deseo”, ya conocía desde hacía mucho la respuesta, quizás desde el principio de los tiempos de la conjura planetaria de los dioses del amor y el desencuentro.
Ante ellos, la carretera se alzaba pétrea e invitadora, contoneando armoniosamente sus curvas. 

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