domingo, 16 de octubre de 2011

EL ALFARERO

Un cuento ontofilosófico de Paqui Castillo Martín


Eran las doce y media de la noche cuando una llamada la alertó, sacándola de su letargo de duermevela semiinconsciente. Llevaba investigando dos semanas en el caso, y ahora era el propio desaparecido quien la telefoneaba citándola en el rincón más absurdo de la ciudad, donde a nadie podría ocurrírsele querer ser encontrado: el barrio de los ceramistas. Un lugar anecdótico e inverosímil, desde luego, y una hora intempestiva: las siete de la tarde del día siguiente.
A quince minutos de la hora acordada, aún caminaba, cautelosa y vigilando las sombras, envuelta en la suavidad de su chal de tul azul turquesa. Sentía el viento en el rostro, pero apenas le importaba entonces, arrastrada por la caótica  inercia de la fuerza de origen desconocido que la empujaba hacia el lugar previsto. Sus pasos eran quedos, apenas dos pequeños lamentos que lamían suavemente el asfalto de la calle en penumbra. Era un ser que soñaba, apenas un espectro en la ciudad bañada por el oro del ocaso, mas no sentía inquietud, apenas un leve pálpito que batía su pecho como las alas de un colibrí herido. Transeúnte innata, se sabía parte de una corriente humana que fluía por las arterias del cuerpo descomunal, el de aquel lugar de neón y lluvia que ella misma, detective neófita y primeriza, no sabía que estaba comenzando a amar desconsolada, desesperadamente.
Fragmentos de escenas cotidianas: un mendigo apostado en una esquina, una mujer de negro que subía al último trolebús de la tarde, el niño con zapatos de charol brillantes como la espalda de un escarabajo. No podía sino preguntarse como sería la vida de estas gentes, si era tan vacía, tan lóbrega, tan desasosegada como la de ella, agobiada por el deseo de entrar a formar parte del círculo y frustrada por no ser capaz nada más que de caminar como un funambulista por la línea tangente que llevaba a ninguna parte.
Las primeras estrellas parecían borrones en la cartilla nueva de un escolar díscolo que no supiera dónde se encuentra el Polo Norte. Aceleró la marcha y cambió ligeramente de rumbo, como si divagase. De repente le vino a la memoria de forma inopinada aquella frase bendita como una prebenda de días más felices:
Nuestro destino está hecho de barro
Y lo moldean las manos de un dios desconocido.
Era el fragmento del poema más célebre de un escritor maldito, muerto en el anonimato de la absenta y el opio tras ver rechazada su obra por una sociedad incrédula y desconfiada que sólo pensaba en sí misma. Paladeaba cada palabra sabiéndose otra pero sintiéndose más que nunca ella, una criatura única, marcada desde el nacimiento por una señal que la distinguía del resto y que tantas, demasiadas veces, la había llevado a la soledad incorpórea de una aula vacía, de una biblioteca desierta, de una playa desolada donde los granos de arena vegetaban bajo un sol de justicia.
     El reloj de la torre dio siete campanadas efímeras. Recogió del suelo un periódico viejo cuyas hojas caducas a ellas se le antojaron fruto de la riada del otoño ingrato, que había convertido en oxidados esqueletos de metal los antaño bulliciosos quioscos de prensa del parque, especie urbana casi a punto de extinguirse. Desde el fondo de la plaza se oía el bramido rítmico del mar con su respiración de gigante dormido. Se vio a sí misma cruzar la calle tal como una imagen que reflejaran los ojos de otro, tan diminuta y perdida como una moneda arrojada al pozo de los deseos incumplidos.
   Casi estaba llegando. Subió la última calle, extenuada. Tocó la puerta y, al comprobar que nadie le abría, hundió lentamente la mano en el pomo con lo que le quedaba de fuerzas. El pasillo de la casa era interminable y estrecho, y desprendía un olor a antiguo tan denso que era nuevo por completo para la joven. Una música tenue como un velo le recordaba la sinfonía inacabada que alguien había compuesto para ella en otro tiempo, y se dejó conducir hacia la fuente de sonido, guiada tan sólo por su instinto del ritmo. La luz artificial del patio la llevó al interior de otra estancia, donde una mano experta había dibujado grandes paneles donde convivían en quietud cósmica planetas, llanuras y praderas siderales que pertenecían a una galaxia en miniatura que se desplazaba lenta entre escalas y péndulos girando en torno a la improbada idea de una astronomía razonable.
     Al final de la última habitación, unos dedos pacientes moldeaban en barro una forma difusa sobre un torno de ceramista. Y entonces ella comprendió que había llegado a los orígenes de la vida, al núcleo esencial del destino humano, al centro del cosmos, regido por el orden de aquel cuyo nombre nunca se supo. Cuando se acercó al anciano alfarero, percibió que su rostro era extraordinariamente parecido al del anciano perdido, pero ahora estaba tan lleno de majestad y serenidad que no se podría describir con palabras humanas. El hombre le pidió que se acercara y ella, titubeante, anduvo un trecho que se le antojó eterno. Pareciese que hubieran transcurrido horas, mas el reloj de la estancia sólo marcaba las siete y media.
     El hombre parecía muy cansado, pero le explicó a la joven que se sentía feliz de tenerla junto a él, porque por fin había llegado el momento que había estado esperando desde el origen de los tiempos. Así que a ella le pareció perfectamente natural que ahora le pidiera amablemente que tomara el relevo de su trabajo. Sólo había que hundir los dedos en el barro primigenio y amasarlo con delicadeza y con constancia, sin presionar demasiado. Y, de vez en cuando, tomar el pincel y la paleta y dar brillo a alguna estrella errante o color a un planeta, y permitir con ello que el Universo, ese gran misterio hecho de espacio y tiempo inconsútiles, pusiera seguir expandiéndose hasta el infinito…
     Cuando tomó el barro entre sus manos y comenzó a fraguar materia cósmica, ella sintió que todo a su alrededor se desvanecía. Sí, realmente era muy fácil conducir el destino equívoco de los hombres…
     El alfarero recogió sus escasas pertenencias y se dirigió cauteloso hacia la calle. Era noche cerrada. Silbando, se encaminó a la entrada, desde donde pudo comprobar con agrado que la joven continuaba su trabajo con perfección de geómetra enamorado. La puerta se cerró, quizás para siempre, y fue al salir cuando el anciano contempló asombrado su fotografía en el periódico que la chica había dejado junto al umbral. Llevaba millones de años gobernando el Universo, pero según aquel  ejemplar atrasado sólo hacía una semana que su rastro se había esfumado. Quizás entonces, pensó con sorna, todavía le estuvieran esperando en el asilo de ancianos del que se había fugado hacía ya millones de años-luz y un buen pico de edades geológicas. Divertido, trató de imaginarse la fingida preocupación de su hijos ante su tardanza de dos semanas, demora que pesaría sobre el recargo que el abogado cobraría por el reparto equitativo de la suculenta herencia que esos desalmados pensaban cobrar muy pronto. Para ellos, él era un inútil, una carga, un inválido, un trasto viejo. Desde luego, nunca sabrían, no merecían saberlo…
El hacedor visto por Benjamín Solís García


     

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