jueves, 22 de septiembre de 2011

EL TERCER ODIO

Un relato de Paqui Castillo

 
Fuente ilustración: laculpaesdelagente.blogspot.com

  Colgó el teléfono y prendió el pitillo. No se interesó en absoluto por la información que transmitía el noticiero de las once. Cenó mal y durmió peor, y al día siguiente se despertó con un dolor de cabeza que parecía querer destrozarle las sienes. Se metió en la ducha e intentó recordar el sueño que había tenido. Pensó que era un completo imbécil por andar entreteniéndose con ese tipo de pasatiempos, pero de súbito una imagen nítida abrasó su mente en cuestión de segundos. Abrió el grifo y, aliviado, sintió cómo las frías gotas de agua se deslizaban por su cuerpo. Cerró los ojos y apoyó la espalda en una de las grandes losetas grises de la pared. Fue consciente en aquel preciso momento de que el calor de las llamas le devoraba, haciéndole gritar, agitarse espasmódicamente en el suelo. Durante una breve fracción de segundo, vio cómo acudían sus familiares, alarmados por sus gritos. Una luz intensa le cegaba, un calor penetrante le rodeaba, un vaho de muerte le perseguía. Por doquiera que mirara, sólo temblaban ante él terribles columnas de humo y fuego, gigantescas y amenazadoras, dispuestas a devorarle.
     Abrió los ojos y reconoció las losetas grises del baño, el plato de la ducha, el grifo, la pileta y la jaula herrumbrosa donde habían muerto las ansias de libertad de su último pájaro, un ejemplar de guacamayo tan apático y sombrío como su dueño.
     Sintió un frío glacial y pensó: “Estoy muerto”. Después, se recriminó a sí mismo el imaginar tan descomunales idioteces. Era un hombre que no se valoraba en exceso. En realidad, se odiaba a sí mismo con tanta fuerza que hubiera deseado romper el espejo antes que ver reflejada su imagen en él.
    Contempló los negros semicírculos bajo los ojos, la triste flaccidez de las comisuras de los labios, las arrugas prematuras en los pliegues de su cara, las incipientes canas. Desganado, inició el rito del rasurado matutino. Se vistió entre suspiros, se anudó la corbata y recogió el cartapacio repleto de papeles arrugados de debajo del suelo. De pronto cayó en la cuenta de que ese día cumplía años, pero no recordaba cuántos. Se sintió tan viejo como el mundo, aún más viejo que el mundo, se sintió eternamente viejo y decrépito.
     Preparó el café y encendió el televisor. Sentado frente al aparato, y con la amarga espuma del café en los labios, contemplaba absorto el noticiero de las nueve. Súbitamente, una información de última hora irrumpió en la pantalla:
“HOY, MARTES 30, HA OCURRIDO UN GRAVE ACCIDENTE EN LA NACIONAL 288, A LA ALTURA DE BOGOTÁ. EL BALANCE HA SIDO DE UN MUERTO Y CUATRO HERIDOS. EL PERCANCE SE PRODUJO A LAS 9:45 HORAS, CUANDO P.M., DE 39 AÑOS, SE DIRIGÍA A SU LUGAR DE TRABAJO. SUS FAMILIARES, QUE HABÍAN ACUDIDO A LA OFICINA DONDE P.M. DESEMPEÑABA SUS FUNCIONES DE ASESOR PARA FELICITARLE POR SU CUMPLEAÑOS, CONTEMPLARON ATÓNITOS CÓMO P.M. CHOCABA CONTRA UNA GRÚA MUNICIPAL. EL COCHE QUEDÓ ENVUELTO EN LLAMAS Y, CUANDO LOS FAMILIARES LLEGARON AL LUGAR DEL SINIESTRO PARA SOCORRERLE, YA ERA TARDE PARA ÉL”.
     Divertido, se preguntó cómo era posible que alguien muriera el día de su cumpleaños. Apagó el televisor y las luces del living. Se caló el sombrero y el pullover y cerró con llave, encajando la puerta del umbral con la manija.
     Montó en el ascensor. Prendió un pitillo. Sintió en el estómago vacío un nudo bullicioso y cotidiano de jugos intestinales; en los últimos años, la úlcera le había jugado malas pasadas. Contempló por última vez su desangelado rostro en la pared abollada del cubículo metálico que descendía lentamente, y emitió un suspiro que dejó translucir la infinita desidia que sentía por el mundo y por sus gentes.
     El garaje estaba desierto; sólo se oía resollar el motor de la calefacción central. La humedad reinante le hizo estremecerse. Al abrir la portezuela de su vehículo le golpeó el tufillo agridulce del ambientador de pino. Giró el volante y puso el contacto. Salió por la verja trasera, dejando una estela de humo gris a su paso. Una vez en la nacional 288, recordó que cumplía exactamente 39 años. Consultó su reloj digital. Eran las 9:45 de la mañana. Divisó al final de la calle el edificio de oficinas, y la grúa municipal operando frente al portalón de acceso. Observó cómo sus familiares agitaban la mano, saludándole. De repente, comprendió. Y decidió, fríamente, que por nada del mundo daría marcha atrás.

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