sábado, 27 de agosto de 2011

IMAGO MUNDI

Apuntes mitográficos de un soñador trasnochado

Por Paqui Castillo Martín


Guillaume Apolinaire. Caligrama


Me han pedido un encargo: hablar sobre nosotros. Sobre los instantes que tejimos al calor del  invierno. Sobre las muchas horas que frente a un papel y un lápiz compartimos juntos. Sobre aquello que escribimos con arrobo y con deleite una tarde de junio. Sobre la importancia de saber llamar a las cosas por su nombre. Sobre sentir lo que se dice y decir lo que se siente. Apenas unas notas, con un deje de tristeza en la mirada, que se posa sobre los días que ya marchitos y amarilleados caen como hojas de árbol en otoño. Me han pedido un encargo: hablar sobre nosotros. Y enseguida se me viene a la mente la imagen aquella del poeta doliente que identificaba a la vida con un peregrinaje. Dejo volar mi estilográfica, mis pasos se precipitan hacia la puerta, vislumbro la senda donde me esperáis, prestos para partir, cayado en mano.
El viaje es una experiencia iniciática que se vuelve conmovedora e inconmovible, como pátina impresa de recuerdos imperecederos. Se atraviesan lagos oscuros, color de tarde, mares procelosos agitados por la tormenta que borró el rastro de los seres queridos, benignos espectros rememorados por el alma que se asoma de puntillas, invocados con el impulso del deseo del reencuentro y la nostalgia, barruntados en las brumas del tiempo surgidas de la noche de los que nunca olvidan caricias de manos de azúcar que saben a besos. La fotografía capta el reflejo del instante único, pero la memoria es múltiple, giróvaga y girándula que se niega a detener el ímpetu del rayo que no cesa de alumbrar su inspiración divina. Memoria del amor a los desaparecidos, engullidos como la galerna por las olas en el fuego rojo del crepúsculo, recuperados en la esencia de los abrazos perfumados del clavo y la almendra y el caramelo tostado envueltos en sonrisas azules, amantes y gráciles, de frescura de rosa. Y la añoranza del ayer detenido en el reloj de cuerda, invocado con oraciones aprendidas en el alba de la existencia, puede convertir la ausencia en sinfonía sostenida por la fuerza de cariños correspondidos en mundos inventados y hechos a la medida…
El viaje es un paisaje de sueños como ruedas de norias y niños que juegan en la calle al pairo del verano glorioso en universos de cristal: frágiles, infinitos y pequeños, fragua de ingenuidad pura imprimida en el ser aún tierno como lección de genética mal aprendida. El cielo es quimera que palpita, irredenta, los tonos irisados del ocaso de la infancia, burbujas de aire festivo que apenas se elevan para quebrarse en horizontes de naranja y púrpura, llanto ensordecedor de la aurora como canto de cisne. Y, al cabo, con la vaporosa felicidad de la juventud, las rosas cercenadas del dolor del amor primero, cárcel y paradoja que vuelve al latido doloroso y provoca arritmias de sentida lectura en el gran libro del destino. Si anónimo, su perfil de afán dedicatorio delinea siluetas encantadas en el desliz de un pasillo, aula abierta, corazón vacío; si trágico, su hermosura convierte la vida en pequeños fragmentos de ilusiones rotas, suma estéril de la velocidad sin rumbo; si trascendente, edén incierto, levanta singular muralla que en sus ojivas une pasado y presente a través del nudo cordial de la melancolía; si colectivo, lleva a la multitud a bajar la mirada y contemplarse a ella misma a través del espejo poliédrico de la apasionada fisonomía de la  intrahistoria.
El viaje delinea en incierto orden paraísos urbanos y se rodea de palabras que, como estiletes afilados y puntiagudos, traspasan parapetos donde se refugian la ruin vileza y el confabulado amiguismo de los poderosos en un país postrado que no quiere salir de su letargo, Leteo donde bebieron para olvidar los Fígaros de alas cortadas que se atrevieron a denunciar, con gritos en letra de molde, la censura gubernamental e hipócrita de la oscura noche intelectual española. Su ansiedad tantálica, el dedo en el gatillo, y su desengañado idilio, el percutor en la mecha. Pero si breve fue su vuelo de colibríes rampantes, luenga la estela de su nombre brilla en el éter luminoso de las letras hispanas, abono de nuestras voces nuevas, prestas para la lucha por despertar a un pueblo criado para vivir dormido.
El viaje busca los trazos de los pasos de otros viajeros enamorados de la tinta y de la pluma. Allá en las alturas se columbran, en lontananza, maraña de pasillos, dedálicos laberintos que lo mismo encierran a Antígona la griega en su falaz palacio que al mito erótico de don Juan redivivo transfigurado en diablesa dominica ante carnes tollendas. Y Fortuna, en su expandible gruta doméstica intentando huir de sus captores, atiende a la zambra de címbalos y crótalos y al crepitar del incienso y el romero en la pira funeraria. Augurios de la pitia contemplan a la noctámbula Sevilla en vórtices de fiesta inclinada ante el poliedro sumergido de granito desde el que dos mil años de civilización nos contemplan pasar sin apenas darnos cuenta…
El viaje recorre la geografía con su pausado ritmo geodésico, arte antes que ciencia la de dominar el mapa sin perder el sentido de la escala. Sobre fondos de montañas, fantasmas de mineros percuten centellas de rocas de alumbre besando el perfil del mar de la milenaria Almería, y en el bosque gótico, dragones de ígneas lenguas, cortejo de trasgos, hadas y brujas con sus antorchas de boj dan lumbre a los lazos invisibles que la Santa Compaña traza entre vivos y muertos, al caminar del peregrino sobre la pulida y púdica piedra: soidades compostelanas en el gozo reverberado de la tierra al asomar la catedral sus ijares de plata sobre el Obradoiro jacobeo. Y el murmurar del agua argentada en los arcos centenarios, camino de Segovia…
El viaje puede ser réplica inexacta de infierno condensado, la angustia de un loco que carga con su media verdad a cuestas, Míster Hyde y Segismundo en su ergástula, la princesa prometida sin ser cumplida nunca, el mito vampírico del fumador de opio y el bebedor de absenta, el terror de unos ojos agónicos que se alimentan de fuegos fatuos comprados a vendedores de cuentos, lazarillos que por una moneda dan entrada a umbrosas cuevas donde no obstante, el viento huracanado acaba llegando. Si se presta atención, es posible escuchar en días de lluvia los desaforados alaridos de las ánimas en pena, el canto del búho sobre el farol de herrumbre, los acordes quebrados de violines acusadores, el llanto de los espectros en los cortijos encantados, el arrullo de la materia líquida y primigenia de la que volveremos a nacer algún día.
El viaje invita a pasear por las galerías hexagonales del cosmos arcádico al que los antiguos llamaron Biblioteca. Su fina urdimbre, arteria, diástole y pulso enhebrado por generaciones de escribidores y de leyentes, adorna con mácula de olor añejo a los habitantes de sus anaqueles, testigos mudos del acontecer humano, sumos sacerdotes del santuario de la imaginación, fragmentos como cuásares de luz que flotando etéreos en el espacio especial dibujan trazos de renglones torcidos en el limo telúrico donde se originó la vida.
Me han pedido un encargo: hablar sobre nosotros. Y al concluir el viaje me detengo, exhausto, junto a la vereda de la vieja senda que recorrimos codo a codo. Llevo en la maleta vuestros nombres, nuestros sueños, aquel adiós en la estación del tren que sonó como un hasta muy pronto. Conmigo vais, en mí os llevo, va recitando mi pensar cansado y torpe como un requiebro. Y me vuelve como canción de cuna, libro de suaves y gastadas guardas, la imagen del peregrino que sueña caminos en la tarde, y que parece decir al ritmo del remar de su  bastón de haya sobre el polvo: el viaje es la palabra prestada, la voz dormida, la experiencia vivida lo que dura un calendario, el apretón de manos, el guirlache que como pan y sal parten compañeros, la lágrima rebelde de la despedida. Un aula vacía y un corazón ahíto, al final del sendero, y un espíritu sereno para de nuevo comenzar a caminar.

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