domingo, 28 de agosto de 2011

EL ENTUERTO

Un relato de Paqui Castillo

Ilustración de Benjamín Solís García




El policía, cuyo rostro cetrino había quedado clavado en el cristal de la cabina telefónica, emitió un gesto gutural para intimidar a su contrario, quien, desesperado, trataba de hacer una llamada transoceánica. Los nervios no le dejaban marcar los números, se equivocaba, tenía que comenzar de nuevo, o cuando conseguía marcar la operadora estaba fuera de servicio. Era su última llamada, la de un hombre sin recursos, que trataba de hacer valer su condición de ciudadano americano: dos días antes, había volado hacia Gan-tín con billete de turista de la TWA, a cuyos funcionarios había confesado que iba a pasar unas refrescantes vacaciones a las orillas del lago Dong Tin, pescando truchas y bogavantes, contemplando los pálidos amaneceres del lejano país de sus antepasados mientras el paisaje se iba deslizando, poco a poco, con la parsimonia de un diorama, ante sus ojos asombrados. Pero la mañana siguiente a su llegada, había contemplado con horror su nombre y su rostro en los periódicos, y debajo de ellos la recompensa que se ponía a su cabeza. La razón: había sido visto penetrando en la Ciudad del Cielo, reservada sólo a los reyes y emperadores de la extinta dinastía Qin. El pobre diablo había cometido un delito mayor que un crimen premeditado, había roto los sellos de las puertas de la adorada ciudad, en cuyos panteones descansaban las cenizas de quienes un día, desde su trono de marfil y oro, habían gobernado Oriente. 
Fuera de la cabina, el oficial le instigaba con crueles palabras, y comenzaba, sin misericordia, a golpear los cristales de la puerta del pequeño cubículo, donde el hombre se afanaba por contactar con la embajada de su país, sin éxito. Los golpes se sucedían cada vez con mayor frecuencia, al tiempo que el turista notaba cómo la cabina estaba siendo arrancada de cuajo, desde los cimientos, haciendo temblar el suelo del recinto. Por fin, cuando parecía que todo estaba perdido, la operadora se puso al habla y el hombre le indicó que le pasara con el embajador americano. Lentamente, sonriendo para sus adentros, esperó a que surgiera la voz del otro lado del teléfono, pidiéndole mil y una disculpas por el trato que el último descendiente de la extinta dinastía Qin había recibido en el ingrato país de sus abuelos.




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