domingo, 31 de marzo de 2013

La exposición



Un cuento apocalíptico de Paqui Castillo Martín


La catedral exudaba el hálito de los miles de visitantes agolpados en la entrada del recinto de la exposición. Los rostros reflejaban la conmoción de los congregados, las largas horas de espera, las prisas para llegar al mejor asiento. Yo estaba en la fila número tres. Había dormido apenas dos horas, y mis nervios a flor de piel me mantenían tenso y preparado para lanzarme al ataque. En unos minutos se abrirían las puertas de madera, haciendo crujir los goznes recién engrasados, las centenarias hojas de metal batido. Se podían adivinar en el aire las esencias del incienso y de la mirra, que ascendían sobre nuestras cabezas envolviéndonos en una nube balsámica, mistérica. Centelleaba una mariposa de luz a la entrada del pasillo; las pilastras románicas, desde la distancia, parecían el gobernalle de un barco fantástico. Comenzaron a lanzarse los primeros flashes automáticos, al tiempo que el rugido de la multitud crecía en altura y espesor. 

La expectación era máxima, y aún faltaban cinco minutos para el momento de apertura. Nuevos flashes, cámaras cargando baterías y últimas llamadas desde la redacción o el estudio en diferido. El tiempo se había detenido en seco. A nadie parecía importar lo que había detrás de aquella puerta; los congregados, como oferentes listos para entregarse a un extraño ritual, sólo se preocupaban por que los batientes se abrieran. 

Los carteles de la exposición nada decían de su contenido. La empresa de publicidad contratada por el ayuntamiento había creado una propaganda enigmática, repartida en cada casa de cada pueblo y en cada piso de cada ciudad. Banderolas y carteles colgaban de cada farola; en cada banco y en cada arriate un banner multimedia anunciaba una hora, un día y un lugar. Nada más. Desde mi fila número tres, luchada a lo sumo con siete señoras que se arrogaban el derecho de haber llegado una fracción de segundo antes de mí, volví la cara en dirección a la multitud congregada a las puertas de la catedral. Recordé los paisajes del Serengueti en la época de lluvias, cuando los ñus atravesaban el páramo perseguidos por una jauría de leones hambrientos. Recordé el éxodo de los somalíes el año de la gran sequía y, cómo no, la huida de los bosnios hacia los campos de refugiados. Y toda aquella barbarie multitudinaria había sido grabada y registrada por mi cámara de reportero. A veces, en sueños, podía contemplar los rostros en el gentío, sus rostros desencajados, abotagados, sus rostros proscritos de toda ley de esperanza, sus rostros sin nombre. Pero nada de lo que mis años de profesión me habían deparado podía compararse a aquella barahúnda perfectamente organizada, ordenada y a la espera. Ocho filas, cuatro a cada lado de cada uno de los batientes, dividían a la muchedumbre como una larga cabellera peinada en trenzas multicolores. Por más que mis dos metros y tres centímetros de altura me colocaban en una posición ventajosa, nunca conseguí ver el final de las ocho filas, perfectamente alineadas en una perspectiva que se perdía en el obscuro infinito. 

De la puerta principal se desprendió, al abrirse mínimamente, una rendija de claridad. La multitud avanzó un paso en perfecta armonía; ninguna de las ocho filas se deshizo. Los vigilantes de seguridad comenzaban a cachear a los visitantes de la primera línea en cada una de las ocho filas. Una música suave, como de vals, comenzó a sonar y a llenar las estancias vacías del recinto sagrado. El destello de fuegos artificiales podía adivinarse tras de los biombos nacarados que protegían la explanada. Después se hizo el silencio, tan absoluto que sólo podían oírse los latidos apresurados del corazón de la masa. 

Ahora la multitud, arropada por la oscuridad, se deslizaba lentamente hacia la puerta de entrada, a dos minutos escasos de la inauguración del evento. Parecíamos viajeros en el espacio a la búsqueda de una nave nodriza que nos devolviera de nuevo a nuestro lugar en el cosmos. De dentro venían voces huecas, micrófonos probando la acústica y parabólicas preparadas para retransmitir la señal de lo que había sido anunciado como el evento del siglo. En la plaza no cabía una sola alma más, y la que intentara colarse por un resquicio estaba condenada de antemano a morir por asfixia. Entre hombro y hombro no era posible el paso de una sola molécula de aire, y la atmósfera, a un minuto treinta y cinco segundos de la apertura de los batientes, comenzaba a volverse irrespirable. En previsión de ello, el ayuntamiento había colocado en la diagonal de cada fila una caja con mascarillas antigás. Provista de sus pertrechos bélicos, la masa consultó al unísono el reloj. El lento tamborileo del minutero parecía recrearse en mi ansiedad alimentada por el oxígeno de la mascarilla, y sentí que comenzaba a sudar copiosamente. La plaza había sido tomada por la multitud, que seguía avanzando en orden hacia el set de cacheo. Allí los agentes colocaban una tarjeta de identificación, un microchip subcutáneo y una inyección intravenosa que no me hizo de inmediato sospechar, ya que algunas veces las promotoras de espectáculos inoculaban el disco motor directamente en el visitante, con el objeto de estimular su cerebro y procrear en él galerías de realidad virtual sobre las que se montaba el software del evento. 

Acababan de abrirse las compuertas…Apretujada, constreñida, pero aún en formación castrense, la masa avanzaba parsimoniosa hacia el hall de entrada. La música de vals amenazaba con invadir todas las estancias, y por instantes se multiplicó en mis pabellones auditivos hasta percutir el blando tisú del oído interno como un oxidado tambor de hojalata. Las ocho colas giraban y giraban, y al moverse las filas serpenteaban, desprendiendo un halo tóxico de aire viciado. Cinco segundos para la hora final. La multitud se estremecía de placer y de suspense, como en los pases previos de una película de estreno. Cuando llegué al set de cacheo, recibí la tarjeta con mis credenciales de periodista; brillando en la tercera dimensión de un holograma, las siglas de la compañía multinacional de noticias. 


No los vi venir. Acelerada, como en las revoluciones de la historia de nuestros antepasados, la masa crecía y crecía sin fin, y se agolpaba ya sin orden desde la fila siete hasta el horizonte en lontananza que no pudo ver la expansión de onda pero que fue la primera en participar de ella. El fogonazo inicial llenó la plaza con un resplandor de tersura anaranjada, y entonces la belleza de la catástrofe hizo abrir las bocas enmascaradas de la muchedumbre, protegida de los aerolitos con brazos que iban abrazando a otros brazos y quedaban –aquí vinieron a mi memoria los amantes enlazados entre las ruinas de Pompeya- subyugados por el efluvio de los gases altamente inestables y corrosivos producto de la explosión, retorcidos sus cuerpos como ramas de olivo apiñadas en un último y vano intento de salvar con la muerte al camarada. Yo no los vi venir. Pero el cordón policial llegaba hasta la fila séptima mientras las puertas se abrían y la exposición mostraba los encantos de una Madonna celebérrima, la única talla superviviente a las diatribas iconoclastas que habían dado pie a la Tercera Guerra Mundial. La pequeña virgen nos observaba distante, envuelta en nubes de paños y palios de terciopelo, desde la irónica salvaguarda de su hornacina de uranio. Tras del cordón policial, reinaban la muerte y la desolación. La masa había sido aniquilada desde la fila siete hasta el confín del mundo, y yo, junto al resto de la humanidad salvada, sentía abrirse la tierra bajo mis pies, presintiendo, como un nuevo golpe de maremoto, los cornetines y trompetas del nuevo y definitivo apocalipsis.

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