martes, 29 de enero de 2013

LA ÚLTIMA CEREZA DEL VERANO

Un cuento estremecedor, por Paqui Castillo Martín

D
avid era un ángel. Niño solitario, pasaba las horas jugando con sus piezas de Lego hasta que llegaba la noche. Yo solía contemplarle mientras construía sus fortalezas o defendía los torreones de sus imaginarios enemigos. Mi hermano era para mí el perfecto desconocido, un ser transparente dijérase hecho de éter. Cuando creció, siguió conservando su delicada estructura ósea de membranas y espinas de pez en la espalda, en el sitio exacto donde hubieran debido crecerle un par de magníficas alas. 

David lloraba. No es que estuviera enfadado con el mundo, ni que protestara por algo que le molestase especialmente, que tocara el punto de egoísmo que cada niño tiene en su alma, pero del que él carecía. Lloraba porque se sentía triste, triste sin motivo, y buscaba el cálido regazo de nuestra madre para imaginar universos que ninguno de nosotros habíamos conocido, ni aún en sueños. 

Mi padre, un hombre sencillo, estaba desconcertado. El niño dibujaba en grandes legajos, heredados del abuelo arquitecto, Pep. Eran sombras alargadas, pequeñas figuras con alas que bajaban de las nubes para llevarse a otra pequeña figura a la que estaban creciendo las suyas. Papá gritaba y maldecía a los engendros surgidos de la fantasía de aquel hijo suyo del que renegaba. David callaba, pero las pupilas le crepitaban de indignación ingenua. 

Como cenizas son aquellos recuerdos…mi hermano tardó más de siete años en pronunciar su primera palabra. Estábamos en el salón comedor, jugando como siempre nuestros juegos de niños anónimos, cada uno por su lado. Yo le miraba con el rabillo del ojo encendido, temblando de curiosidad y miedo. David flotaba; se elevaba, tranquilo y sereno, con calma mayestática. Describía en el aire volutas y espirales mientras su cabellera platino se mecía suavemente. “Azul”, dijo. Y después, permaneció callado para siempre. 

Ya he dicho que David no era un niño como los demás. Aún gravita en mí la duda de que fuera un niño en absoluto. Su piel era olivácea y traslúcida. Bajo ella se sentía el pálpito de diminutos corazones, la sangre galopando trepidante hacia las manos largas y delicadas como terciopelo. Vivía su propio tiempo, en una dimensión lejana, mitad celeste, mitad autista. Mi madre emprendió al comprobar el mutismo del niño un peregrinaje por la consulta de un médico tras otro, y no sacó más conclusión que un voluminoso informe redactado en lenguaje técnico y gris donde se declaraba insano a su hijo. El último doctor le sugirió que le internase en un sanatorio, pero mi madre, aferrando al niño de la mano y derramando amargo llanto, pagó la consulta con lo que quedaba de nuestros escasos ahorros y enfiló la Gran Vía en busca del bus de vuelta a casa. 

Papá nunca comprendió. Comenzó a alejarse, y pronto se sumergió en un autismo más profundo que el de David. Pasaban horas sin mirarse, perdidos uno en el otro, ajenos al resto. Mi padre se paseaba mecánicamente en su mecedora, mientras David formaba con su Lego un ejército de arcángeles. Sonreía a través de la ventana, la mirada asomada a los abismos del cielo. 

Aquel fue un verano de cerezas. Lo bautizamos así porque nos marchamos a casa de los abuelos, una pequeña masía en los soleados valles de Puigcerdá. Mi madre, hablando en catalán y riéndose, volvía a la infancia percudida en jugo de fruta e inventando compotas y tartas. En esos momentos mamá ya no era mi madre, era una niña traviesa con trenzas y mandil a rayas, feliz e inocente, a su manera. 

Hay quien sueña con la primera cereza del verano. Yo sueño con la última. Porque su sabor ácido y un punto maduro, característico de los postreros días de setiembre, me retrotrae a aquel tiempo robado que compartí con David, vestíbulo de sombras que me dejó antes las puertas combadas de mi vida adulta. 

David pasaba horas escondido en el jardín de detrás de la casa. Se quedaba quieto, inane, atento al piar de los pájaros, deleitándose con cada sonido proveniente de la naturaleza. Una sonrisa eterna despuntaba en la comisura de sus labios, una férrea voluntad se adivinaba en su rostro sin expresión. En el jardín había un laberinto, en el que mamá y sus hermanas se escondían cuando crías de las regañinas del abuelo Pep. David lo recorría a diario, palpándolo con la punta de los dedos, con el tacto sedoso e hipersensible de un ciego. Desde la lejanía, mi boca roja de cerezas, mi pelo revuelto con las ramas del arbusto, mi vestido teñido con los colores pardos del verano en la masía, le observaba, impertinente, con oscura inquietud. 

Mamá, David y yo volvimos en autocar a Madrid, la ciudad de cemento, con sus largas paredes de piedra y techo de enrejados de neón. David viajaba cómodamente aprisionado entre las maletas de cartón, para que no se cayese, porque al final de ese último verano había perdido la facultad de sostenerse sobre sus dos piernas. Mamá había tenido que sacarle del laberinto del abuelo Pep como a un recién nacido, su largo y esbelto cuerpo de elfo arqueado, los corazones bajo su piel diciendo adiós a aquel paraíso de beatitud. David, embebido en la contemplación de los pájaros, veía correr el paisaje agreste del campo ante sus ojos impávidos, sin notar el traqueteo del regimiento de tuercas y cigüeñales del motor de combustión ni el humo amarillo procedente del tubo de escape. Y se dejaba arrastrar por los flujos y reflujos de sus mareas interiores, ser de claridad, hacia una primitiva quietud cósmica, donde reposaba en uterina dicha su voraz inteligencia, oculta para el mundo, salvo para sí mismo. 

El día que papá murió, mamá pelaba cebollas. La casa entera rezumaba un aroma dulzón que hacía lagrimear los ojos. Gozoso, el puchero ardía en el hogar, alimentado por unos rescoldos de fuego de la hoguera de la noche anterior. Las cebollas, con sus hirsutas crestas coloradas, se apilaban junto a los cacharros a la espera del rasurado certero del cuchillo de dos filos. Era un invierno cálido. Los tejados de los edificios no se habían cubierto aún de nieve, y se veían, como arrancadas de libros informes, algunas hojas anaranjadas y retorcidas en los árboles viejos de la plaza chica. 

En los dos años que precedieron a su muerte, papá había atesorado una colección de rictus de amargura que se graduaban desde el cortés hasta el triste. Y ahora, clavado en la butaca, parecía estar despidiéndose con aire meditabundo de todo lo que había amado verdaderamente: sus fósiles, el rifle de cañón corto, la medalla al mejor alumno de la promoción del veintiocho. Y en su rostro todos los rictus, el airado, el desdeñoso, también el cortés y hasta el triste, todos amargos. Cuando entré en el cuarto, el olor dulzarrón de las cebollas zumbaba y se hacía estrepitoso y resoplaba bajo el pecho de papá, desprendiéndose como un vapor algodonoso de la solapa izquierda de su chaqueta inerte. Se adivinaba, entre tinieblas, la presencia de unos ojos sin brillo, los cuévanos enjutos clavados en mi nuca, atravesando el aire, sin palabras. Y aunque allí no había nadie, en ese momento tuve la certeza de que la última visión del agonizante había sido David. 

Nunca supe qué había matado a papá, si la pena, o el miocardio. 

El invierno siguiente fue cruel y gélido. La salud de David se tornó frágil y en torno a las vértebras voladizas de su espalda comenzó a crecer un tegumento fino como el hilo de seda de una araña. Pasaba las horas tumbado, frente a la terraza que daba a calle Preciados, mirando sin ver, sumido en el frenético silencio que se había convertido en nuestra nada más cotidiana. 

Un día cualquiera de aquel enero vino de visita la tía Úrsula, la hermana de papá. Vivía en el campo, en un caserón apolillado herencia de mis abuelos paternos. Recuerdo haber visitado aquella casa siendo aún muy niña. Las alcobas olían a licor rancio de avellanas; debajo de las habitaciones un remoto antepasado había construido una bodega clandestina. El patio y el porche estaban protegidos por inmensos barrotes de hierro; según los más viejos del pueblo, los habían construido para encerrar a una criatura, mitad humana, mitad bestia, nacida a mi abuela entre los hijos cuarto y segundo, conocida en las crónicas negras del pueblo como la Bicha. A mi tía Úrsula le encantaba aterrorizarnos con los pormenores de la turbulenta historia. Decía, haciéndose mil veces el signo de la cruz, que la Bicha andaba suelta por las calles de Madrid. Juraba, volviéndose a santiguar, que había sentido su aliento cálido y pestilente en el cuello, camino de la estación de tren, y luego al bajarse en Chamartín, y más tarde al volver la esquina de nuestro bloque de viviendas. David la escuchaba fascinado, sus grandes ojos opacos destilando compasión por el monstruo familiar y maldito, sangre de su sangre, estirpe de su estirpe, perdido en el Madrid inmenso, tiritando de frío y de miedo a los humanos. 

La tía Úrsula convirtió su visita de cortesía en una estancia permanente. Reñía a mi madre constantemente, y la trataba como a la niña manchada de cereza escondida en el laberinto de la infancia. Mostraba un carácter sanguíneo y avaro cuando mamá gastaba dinero en tela para un abrigo nuevo o se cortaba el pelo en la peluquería en lugar de hacerlo en casa. Un día confiscó a mi madre las llaves de la despensa, y desde entonces comenzó a administrar las provisiones con la cautela de una veterana de guerra. Mamá no perdía la paciencia, y alimentaba en secreto el anhelo de que la tía Úrsula liara su petate y marchase de nuevo al pueblo. Agachaba la cabeza, y se dejaba arrastrar los domingos a misa, y con la resignación y la nobleza de un mártir, repetía el rosario una y otra vez bajo la dirección de la voz estridente de Úrsula, quien de cuando en cuando pedía a Jesucristo coronado la intercesión por nuestras almas pecadoras. No hubo milagros para mamá aquel crudo invierno, y la tía Úrsula, por piedad, se quedó en Madrid rogando por nosotros. 

La tía Úrsula estaba convencida de que David era la reencarnación de la Bicha. Procuraba no quedarse nunca a solas con él y le trataba como si fuese un grano molesto. Mamá había perdido la batalla de voluntades con su cuñada, y se sometía a ella con la docilidad de un perrillo de aguas. Así que no dijo nada cuando Úrsula convocó un pequeño concilio de Trento en la habitación de David. Trataba de dilucidar, con ayuda de los augustos padres de la iglesia, si mi hermano tenía el demonio en el cuerpo. Unos días antes, el niño la había mordido en una pantorrilla. El aullido descarnado de mi tía, cual el concierto de trompetas de Jericó, desafiaba los tímpanos más encallecidos por la sordera. Su pierna tumefacta clamaba una ordalía. 

Mi madre se secó como una rosa. Fue tornándose pequeñita, delicada y puntiaguda, apenas una silueta recortada, encorvada sobre su desdicha. Yo tenía quince años y David trece cuando Úrsula decidió internarla en el hospicio. En los ojos pardos de mi madre se adivinaba toda la rugiente rebeldía de la niña comedora de cerezas, pero su mano no tenía más autoridad que un pétalo marchito. La contemplamos caminar deambulando, sus cortos pasos de sonámbula, pasillo adelante, hasta que la estela de su cabellera blanca se disolvió como humo entre las paredes bituminosas. No se volvió para decir adiós, pero nos despedía con silencios preñados de amor. Ya desde la lejanía, me pareció de nuevo una niña regañada, perdida en su laberinto, el mandil a rayas sucio de cerezas, los párpados entornados para apaciguar el miedo a su muerte prescrita. 

Úrsula, David y yo. Desde el día del entierro de mamá, la tía pasaba la tarde tejiendo mantillas y cobijas para niños imaginarios, mientras los reales afrontábamos la adversidad de no tener a nadie que nos quisiera. David empeoraba día a día; Úrsula guardaba bajo llave cada peseta, cada céntimo, y decía que el doctor era un lujo que no nos podíamos permitir. “Alimentar al malnacido de tu hermano cuesta una fortuna. Lo que necesita no es un médico, sino que Dios todopoderoso se apiade de él y le llame pronto junto a sí”. Doña Purificación, la vecina del ático, venía de cuando en cuando a la casa, normalmente cuando Úrsula había salido a misa o a pedir limosna en la mesa pía de las Abanderadas de Jesucristo Resucitado. Doña Puri fue nuestra madre durante aquellos años, y su seno el refugio donde morábamos, ajenos al frío del mundo de cristal de Úrsula y sus abrazos congelados. 

Tuve mi primer novio; me enamoré, me engañó como a tantas y se marchó dejando en mi cuerpo su rastro impregnado. Di a luz a su hijo con dolor, con alegría le recibí, enloquecí cuando Úrsula me lo arrebató. Aún mi útero palpitaba de vida cuando me arrancaron a Gabriel de los brazos; nunca supe dónde lo llevaron. David y yo dormimos aquella tarde triste una noche eterna, él encaramado a mi vientre, entre las sábanas blancas manchadas con rosas de sangre y mis pechos rebosantes de maternidad cercenada y ubérrima. 

Fue aquel un tiempo inoportuno, un tiempo de hambre y de desdichas. Cuando la tía Clara, la hermana de mamá, nos reclamó, Úrsula nos confinó a mí y a David en el desván y escribió a Puigcerdá diciendo que habíamos muerto de fiebres. Una vez al día, subía un plato de sobras y lo pasaba por debajo de la puerta. Apenas nos hablaba, y cuando se dirigía a nosotros, no nos llamaba por nuestros nombres, sino “puta” y “lisiado”. Tantas veces repitió estos insultos, que llegaron a convertirse en nuestros nuevos nombres. Olvidé que en la pila de bautismo me pusieron Amparo; olvidé mi rostro, mi pasado, olvidé cómo era mirarse en un espejo, olvidé cómo gozaba mi piel al contacto del agua caliente, olvidé sonreír y olvidé la lluvia. Olvidé para sobrevivir y dejé atrás a la niña rubia de la masía, dormida sobre un campo de cerezas. 

David era un gran escuchador de historias, por mucho que yo fuera una mala cuentista. Fabricaba para él la quimera de reinos mágicos, de reinas y princesas bailando al son de una orquestina templada con clavicordios de oro. Durante un año le amamanté como si fuera un niño, durante un año le ofrecí mis besos, durante un año mi piel desnuda fue su cuna, durante un año mi voz se convirtió en su nana. Una arquitectura de enramados coralinos se endurecía en su espalda, y respiraba con dificultad al dormir el sueño de los justos. Mis dedos encallecieron de tanto acariciar el querido cuerpo quebrado, mis puños se destrozaron en el vano intento de franquear la puerta maldecida, las filigranas del mainel cubiertas de relicarios, aquel muro donde se estrellaba mi diminuta esperanza de ser libre. 

Y en cada átomo de aire que tomaban mis pulmones, la mayor parte fue siempre para David cuando en sus desmayos le insuflaba vida. Y en cada amanecer le sostenía mientras sus ojos se apagaban. Y en cada segundo de su lucha hube de alentar en mí nuevos bríos. Y en cada anochecer mi boca guardaba el calor de su frente y guarecía con mi hálito su débil resuello, hasta que su sufrimiento se hizo mayor que el mío y quise detenerlo. Quise detener el torrente de sus corazoncillos desbocados, las campanas bajo su piel tañendo presagio funesto, sobre su pecho el almohadón de plumas, contra su cara y contra su nariz y contra la naturaleza, y los corazones restallando, saltando, subiendo de ritmo y bajando hasta desaparecer por completo, mientras de la espalda, metálicas, brotaban mojadas por mis lágrimas sus alas de mariposa. 

Fuente ilustración: ojodeoroyyo.blogspot.com
Aquella madrugada, con el cadáver entre mis brazos, soñé con la última cereza del verano, y comencé a perdonarme a mí misma.

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