Paqui Castillo Martín
Cuando los poetas gritaron, ella guardó silencio. Suaves
estertores de pajarillo débil recorrieron su cuerpo desnudo ya de vida.
Desde el río
llegaban las odas rabiosas de los poetas, dando dentelladas a la luna de
sangre, espuria y enronquecida de llanto dulce y piel amarga.
Desmayado en el
diván de la miseria, bordaba estrellitas de plata un gato de ojos brillantes.
La favela se estremeció cuando el viento, enloquecido caos de dolor lívido,
galopaba sobre sus hombros sin techo. Una llama, sonrojada, bailaba la danza
del vientre para su público formado por un millón doscientos veinticinco mil
ojos de cristal. La niña no se movió de su camastro, porque estaba muerta desde
antes de nacer. Salvas ahogadas por el verdor de la frondosa selva la saludaron
dando brincos de pluma para asomar el hocico por entre las hojas de los
bananeros de papel cartón. Los ratones clavaron sus ojos en la arena y brotaron
charcos de fango. La niña no se movió de su camastro. Su madre vomitó mil rosas
de ceniza puntiaguda y abrió una grieta en el aire transparente para pedir a
los poetas que callaran. El erizo inició la vuelta al mundo, dispuesto a
convertirse en un personaje de Julio Verne, pero fue alcanzado por el rayo, y
quedó inmóvil, con una expresión turbia y demoníaca en la porcelana gris de sus
ojos sin fondo. El erizo era el animal favorito de la niña. La niña no se movió
de su camastro. La madre abrió una ventana de cobre y mirto y penetró en las
orillas del sueño perfumado por el recuerdo doloroso de la niña agonizante y el
erizo muerto con los ojos clavados en la luna. El padre pidió a los poetas que
dejaran de dar dentelladas a la luna, porque su niña se estaba muriendo.
Atormentado, azul y ámbar el rostro, contraído el pulso, apasionada e
irrefrenable su sangre, lanzó por el acantilado el alma aún caliente de la
niña, aún latiendo en su mano, aún tornasolada y turgente. Se arrojó tras ella
y lanzó un aullido descolorido y pútrido al llegar al suelo, pero la niña no se
movió de su camastro. El aire se llenó de pequeños fragmentos de esperanza.
Allá arriba, en la montaña, el pájaro del odio amamantaba inútilmente a sus
hijuelos disecados.
La madre sintió
cómo el frío cortaba su garganta redonda y jugosa, rematada en tres collares
negros trenzados por los negros dedos de su hija. La luna, herida de muerte,
juró venganza, mientras los perros de piedra se desternillaban de risa. La niña
no se movió de su camastro. Los poetas, mudos y desnudos, radiantes pero
altivos y malignos, no tuvieron más remedio que marcharse triste y blandamente.
***
Suplicó por última
vez que le concediera la gracia de marcharse. En los rechonchos espejos de sus
ojos se multiplicó el brillo maléfico de una mariposa envuelta en el verde
crujido de su batir de alas. El sudor daba un matiz cobrizo a su piel tensa.
Cerró los párpados. Errabundo, ingrávido, comenzó a vagar por el pasillo en
sombras. El corredor se ampliaba infinitamente, como un manantial umbrío,
luengo e indefinidamente oscuro, endiosado como el tiempo pero sin la gracia de
los espíritus. Recordó a su hija, pequeña y marchitada como una margarita rota
en la caja de zapatos de algún niño enfermo. El sudor se le enfrió de repente
en el rostro y recibió una bofetada de aire fresco. Había conseguido huir de la
mansión del Poeta y, arrodillándose, a pesar de que hacía tiempo la niña, serena
y astutamente, le había dicho que no existía, dio gracias a Dios por ello.
Notó la tierra
apisonada entre sus rodillas y su terca humedad. Bajo el manto de estrellas,
con el rumor único y rítmico del grillo, se echó de espaldas en la frescura correosa
de una yerba empecinada aún en soportar el peso de su cuerpo.
***
Despertó entre
sombras. Otra cruda pesadilla. En la semipenumbra, notó el bulto escurridizo y
panzudo de su esposa, que dormitaba aparentemente plácida, boqueando al compás
de los aullidos de los perros mansos del jardín. A su garganta enarcada por el
mortecino resplandor de la luna herida se aferraban triste e inútilmente unos
tiernos collares de azabache profundos y fríos como la noche.
Se incorporó. Notó
el aliento de miríadas de jazmines jugando en la cabellera, celeste como un
planeta líquido, de la mujer. Se dirigió al baño y descorrió las cortinas de la
ducha. Abrió el grifo y dejó escapar un alarido indigesto que había soterrado
durante mucho, demasiado tiempo. Para no despertar a su esposa, lo extrajo con
cuidado de la minúscula estancia y lo arrojó por la ventana, y pudo oír cómo su
eco se multiplicaba en el inmenso cielo estrellado que besaba la llanura con
temblores de pájaro chiquito.
Decidió, mientras
se sumergía en las aguas silenciosas del olvido, que no regresaría a ese
caserón ruinoso mientras no tuviera fuerzas para enfrentarse al Poeta. La hora
final estaba aún por llegar. Con el puñal de verde nácar, mutilaría su alma
deshumanizada y arrojaría sus pálidas manos al vacío. Con una calma plomiza
vería arder sus libros...
***
Desde que su hija
murió comenzaron aquellos sueños. En ellos, todo lo inerte cobraba vida
espiritual y voluntad propia, dejando de ser por un instante meros adornos
fútiles del paisanaje. Pero lo que más terror le producía eran esa casa y su
tétrico inquilino.
-¿Desde cuándo esos sueños?-interrumpió el doctor.
-Ya se lo he dicho. La misma noche de la muerte de la niña.
-No ha comprendido mi pregunta. Me refiero al tiempo que hace
que comenzaron esos sueños.
-Cinco años. Cinco años con sus días grises y sus noches
azules. Cada noche y todas las noches. Invariablemente. Siempre.
La eternidad izaba
sus alas en la lustrosa consulta del psicólogo. Parecía como si aquel hombre
amanerado y lamentablemente postrado en el diván acudiera en su ayuda para
responder a una pregunta eterna y sublime, pero abortada antes de ser formulada
a flor de labio. Poseía un aura poderosa, magnética, como si pudiera atraer en
torno a sí las corrientes gravitatorias de otros campos de energía. Pero sus
ojos reflejaban una angustia tan vieja y tan diáfana como un mar en calma.
Parecía como si tratara de reconfortarse con una desvencijada sonrisa interior.
Era un hombre dolorosamente iluminado por el ángel de la muerte. El doctor
sintió instintiva compasión, infinita pena.
-¿Qué elementos destacaría de su sueño?-Una mano inteligente
y delicada, de largos y finos dedos, presta a tomar rápidas notas sobre el
papel, una voz que se abría, despacio, con un quejido gutural, una luz muy
tenue y densa, unos ojos que no veían...
-Un río de corrientes tumultuosas, un prado
desproporcionadamente grande y hermoso, un desierto poblado de dunas y
soledades, una iglesia semiderruida coronada por un campanario incólume y taciturno...Una
montaña nevada, Surcada por huellas sin nombre, sin tiempo, infinitamente
pequeñas e infinitamente solas. Un aire de incienso y malva lo cubre todo como
un manto de ensueño...Y, postrado de espaldas al horizonte, un caserón
desalmado, polvoriento y derretido bajo el peso de un sol sin justicia ya para
tantos....Es el hogar de los cuervos inmisericordes y de las parcas y monstruos
que gustan de asustar a los niños pequeños desde el fondo de un armario...en el
ubérrimo jardín sólo florecen los verdes cementerios del amor...no hay vida en
el frío mármol de sus paredes, vestidas por el hielo de la mirada de miles de
ojos pétreos, salvajes y solemnes, desangrado recuerdo de una cacería tortuosa
y viejísima...Entre esos desolados paredones no pueden cobijarse espacio y
tiempo...sencillamente, no existen. Cuando penetré por primera vez en la
mansión, además de abatirme una oleada de calor frío me ganó la sensación de
estar situado en un punto único del universo rebelde a todo mapa o calendario.
La fascinación se fue apoderando de mí y me abandonaron los demás sentimientos:
amor, dolor, miedo, ira...Miré hacia el cuenco que formaban las palmas de mis
manos. Tardé un tiempo en comprender que en el núcleo, entre la carne y la
sangre, allí donde diestra y siniestra más se unían, en irrompible abrazo,
yacía un pequeño aleph. Transido por el resuello de miles de almas, caminaba
por el pasillo casi a tientas, con pasos de gigante sonámbulo...
-¿Y qué es lo que vio en ese aleph?-interrumpió el doctor,
visiblemente aturdido-. (El doctor era un gran admirador de Borges).
-Vi una telaraña de espirales en la que fluían en azarosa
lentitud espejos cubiertos de un orín antiquísimo, cortinas festoneadas,
armaduras milenarias, fugaces llamas amamantadas por eternas lámparas que
abrían minúsculas puertas de luz en el muro intransitable de la oscuridad,
flamígeros espíritus que agitaban indecorosamente sus livianos senos en el
aire...Vi la vida en unos ojos que lloraban, y en la vida vi la muerte...y vi a
mi hijita en su camastro, y el rayo, y el huerto de los erizos, y los perros de
piedra, y los collares negros, y vi, sentí el dolor...
(...)
Cuando traté de
ver a los poetas, echaron a correr por el monte, aullando con sus blandas y
fétidas manos ensortijadas en la cabeza...
Ellos la mataron. Ellos escribieron un poema acerca de la
muerte de mi hija trescientos años antes de que ella naciera. -El hombre del
aura poderosa se había sumido, a medida que avanzaba en su relato, en un
profundo sopor-. -No son sólo sueño, son también flor y espada, desdeñosas aves
y maldad humana. Son la hoguera de la soledad. Ellos la mataron. Sin
embargo, no les culpo a ellos, pues obedecen las órdenes del Poeta...son perros
acólitos, meros muñecos de trapo. La niña no tenía la culpa. Debí cortarles sus
escuálidas y frígidas manos hace mucho...Cuántas veces me he sentido tentado de
entrar en la biblioteca...ése es su refugio y morada. He hablado con todos
aquellos que perecieron en el intento...Me advirtieron que no tratara de
mirarle a los ojos...arde en ellos el tormento de mil infiernos de vacío y
lujuriosa soledad...Son dos brasas que penetran mucho más allá de toda dicha y
todo dolor...No es humano...Los libros, callados tesoros de los hombres, no son
más que un pretexto...Las firmes columnas en que descansan anaqueles repletos
de respuestas soportan un peso hercúleo que roza casi el argentino esplendor de
los jardines celestiales...
Toda la sabiduría
del universo está concentrada en esas cuatro paredes de inefable fortaleza.
Pero él, conocedor de sus misterios, la desprecia y se ríe de los hombres
graznando en sus altas cumbres...
El soporífero
reloj no marca ya las horas...adorno cruel de una naturaleza extraña...pero
dará las doce cuando le clave mi puñal verde en sus verdes ojos de serpiente
amarga... Debo destruir lo que hace tiempo creé...debo enfrentarme a quien cree
mover los hilos invisibles de nuestro destino en sombras, debo arrancarle la
chispa vital que habita su pecho sin alma...porque la niña no tenía la culpa de
haber nacido dentro de sus ojos de dragón voluptuoso. Yo no era el padre de esa
niña, es verdad, pero me hice cargo de ella y la quise y la protegí largo
tiempo de quien la había traído, desnuda y tierna, a este mundo de
padecimientos y mortecinos estertores. Pero el viejo de ojos grandes mandó a
esos poetas de aliento demencial a que hundieran una flor de sangre en el
pequeño pecho aterciopelado...Su propio padre...
El doctor inspiró
profundamente el aire nocturno y dejó escapar un suspiro redondo transido de
tristeza. Bajó la persiana. Contempló la turbia estrella en los ojos de su
paciente. Acercó una de sus manos al rostro demacrado y le bajó los párpados.
Comprendió, compungido, la temeridad de su acción. Se había enfrentado al
Poeta, y su valiente arrojo y decisión nada habían podido hacer para evitar
mirarle a los ojos.
Cuando bajaba las
escaleras del hall, la ambulancia llegaba dando gritos en medio de la noche
cerrada.
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