sábado, 29 de octubre de 2011

TODAS LAS NOCHES, AMOR

 SORTEAMOS UN EJEMPLAR, FIRMADO Y DEDICADO POR LA AUTORA, DE SU LIBRO LA GABARDINA Y OTROS CUENTOS CHINOS, COMO PREMIO POR EL COMENTARIO MÁS SUGERENTE, HILARANTE, ORIGINAL O IMAGINATIVO, DEL CUENTO "TODAS LAS NOCHES AMOR". EL ÚNICO REQUISITO PARA PARTICIPAR EN EL CONCURSO ES QUE OS HAGÁIS SEGUIDORES DEL BLOG, CON NIK O NOMBRE REAL.  DEJAD VUESTRO CORREO ELECTRÓNICO AL FINAL DEL COMENTARIO PARA QUE LA AUTORA PUEDA PONERSE EN CONTACTO CON VOSOTROS. GRACIAS Y ¡SUERTE!
Paqui Castillo Martín
Había salido sin apagar la luz, trabucado en la bufanda escolar, sin más penitencia que un tibio desayuno en la cartera. La sala estaba vacía, y se podían oír los rítmicos golpes de respiración de los fantasmas dormidos.
La madre vomitó un bostezo mal disimulado y le dio a la clavija. Recogió las migas de la mesa y se envolvió en la bata, sollozando aún al recordar las palabras del hijo. Entró en el baño y se miró en el espejo, en un acto de contrición que le devolvió su propia imagen deformada, como una burla cruel o un sueño que castiga las penurias del día. En la cama, junto al marido gordinflón y perezoso, se mesaba los cabellos entrecanos, y mutilaba el silencio de lo oscuro con una plegaria marchita de sus labios de bronce. Parecía que fuera ayer cuando el extraño que dormía a su lado la cogió entre sus brazos, y le arrancó, con brutal cuidado, el vestido de novia, blanco vestido de blanca virgen, blanca como una rosa de los vientos en medio de un desierto poblado de ausencias.
     Esperaba el alba con la inquieta mansedumbre de quien se ha acostumbrado a ver pasar la vida como en una película, y de vez en cuando resoplaba al compás de los dormidos fantasmas de la alfombra. Todavía tembló al recordar los ojos iracundos del hijo clavados en los de ella, unos ojos igual que los suyos, verdes, gélidos y transparentes. Con resabiado resquemor se levantó a planchar el montón de ropa, que parecía siempre el mismo de todos los días, una revuelta serpiente tricolor de uniformes de colegio, monos de mecánico y calcetines sin zurcir. De vez en cuando, algún trapo de ella que no se molestaba ni en doblar. El canasto exudaba suavizante y detergente, y la cocina toda tenía un cierto aire melancólico.
    Habíase puesto a barrer cuando el extraño se presentó de improviso en la cocina. Era el día de descanso, y como siempre iba a comprar la entrada del partido de segunda. No se miraron siquiera, como si sintieran vergüenza de representar el mismo papel todos los días.
     El extraño se estaba quedando calvo como los árboles en otoño. El pantalón del pijama le dejaba ver la peluda punta de la espalda y el grueso costurón de una vieja herida. Abrió la nevera y sacó una lata de cerveza. A la mujer le dijo, sin apartar la vista de una cucaracha en el suelo, que no le esperara para la cena.
     En la ducha, la mujer aún rumiaba bajo el agua las palabras del hijo. Volvieron a sorprenderle, con un violento dolor de corazón, los maliciosos ojos de la bestia adolescente clavados en lo suyos. La mujer dejó escapar una lágrima blanca que se fue para abajo con la espuma de la ducha.
     Ya no recordaba cuándo fue la última vez que la había tocado el extraño. Mientras acariciaba sus piernas fláccidas con la avaricia de un loco, imaginaba al extraño estrechando a la otra, susurrándole lo mismo que le había dicho a ella cuando aún se querían. Se envolvió en la toalla y se fue corriendo a la cocina. No pudo evitar que se rebosase la leche del cazo, y un olor a quemado empezó a invadir el salón donde dormitaban los fantasmas.
     Rezaba entre dientes el rosario. Se calzó las zapatillas con un gesto ritual, y sin más ceremonia se metió otra vez en el dormitorio, como cada mañana desde siempre, o al menos desde que podía recordar. Abrió lenta, lentamente la puerta de la buhardilla, y penetró en la sala oscura dándole a la clavija de la luz, y se sentó en la mecedora a esperar que se despertaran los fantasmas.
     La soledad prendió en su alma por un momento, y dolorida de un moretón hinchado se cebó en el recuerdo de otros tiempos. Sus pacientes admiradores cantándole desde la ventana enrejada canciones de amor encendido, pidiendo su mano irredenta, besando el suelo que ella pisaba...
     Entonces, y sólo entonces, era cuando ella tenía que haber cogido para siempre las riendas de su vida. Si hubiera tenido la oportunidad, se habría marchado del pueblo y hubiera estudiado una carrera, y se hubiera comprado todos los vestidos del catálogo, y hubiera salido los domingos, sola, a ver las películas de Cary Grant... Cary, Cary, su dulce amor secreto, su amor hecho de tiempo congelado en fotos color sepia, su verdadero amor, por el que hubiera dado lo que no tenía con tal de pasar una sola noche en sus brazos...
     Arropada por las volutas de humo de la cafetera, caminaba con parsimonia por la cocina, envuelta en sus recuerdos salvíficos. De pequeña, le gustaba ir a la escuela. Se acordaba del olor a tizas, y del viejo pizarrón, y del profesor rotundo que le enseñó sus primeras letras. Cuando cumplió los nueve iba todos los días, granizase o quemara el sol, a la inmaculada escuelita con comedor que las monjas habían abierto para que pudieran estudiar las niñas pobres. Allí conoció a Sebastiana, y a Mariela, sus dos grandes amigas de la infancia. Ahora Mariela estaba muerta, ahora Mariela vivía con los otros fantasmas de debajo de la alfombra. De Sebastiana sabía que se había casado con un primo suyo que la pegaba mucho, y que un día cogió a sus niños y se marchó del pueblo sin dejar rastro. De eso hacía siglos.
   Hubiera llegado lejos. Tenía una curiosidad por el mundo que a ella misma la asombraba. Leía los manuales de instrucciones de los electrodomésticos, las recetas del médico, los periódicos, cualquier cosa que cayera en sus manos, con una voracidad que la inquietaba y le dejaba una sensación de vacío en el estómago, un clamor profundo que se revolvía en sus tripas y le decía, despacio: “Estúpida, mírate. ¿Qué ha sido de tu vida, qué ha sido de tu vida, qué ha sido de tu vida?”.
     Asomó la cabeza por la ventana para ver si llovía, y tendió la ropa dentro porque comenzaban a caer las primeras gotas. Ese día estaba sola, sola con sus fantasmas, y repetía maquinalmente los movimientos de su brazo en el tendedero como ida a la quimera de otro espacio. Ahora se le venía la imagen del abuelo en el patio de su antigua casa, riéndose por cualquier cosa, contándole mil cuentos de hombres que se hacían a la mar en busca de aventuras, y que volaban en pájaros gigantes y encontraban islas desiertas maravillosas y llenas de tesoros...El abuelo y ella en un campo de azahar, comiendo limones y naranjas, pescando ranas en el aljibe, aullando como locos a la luna, o diciendo lo primero que se les venía a la cabeza. Uno exclamaba “pan” y otro contestaba “nube”. Uno decía “amor”, y el otro le replicaba “muerte”. Era un juego muy divertido, que practicaban incluso en medio de los rigores del invierno. Y todavía más cuando el viejecillo se quedó ciego, y hubo que suplir con palabras lo que los ojos no veían.
     La mujer tenía los ojos tan verdes como la esperanza. Muchas veces se paraba, en mitad de una faena, a contemplarse en el espejo, porque le gustaba cómo sus dos pupilas cristalinas titilaban en la sombría lobreguez de su cuarto.
     Hecha la casa, se sentó a esperar como todos los días. Tenía un libro en las manos, el mismo de ayer, el mismo de siempre, porque no le daba tiempo a terminarlo, porque era como el libro de su vida, triste y con las hojas grises.  Al poco de sentarse en el sofá de skay rojo, vendría el hijo a romper el silencio del viernes, pidiendo a gritos que le tuviera preparada la ropa, que ese día saldría con sus amigotes hasta muy tarde. El hijo era un puñal clavado en su alma. Pasarían mil años, y no olvidaría las palabras que le dijera por la mañana. Eran tan duras que no se atrevió a anotarlas en su diario, el diario con el que conversaba cada tarde, que se había convertido en su único amigo, un amigo íntimo sin labios para responderle.
    Las palabras del hijo resonaban, terribles, en su mente, mientras tomaba, una a una, en lenta procesión, todas las cápsulas azules del frasco tornasolado. La habitación, como un remolino, daba vueltas alrededor de su cabeza. Sintió miedo, y luego lo negro se hizo denso, y cerró los ojos para amortiguar el dolor, y el universo en pequeño que se desplegaba ante ella, que enceguecía...

      Miró hacia abajo y sólo vio un bulto sin vida, abotargado y desparramado frente al baño del espejo, y sintió náuseas de sólo pensar en volver a él. Evanescente, subía las escaleras con el porte de una gran diva. Lejos, en la quietud de la distancia, se oía respirar a los fantasmas. Las luces del salón abuhardillado estaban encendidas, pero nadie, excepto él, le había dado a la clavija. Lentamente, ascendía como transportada por un hálito de sueño. Cerró los ojos, verdes como demonios, porque la suave luz se los hería. En sus tristes dormitorios reposaban el extraño y el hijo terrible. Dormían ajenos, esperando el nuevo día que el dios de las pequeñas cosas regala a los seres corrientes. Ella, majestuosa, magnífico el porte, transformada en turgente presencia, delgada como un haz vivo de luz cegadora, penetró en la buhardilla, flotando como sólo se flota en el humo de una película. Al otro lado, más allá del muro sólido que se le antojaba impenetrable, estaba él, esperándola, con los párpados semientornados, admirativamente, mientras la recorría con la mirada de arriba abajo. Con gesto seductor, se llevó lentamente, muy lentamente, el cigarrillo a la boca. Ella caminó despacio hasta colocarse frente a su rostro, tan cerca que sentía derretirse por el calor que desprendía su cuerpo. “Te he esperado todas las noches, amor”, le dijo él, y sonrió con su fresca sonrisa atronadoramente bella, hermosamente dibujada en el espacio infinitesimal, cálido y ubérrimo de la pantalla de cine.
Nuestros protagonistas imaginados por Benjamín Solís García

2 comentarios:

  1. Queridos lolavanderos: animaos a participar en el concurso.
    Por supuesto, quedo yo excluida automáticamente, no por ser la autora del libro, sino por mi poco sugerente, hilarante, imaginativo y original comentario.
    El plazo del concurso finaliza el 31 de diciembre.
    Mucha suerte a todos!

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  2. ¿ Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo ?

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