miércoles, 7 de septiembre de 2011

RENGLONES TORCIDOS (UNA INCREÍBLE HISTORIA, TAN REAL COMO LA VIDA MISMA)

Fuente fotografía http://mileon.wordpress.com/biblioteca-del-hospital/
Por Paqui Castillo


Tengo una pulcra biblioteca, pequeña, modesta, trasunto exacto de mí misma. Es el anverso de mi alma, el negativo de las palabras que nunca dije porque ya otros las dejaron escritas. Orgullo y tesoro, heredad heredada, covacha y guarida de mis ansias de recogimiento. Cobró forma hace una centuria y, cuando alcancé las primeras luces, ya me estaba esperando su promesa de placeres como si fuéramos, una de otra, objetos preternaturales destinados a la posesión mutua.
Una biblioteca es un cosmos condensado, una diminuta partícula de polvo desprendida de los estantes donde reposa y se acrece la omnisciencia infinita del universo eterno. Cuando niña, yo me figuraba navegar en el oleaje de aquellas hojas amarillas impresas en moldes misteriosos. Ágrafa y curiosa como el hombre en el estadio de la piedra, dejé yo también mi testimonio de elipses, círculos y espirales sobre la superficie mansa de sus marcas de agua. Edad de la inocencia: espacio y tiempo reducidos, cobija y cuaderno, esplendor y sombras, libro.
Mi abuelo fue el primero de una saga de voraces lectores en una época en que las letras eran privilegio de unos cuantos. La mayoría de los habitantes del villorrio tenía hambre de tierras y vegetaba sumida en la rutinaria mansedumbre del trabajo de sol a sol en campo ajeno. El cacique local era algo más instruido: tres libros había en la finca, el de la contabilidad de las tierras, un devocionario y una versión abreviada de la Biblia- que hoy llamaríamos de bolsillo- de la que la censura había expurgado convenientemente el Cantar de los cantares. La biblioteca parroquial se caía de puro añeja: un libro de horas, la Summa contra gentiles, la Vulgata, los Claros varones de Castilla y, escondidas entre los gruesos papelotes del desordenado archivo, las obras completas de San Juan y Santa Teresa. Su presbiterial custodio celebraba la misa en latín dirigiéndose al altar ostentoso, de espaldas al pueblo. Y ese pueblo sudoroso y cansado, amador de la humildad de Jesús carpintero y odiador  del clero plutócrata, proclamó un día la República.
Mi abuelo, pastor infatigable y aprendiz de escritor, no tenía otra bandera que el arrebol de las mejillas de su Amarilis furtiva, cuya frialdad inicial rindió a base de encendidos versos que le valieron, al cabo, el premio de algún beso casto. La impetuosa corriente de cambio trajo a la aldea libros prohibidos: Los miserables, El judío errante y la hermosa prole literaria de Dumas padre y descendencia. Del viaje de novios a la capital de España, mi abuelo y su alondra volvieron con estampas del Retiro y una maleta cargada de intrigas palaciegas, asesinatos encubiertos, raptos de doncellas, pasiones incestuosas y otros dramones de estilo bizantino: de esta forma entretejieron sus historias las finas paredes arteriales del refugio placentario al que gusto de llamar mi biblioteca, va ya para un siglo.
El primer hijo varón de la pareja, mi padre, regentó hasta su muerte un negocio de barbería. Cumplía con su oficio con la perfección y la constancia de un geómetra enamorado. Era un artista de la línea recta. Durante generaciones, sus ancestros habían surcado los terrones de la dura arcilla del páramo huertano. Él se había liberado de las cargas de servidumbre del agro, pero aún la genética ordenaba en su pulso cercos como filas de abrojos en los cuellos impolutos de sus fieles. Escucharle hablar era una fiesta: cultivado y sencillo, guardián celoso de un singular secreto: el legado de aquella biblioteca republicana y peregrina, fuente manantial a la que, como raíz empapada en savia, hizo multiplicar sus frutos. Le intuía en la oscuridad, como un dios diminuto rodeado de su creación, iluminado por el tibio resplandor de las repisas, modelando imágenes en el limo de su imaginación fecunda y participando de ritos mistéricos que pronto, sin yo saberlo, me serían revelados.
Mi padre sabía hablar el idioma de los niños, ese lenguaje universal que la humanidad antigua compartió en sus albores, allá en los lejanos días en que vivía en fraternidad armoniosa en la torre de Babel. Tendría yo siete años cuando una tarde le sorprendí mirando embelesado la ancha serranía. Fumaba recostado en la escalera del patio, donde el albayalde recomido por los caracoles, ahora resecos, recogía como escorias las cenizas de su cigarro. Se escondía detrás de los arriates de margaritas, al abrigo de cualquier mirada que no fuese la mía tan semejante a la suya. Parecía triste pero, cuando me acerqué a consolarle, sus ojos pardos sonreían. Yo le cogí la cara con las manos, y así quedamos suspendidos, durante minutos que parecieron horas, comunicándonos uno a otro la fuerza poderosa que nos hacía distintos al resto. Limpió un fragmento de ascua de su chaleco, y se levantó. En estado de trance silencioso me condujo al piso superior, a la minúscula habitación donde guardaba sus libros. Las baldas tropezaban con el techo abovedado. Tomé un ejemplar algo gastado en sus esquinas, y al abrirlo reconocí los criminales garabatos que poco antes de aprender a deletrear había delineado en sus guardas. Como torpes huellas de delincuente novicia, aquellos signos me delataban. Temí una regañina, un gesto brusco, pero al buscar su rostro recibí una caricia en la distancia. Comprendí entonces, a pesar de la brevedad de mis días, cuánto me amaba. Nos acercamos al ventanuco. Sobre el piso de tierra batida había dos baúles que no recordaba haber visto en mis incursiones previas. Gimieron sus pestillos al ceder, desprendiendo el contenido un olor acético que cubrió la estancia de finos estambres de rocío rojizo. Me asomé a su fondo. En esa especie de aleph maravilloso dormían en confuso desorden volúmenes de toda forma y tamaño que se me antojaron antiquísimos, cosidas sus tapas con pericia artesana, iluminadas sus cubiertas como pórticos con dibujos orientales, capricho de una fantasía sin límites que parecía perderse en los brumosos orígenes de la vida, barrunto de una era más allá de toda escala geológica. Me sentí parte del mito que comenzaba su lento virar cíclico constantemente renovado.
Al hablar rasgó la quietud de tela antigua del cuarto en penumbra:
Para ti.
Y lo dijo mientras ponía en mi regazo un ejemplar que no me atreví a explorar hasta que me encontré, expectante y si aliento, bajo la protección de las paredes de estuco de mi dormitorio. Quedé pronto desencantada ante el abigarramiento arábigo de las páginas huérfanas de ilustraciones, del olor antiguo a piel curtida, del extraño dibujo policromo que desde la portada sonreía a mi descontento con irónica malicia. Negligente consumada, lo enterré en un cajón y me olvidé de él justo hasta que cumplí los trece. Entonces volvió a aparecer en mi existencia cotidiana como un regalo inesperado.
Un libro es un punto de encuentro en el lugar oportuno. Compañero de fortunas, ya nos ha elegido mucho antes de que nos demos cuenta de que existe. Fluido mágico que tiende a alcanzar su propio equilibrio movido por el émbolo de un destino escrito entre sus líneas. Pureza envuelta en nostalgias, dolor y encanto, clepsidra y rueca, libro.
La adolescencia es un país extraño a donde son desterrados los que dejan de ser niños. El paisaje de la mía era montaraz y agreste y, por descontado, solitario. Pasaba las tardes muertas en la biblioteca del concejo, deglutiendo indigestos tebeos belgas e insulsas aventuras infantiles cargadas de moralina, a la espera de cumplir el trámite de los catorce años, en que las prohibidas puertas de la sección de adultos me darían paso franco. Mi padre, sabedor de mi angustiosa condición de precoz lectora, acudía con frecuencia  al santuario para dejar luego, aparentando casualidad, algún reclamo sobre su mesilla de noche. Yo, como un ave rapaz, me acercaba cautelosa hasta mi presa, mientras mi padre, al acecho, se fingía dormido. Así, con salvaje entusiasmo, fui devorando el contenido de su insólita despensa. Recorrí los inhóspitos parajes italianos donde Don Camilo alzó su prédica, me convertí en truhana de venta en El buscón don Pablos, me enamoré por vez primera cabalgando sonetos de Soledades, Galerías y otros poemas. Leía cuando la familia se entregaba al sueño, sintiéndome ladrona y alevosa, creyendo cometer al  rozar la endeble pasta de los cantos bordados un pecado de bibliofagia al que seguiría un insufrible castigo. Yo, robando en la casa de mi padre…Era delicioso, era loco, era mi sino: morir con la miel en los labios y el corazón en un libro.
Aquella mañana de mis trece años volví a abrir el cajón abandonado. Cubierta de centellas de luz difusa, maculada por un fino barniz de virutas, me esperaba aquella espantosa mole encuadernada en pastas ocres. La examiné con atención. Era una reproducción facsimilar de una vieja edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Me recibió una marejada de tipos móviles que trenzaban hileras de renglones torcidos. Comencé a leer con dificultad, trabucándome a cada comienzo de párrafo, pero muy pronto me sumergí en su intriga novelesca, y me vi envuelta por el áureo fulgor de unos ocasos que Machado ya me había enseñado a caminar en sus coplas.
El cómo a partir de entonces comenzó a crecer mi biblioteca es casi un enigma. Ha madurado conmigo viéndome vestir con los colores de un estío que poco a poco irá convirtiéndose en otoño. Ciudad en miniatura, ha multiplicado sus calles, y hay ecos de otras lenguas en sus anaqueles como ventanales, lejana reminiscencia de aquella Babelia arcádica en la que la humanidad, en su infancia, tenía su patria. Ha bebido de las deudas de gratitud que los estudiantes contraen con los libreros de viejo. Guarda joyas de precio irrisorio y valor incalculable. Es testamento de la Historia. Acuna en sus romances de ciego el pulso de un pueblo que late en mis venas.
Una palabra es el quejido de la tinta cristalizado por el viento. Materia ignífuga que al ser pronunciada ya no existe. Ser que pertenece al pasado. Vórtice sideral de la azada al estriar el surco la semilla. Mariposa de aire que se eleva, con el impulso de mi voz, sobre las colinas del valle. Légamo telúrico que al ser pisado convoca, como un consuelo, el recuerdo de mi padre:
Vuelve la paz al cielo;
la brisa tutelar esparce aromas
otra vez sobre el campo, y aparece,
en la bendita soledad, tu sombra.
Tengo una pulcra biblioteca, pequeña, modesta, trasunto exacto de mí misma.

4 comentarios:

  1. Tu pequeña y modesta biblioteca es un gran tesoro. Espero algún día tener algo así. Cuando la fortuna me sonría.

    ResponderEliminar
  2. Eso sucederá mucho antes de lo que esperas, porque como dice el narrador de El Alquimista, ya tienes ese tesoro en tus manos: tú.

    ResponderEliminar
  3. "Un libro es un punto de encuentro en el lugar oportuno. Compañero de fortunas, ya nos ha elegido mucho antes de que nos demos cuenta de que existe." Precioso relato. Al igual que tú me pregunto que no sé qué hubiésemos hecho en nuestra adolescencia si no nos hubiésemos enganchado a los libros, a ese maravilloso mundo que se nos abre en cada página, en cada una de las frases que acaban tejiendo intrigas, misterios, y aventuras maravillosas.

    ResponderEliminar
  4. Desde luego, mi vida hubiera sido mucho más triste...ya sabes que tuve una adolescencia un poco difícil (es una edad muy mala), y claro, la única salida que encontré fue refugirame en los libros. Cuántas cosas aprendí de ellos, y cuántos momentos placenteros les debo. Creo que me rescataron de mí misma. Un beso, bibliófaga.

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Buscar este blog