sábado, 17 de septiembre de 2011

CRISTALES ROTOS

Por Paqui Castillo

Fuente fotografía: http://titomacia.ning.com/

A esta frente hirsuta en la que luzco orgullosa, hilo de plata hilvanado por las horas, mi primera cana, acuden en tropel recuerdos de la infancia. El transcurrir lento de los días, gloriosos y eternos, de aquel verano de mis cinco años, grabado se ha en mis retinas y en la piel siento todavía el fuego de su encanto como una límpida cantinela de esbozos y sombras de niños que en la calle juegan. Son un grupo de chiquillos de hechuras recias y miradas puras. Sus pies desnudos, de suciedad satinada de élitro de insecto, sus cuerpos esbeltos de verdor agitanado, sus manos a la espalda, cautivas forzosas del digital cómputo del  escondite a mi memoria llaman, y sus alegres ojillos morunos me observan a través de los cristales rotos de un edificio de oficinas gris plomizo, funcional y feo que alguien hizo construir hace poco para albergar la biblioteca del concejo. Basta acercarse a esta mole burocrática e indecorosa para comprobar que en sus cimientos queda todavía algo de la esencia de aquel estío. Cuanto más me aproximo a las frías urdimbres de ese cementerio de latón donde enterré mi niñez, más vívida es la estampa de aquella tarde, de aquellos niños, de aquella calle. Revientan en ella las azucenas y las clavellinas prendidas en los balcones, y los ventanales exhiben banderas gualdas y rojas, y algunos, muy pocos, el pendón andalucista. El aire es un dulce bálsamo aromado por los misteriosos efluvios del galán de noche que germina en bosquecillos de los arriates de los patios comunales. La plaza cercana es una música colorista y bullanguera de rítmica zambra.
Los niños- aún no puedo distinguir sus rostros- siguen jugando, ajenos a los males del universo de los adultos. Las campanas de la iglesia dan las ocho. A veces se detiene un coche, cortando la mágica cuerda invisible de la que tiran infantes e infantinas para rescatar a la imaginaria princesa encerrada en su torre. Dos o tres parejas suben a caballo hacia la plaza: ellas, ágiles palomas, agitan con su contorno grácil crujido de volantes blancos; ellos, altivos jilgueros, caracolean sus monturas gimiendo en sus quijadas espuma de cansancio. A la verbena van, orgullo de sus mayores sentados al fresco en la rústica cátedra de sus sillas de anea. La matriarca de la vecindad es complaciente e industriosa. Sus cabellos albos flotan desdeñosos y mansos, apenas un copo de nieve mecido por la suave brisa agosteña. Tenues arrugas surcan las comisuras de sus labios, sus sienes enhebran pergamino y pensamiento, pero sus ojos garzos sonríen con beatitud trascendente, iluminados por una cálida transparencia que hace imposible averiguar, mirándolos, si su dueña es moza o vieja. A su lado, infatigable, un marido que es fantasma viviente de la guerra, con más metralla, según el decir corriente, que huesos en el cuerpo. La textura de su gastado pómulo tiene la consistencia de un rugoso peñasco, su ojo es vivo y alígero, su palabra pronta mas siempre polvorienta y seca como el camino del arroyo, allá abajo, en el valle. Si su mujer es alegre y reidora, tanto más es él lo contrario. No pocas veces ha espantado a la concurrencia con sus ásperos aspavientos. Y es que, desde la guerra, vive en perpetua lucha consigo mismo. Pero hoy es noche de tregua, y el displicente octogenario se apresta a abrir sitio a los vecinos congregados al reclamo del ritual gozoso de colocar butacas y sillas en torno a los ancianos, engalanados como dos ídolos cicládicos con perfume de nardos y coronas de espigas.
Poco a poco voy vislumbrando a esos muchachos que a oscuras juegan sus últimos juegos de niños. A diferencia de sus ancestros, son reticentes a mostrarse, porque se niegan a ser recordados como algo más que benignos espectros y pretenden permanecer en el reino de las sombras, inocentes de la traición que al convertirlos en hombres y mujeres les hicimos. Por eso tengo miedo cuando me sitúo frente a ella, con sus cinco años, su pelo oscuro como una nube de lluvia cortado a la altura de la nuca, su rostro redondo donde se dibuja una pregunta, sus ropas humildes de hija del pueblo, sus manos percudidas que apenas saben trazar el nombre que al nacer le dieron sus padres. Quisiera abrazarla, pero me rehúye, recelosa. Es más rápida que yo y vuela de mis brazos tendidos en dirección a otros brazos que la amparan un instante en el umbral de una casa. Le reconozco al punto, mientras un grito ahogado quiere horadarme el pecho y cercenarme la garganta. Ese hombre aún joven al que debo y deberé mis días, vestido con un pulcro batín celeste, vuelve a entrar  en el inmueble en dirección a una especie de garita flanqueada por un espejo y un sillón de barbero, y retoma la conversación con sus parroquianos sin sospechar siquiera que, desde el otro lado del tiempo, yo lo miro. La niña vuelve hacia mí su carilla roma y chata y me observa larga, extrañamente, mientras atraviesa el aire el cornetín de la fiesta y el  gentío, diminuto e incesante, se divierte en la plaza.
Vuelvo de mi visión al herrumbroso edificio de oficinas y de su cemento estriado recojo unos cuantos guijarros que tamborilean en mi mano con la tenue inercia de sus minúsculos corazones de piedra. Los aprieto febrilmente, contemplo su perfil irregular y aquilino y los guardo con cuidado, porque su miserable compañía es todo cuanto me resta de aquella noche mágica y tórrida de agosto. Son reliquias de un mundo perdido. Mi mundo.

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