Una recreación del mito cosmogónico de Paqui Castillo Martín
I
Envuelto en la suave claridad del atardecer, la piel tersa y
los músculos en tensión como el arco cuyas manos sostenían, los ojos como dos
pedazos de ópalo marrón, observaba agazapado, acechando a la bestia desde la
distancia. Cada vez era más difícil entrever la sombra escurridiza de su
enemigo, que se movía con la peligrosa parsimonia de quien se sabe cotizada
pieza. Con un último esfuerzo, los músculos en guardia, casi agarrotados,
apuntó al entrecejo de su enemigo y esperó, transido por el canto de algún
pájaro lejano. Finalmente, el caballo de río emitió un largo lamento y,
moribundo, dejó caer la pesada cabeza contra unas rocas. “El pájaro sería el
aviso”, pensó el cazador, recordando las palabras de su padre, el viejo chamán.
Entonces, otro trino triunfal se elevó en el aire, mientras del pecho de la
bestia escapaba un último suspiro resignado: era la hora de la muerte, así
estaba escrito desde la noche de los tiempos en los pergaminos sagrados. El
hombre había vencido a la bestia, y la bestia, en su pequeñez poderosa, se
sometía inequívocamente, como parte de un plan infinito, a los designios
divinos.
Al calor de las
fogatas, la aldea esperaba al héroe ansiosamente. La hora de la fiesta ritual
era llegada: las mujeres casadas habían pintado su rostro de rojo con arcilla
de las montañas, los hombres vestían el sobrepelliz ceremonial fabricado con la
mejor piel de bisonte; los niños bebían agua de malta y mojaban alegremente sus
labios con la espuma del preciado líquido de oro. Los músicos tañían la flauta
hecha con madera del baobab milenario; una lluvia de plata caía desde las copas
de los árboles: eran copos de algodón en rama que desde las alturas arrojaban
las vírgenes de la aldea, sumergiendo sus manos gordezuelas en los canastos de
mimbre trenzados por las ancianas viudas, tan viejas como el caparazón de una
tortuga centenaria. El murmullo rítmico de los crótalos rompía el silencio en
pequeños pedazos que se elevaban hacia las llanuras siderales de algún lejano
planeta. Cuando los oficiantes comenzaron a tocar los tambores, decorados con
las escamas del cuerpo de alguna bellísima sirena, la aldea entera, desde la
ínfima oruga hasta el anciano chamán, contuvo el aliento, sobrecogida por el
espectáculo de antorchas que anunciaban la llegada del mejor guerrero del
pueblo. Los manglares vivos, los cocodrilos adormecidos, las laboriosas
hormigas obreras, hasta el león, rey de las fieras salvajes, prestaban oídos.
Todos los ojos, desde los del tigre a los de la serpiente, se concentraban en
la figura robusta de orgulloso porte que caminaba a lo largo de la luminaria
humana que temblaba levemente ante la presencia de su jefe, quien como si de un
brioso corcel se tratase, resoplaba lujurioso bajo su pectoral dorado. Hermosa
y altiva, la soberbia cabeza enjugaba las últimas gotas de sudor que quedaban
como testigo de la contienda sostenida con el adversario, donde ambos, hombre y
bestia, habían bailado al unísono la danza del amor y la muerte…En los ojos de
su enemigo íntimo, el cazador había contemplado la rueda de la vida girando sus
aspas, accionadas por las dos grandes fuerzas del mundo: el amor que se busca y
la muerte que se teme, y en sus acuosas pupilas creyó contemplar el misterio de
la existencia: el destino es perseguir a uno y evitar a la otra, pero el
primero siempre nos huye, y la segunda siempre nos encuentra…
Ante los sepulcros
de sus ancestros, el guerrero depositó el corazón de la bestia, todavía tibio y
turgente, latiendo en sus manos. Con gesto adusto ordenó a los porteadores que
dejaran el cuerpo del animal en el centro de la choza del chamán, que esperaba
desde hacía rato la llegada de su hijo amado, el más noble y valiente de los
mortales. Por momentos, el suelo de tierra batida se volvía de nieve: las
vírgenes, blancas como espumas de ola, níveas en su prístina pureza,
continuaban arrojando inocentemente grandes esferas de algodón en rama. Reían
pudorosas, no fueran a despertar la furia de sus antepasados con sus voces casi
infantiles, cantarinas y espontáneas.
Los principales de
la aldea se agolpaban ante la choza del chamán y de su hijo, el intrépido
guerrero. A una señal del más sabio y más viejo entre todos los sabios y viejos
de la aldea, el animal fue trasladado al santuario, donde el cuchillo rebanó la
piel del caballo de río. Una a una, menos el corazón, fueron extraídas sus vísceras
y colocadas sobre la mesa de los sacrificios. Con el rostro enjuto concentrado
en la lectura de las líneas secretas de los despojos de la bestia, el chamán
pasó la mano por la piedra de las ofrendas una, dos, tres veces, repitiendo las
palabras adivinatorias que enhebraban el mágico encantamiento. A su mente
acudieron imágenes de un joven guerrero de la estirpe futura envuelto en
sangre, y por un momento su rostro se contrajo de dolor, pero muy pronto
descubrió que la sangre que manchaba las manos del muchacho no era la de un
guerrero, porque no brillaba en la oscuridad y se la tragaba lentamente la
tierra. Era la sangre de la bestia, espesa y casi negra…
El canto de un pájaro llenó de espanto el alma del viejo
curandero. “Ésta era la señal que esperaba, el único, inconfundible llanto de
dolor de la alondra, que habla de grandes desgracias”. Abrió los ojos, pero
todavía continuaba dormido, sumido en su terrible visión de pesadilla. De
repente, el suelo del santuario se volvió blando y movedizo como las aguas de
un río turbio, donde caimanes y pirañas mordían los pies del viejo hechicero,
sin herirle. Desde el cielo de la aldea empantanada caían copos de algodón
ensangrentado, como si el cielo llorase con furia su dolor soterrado por
siglos. Alas de pájaro, grandes como colinas, se abrían y cerraban dejando ver
sus enigmáticos ojos pintados, al tiempo que levantaban un enorme torbellino de
viento y lluvia que arrasaba la aldea. Antes de que la visión cesase, el pobre
viejo pudo comprobar que del poblado no quedaba piedra sobre piedra. Cuando
despertó, ahogando un grito, sólo pudo ver el duro rostro de su hijo con las
angulosas facciones desencajadas en un gesto de preocupación. Luego, la noche
sin estrellas y sin luna se cernió sobre él, y su cuerpo desmayado cayó inerte
sobre la mesa del sacrificio. El chamán había sido víctima de sus propias
visiones, él que había tomado el hígado de la bestia para augurar el destino
triunfal de su único hijo, sólo había encontrado muerte y desolación…
II
Tras el entierro de su venerado padre, y
como correspondía a su elevado rango de jefe de los guerreros de la tribu, el
hijo del chamán se desposó con la hija menor del chamán de la aldea vecina, la
virgen más bella de todo el mundo conocido y la muchacha más encantadora que
ser humano hubiese tenido la dicha de contemplar. Las hermosas amazonas que
integraban su séquito le untaron los pies con intrincadas inscripciones de
grafito y embadurnaron los crespos cabellos con miel y esencias. Luego, las
niñas de menos de diez años cubrieron las gruesas trenzas de la bella con un
lienzo incrustado de oro y su cuerpo con telas de brillantes colores empapadas
de mirra.
El guerrero sólo había visto una vez a su prometida. Entonces
él era un niño curioso de siete años y ella un bebé rollizo de grandes ojos
redondos que respondía al nombre de E´bba, “la grande”, pero que entonces no
hacía honor a su apelativo grandilocuente, pues apenas levantaba un palmo del
suelo.
Terminada la ceremonia, el guerrero rodeó con sus brazos la
cintura de su esposa, y acariciándole la frente comprobó lo mucho que había
crecido desde la última vez, pues era sólo dos dedos más baja que él. Para
apaciguar el espíritu de la risa que había hecho su cueva en el fondo de la
garganta de su mujer, selló sus labios con un beso y, lentamente, la condujo
entre murmullos al lecho, donde ambos, inexpertos pero ansiosos, se entregaron
sin tregua a los placeres amatorios, que se prolongaron hasta la aurora. El sol
iluminó entonces a los dos amantes que, abrazados, después de haber conocido el
goce infinitamente dulce del amor compartido, dormían ignorantes de que habían
dado inicio a la mayor tragedia de sus vidas, pues los dioses se habían
olvidado de dar un alma al hijo que ambos habían engendrado.
III
El niño tenía los
ojos grandes y líquidos de su madre y la innata fuerza de su padre, como
demostraba el hecho de que, a sólo tres
días de su nacimiento, pudiera levantar la cabeza y observar todo lo que le
rodeaba con una mirada de asombro. Para celebrar su venida al mundo, las dos tribus
se reunieron en torno al santuario común, donde seis machos cabríos fueron
ofrecidos en sacrificio. Los dioses del bosque podían danzar el baile de la
alegría, pensaban los más sabios de la aldea, porque un nuevo miembro de la
realeza estaba entre los suyos, uniendo dos pueblos que, aunque habían sido
siempre amigos, nunca hasta ahora habían sido hermanos.
El niño creció en fuerza, herencia paterna, y en
belleza, toisón materno, pero al mismo tiempo crecía en crueldad. Dejaba sin
alas a los pájaros recién nacidos, aplastaba las conchas de los caracoles, y
ensayaba métodos de tortura con las crías de los caballos de río. Nunca tuvo
amigos, y despreciaba la sabiduría de sus mayores, que eran objeto de sus
burlas, incluidos su padre y su madre, aquellos que le habían dado la vida y a
los que debía haber respetado más que al aire que respiraba. Si al menos
hubiese heredado las dotes proféticas de su abuelo, el chamán, habría cesado en
sus desmanes, pues hubiera visto que su porvenir no era más que un pequeño
trozo de destino unido al de las gentes a las que tanto odiaba…
El pánico cundió
en la aldea el día que el hijo del guerrero cumplió quince años. Era la edad
con la que el vástago mayor del primer guerrero debía, si quería alcanzar la
jefatura de la tribu, acabar con la vida del caballo de río más bravo de su
manada. Si el despiadado joven ganaba, se convertiría en el rey de las tribus
paterna y materna, y entonces toda su maldad se revestiría de autoridad,
despótica y terrible en su caso, pero ganada por mérito propio al fin y al cabo
y, por tanto, legítima.
Al ver partir al
hijo del guerrero hacia las praderas, todas las vírgenes lloraban en silencio,
como si el espíritu de la tristeza se hubiera aposentado en sus corazones.
Ninguna quería desposar al malvado joven, quien una vez ganada la batalla a la
bestia podía escoger a la muchacha que se le antojase. Los hombres se mesaban
las barbas, rasgando sus vestiduras: no querían ser gobernados por un ser tan
despreciable, antes preferían ser devorados por la bestia. Las viudas se
clavaban las uñas en el rostro pintado de ocre, y el rojo oscuro de sus
mejillas se mezclaba con la sangre que por su dolor habían derramado.
Abrazados, el hijo del chamán y E´bba, su esposa, se deshacían en lamentos
ahogados por la impotencia. Pero lo peor estaba por llegar.
IV
En la pradera,
extensa hasta donde la vista podía alcanzar, medían sus fuerzas la bestia y el
hijo del guerrero. Las dos bocas humeantes, los ojos de ambos lanzando llamaradas
de odio, el pálpito de sus corazones latiendo al unísono, todo anunciaba el
inicio de un combate que ya había sido escrito en las estrellas siglos antes.
Bestia y hombre dieron un paso atrás sólo para coger impulso. El hijo del
guerrero, con una mueca de desprecio, lanzó el arco lejos de sí. Ante la visión
de la bestia nada de lo que le había enseñado su padre valía. De un salto, se
arrojó sobre el animal, y ambos se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo.
Durante un segundo, las pupilas del hijo del guerrero se cruzaron con las de la
bestia y, con horror, el joven comprobó que había más humanidad en ellas que en
las suyas propias. Finalmente, prevaleció la fuerza bruta de los puños del
hombre, que con rabia abatieron los deseos de vida de la bestia, cuyo mugido de
dolor llegó hasta los petrificados oídos de los hombres y mujeres de la tribu,
que no podían, no querían dar crédito a lo que había pasado…
Uno a uno fueron
cortados y despedazados los machacados miembros de la bestia por las firmes manos
del hijo del guerrero, que ya se veía coronado y mandando sobre sus infelices
súbditos desde su trono de marfil y oro. Los pedazos de la bestia fueron
colocados sobre una parihuela con una crueldad exquisita, y cargados sobre los
hombros de los dos aterrorizados sirvientes que acompañaban al hijo del
guerrero, que se dirigía al poblado esbozando su malévola, aunque hermosísima,
sonrisa de triunfo.
Ni vírgenes, ni
antorchas, ni máscaras ni música acompañaron la entrada del victorioso y
flamante nuevo primer guerrero de la aldea. Ni siquiera sus padres se
atrevieron a mover un músculo. Escondidos en el templo de los sacrificios, los
habitantes de la aldea contemplaron a través de las ventanas a la pobre bestia
descuartizada, con sus ojillos reflejando aún el pavor de su postrer momento.
El hijo del guerrero había hecho lo peor que podía hacer ser humano alguno:
cebarse en su enemigo, ensañarse con él y recoger luego los despojos de la
pírrica victoria. La civilización conocida estaba llegando a su fin si alguien
era capaz de semejante maldad. Al cabo de unos minutos que parecieron eternos,
todos se fueron congregando en torno al nuevo primer guerrero. Un lamento
tremebundo cortó sus gargantas como un cuchillo cuando el hijo del guerrero
clamó: “Adorad a vuestro nuevo rey, ante quien siempre deberéis caminar
postrados de rodillas”. La bella E´bba se acercó a su hijo para hacerle entrar
en razón, pero el primer guerrero la lanzó violentamente al suelo para que ella
también se postrase en su presencia. El viejo guerrero, su esposo, corrió a su
lado, dispuesto a vengar la afrenta, pero el hijo le volvió la espalda, y el
padre quedó clavado en el suelo por la incredulidad, el miedo y la vergüenza.
“¡Generaciones enteras perecen en el oprobio y el despropósito del último de
sus representantes!”, murmuró.
En el silencio de
la noche, el guerrero dormía plácidamente, aferrado a su cetro de ébano y oro.
N’ara, la muchacha escogida, se agitaba
en medio de su pesadilla, al lado del monstruo malvado y engreído, quien,
exhausto, no había podido esa noche mancillar el virginal cuerpo de la joven.
De repente, movida por un invisible resorte, la muchacha abrió los ojos, y,
aunque al principio no pudo ver más que la bruma infiltrándose en la choza,
poco a poco fue distinguiendo una silueta que parecía humana. Al principio
tímidamente, luego con mayor fortaleza en la voz, susurró al viento: “¿Quién
eres?”, a lo que la forma respondió: “Soy el alma del guerrero. Los dioses
olvidaron colocarme en su cuerpo. Por eso es un ser malévolo, terrible y
despótico. He errado perdida y la luz de tus ojos me ha hecho encontrar de
nuevo el camino. Debes hacer que, dormido, me trague”. “¿Por qué debo
hacerlo?”, preguntó la muchacha. “Por tu propio bien. Si no lo haces, mañana de
madrugada concebirás un hijo sin alma, porque un guerrero sin alma sólo puede
engendrar hijos desalmados, para desgracia de su pueblo”.
N’ara, desesperada
y sin fuerzas, veía cómo la madrugada pintaba el horizonte de plata y turquesa
y aún no había pensado en la manera de hacer al guerrero tragar su alma. Al
fin, casi anonadada por el miedo, probó la receta que su madre usaba para
apaciguar el mal humor de su padre: muy despacio, comenzó a tocar suavemente su
flauta de cáñamo. Comprobó cómo su captor sonreía de forma siniestra, y un
temblor recorrió su cuerpo al ver que el del malvado se agitaba y, al fin,
abría la boca. El alma, convertida en humo, penetró lentamente en el cuerpo del
guerrero, al tiempo que su sonrisa se dulcificaba y su rostro se volvía apacible.
Al despertar, abrazó tiernamente a la joven, que temblando como un pajarillo se
entregó por entero a las caricias del hombre amoroso que con ella estaba.
Plantada la nueva
semilla de su estirpe, el guerrero salió de la aldea mientras todos dormían,
avergonzado por toda una existencia dedicada a hacer daño a quienes ahora más
quería. En la puerta del poblado le esperaba la bestia, milagrosamente entera.
“¿Qué ha sido de tus pedazos? ¿Quién te ha cosido y devuelto a la vida?” “Tu
corazón, que siempre supo”, contestó la bestia enigmáticamente. “Debes volver
al poblado y criar a tu hijo en los principios que te enseñó tu padre. Una
aldea sin guerrero no es aldea, y un guerrero sin aldea no es guerrero”.
Entonces, el guerrero volvió a mirar los ojos de la bestia, y le complació
descubrir que en ellos brillaba, misteriosa, la rueda de la vida.
El hijo del chamán (Ad’aan, en el idioma originario) y su
esposa E’bba pudieron sentirse orgullosos de su hijo, el guerrero, y de su
nieto. Su estirpe se extendió por todo el orbe, allende los mares y las
montañas. Mientras, las mujeres, altivas descendientes de N’ara, guardamos
celosamente su secreto…
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