Un minirretado de Paqui Castillo Martín
Un grito de socorro imaginado por Benjamín Solís García |
El policía, cuyo rostro cetrino había quedado clavado en el
cristal de la cabina telefónica, emitió un gesto gutural para intimidar a su
contrario, quien, desesperado, trataba de hacer una llamada transoceánica. Los
nervios no le dejaban marcar los números, se equivocaba, tenía que comenzar de
nuevo, o cuando conseguía marcar la operadora estaba fuera de servicio. Era su
última llamada, la de un hombre sin recursos, que trataba de hacer valer su
condición de ciudadano americano: dos días antes, había volado hacia Gan-tín
con billete de turista de la TWA ,
a cuyos funcionarios había confesado que iba a pasar unas refrescantes vacaciones
a las orillas del lago Dong Tin, pescando truchas y bogavantes, contemplando los
pálidos amaneceres del lejano país de sus antepasados mientras el paisaje se
iba deslizando, poco a poco, con la parsimonia de un diorama, ante sus ojos
asombrados. Pero la mañana siguiente a su llegada, había contemplado con horror
su nombre y su rostro en los periódicos, y debajo de ellos la recompensa que se
ponía a su cabeza. La razón: había sido visto penetrando en la Ciudad del Cielo, reservada
sólo a los reyes y emperadores de la extinta dinastía Qin. El pobre diablo
había cometido un delito mayor que un crimen premeditado, había roto los sellos
de las puertas de la adorada ciudad, en cuyos panteones descansaban las cenizas
de quienes un día, desde su trono de marfil y oro, habían gobernado
Oriente.
Fuera de la cabina, el oficial le instigaba con crueles
palabras, y comenzaba, sin misericordia, a golpear los cristales de la puerta
del pequeño cubículo, donde el hombre se afanaba por contactar con la embajada
de su país, sin éxito. Los golpes se sucedían cada vez con mayor frecuencia, al
tiempo que el turista notaba cómo la cabina estaba siendo arrancada de cuajo,
desde los cimientos, haciendo temblar el suelo del recinto. Por fin, cuando
parecía que todo estaba perdido, la operadora se puso al habla y el hombre le
indicó que le pasara con el embajador americano. Lentamente, sonriendo para sus
adentros, esperó a que surgiera la voz del otro lado del teléfono, pidiéndole
mil y una disculpas por el trato que el último descendiente de la extinta
dinastía Qin había recibido en el ingrato país de sus abuelos.
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