Por Paqui Castillo Martín
Érase un diente de león que quiso ser hombre. Encaramado a su
mata, se sentía pequeño, solo, olvidado y triste. Jamás hablaba con sus
hermanos, quienes agitando sus blancas melenas en balde le llamaban para que se
uniese al grupo.
Sí, era un diente de león orgulloso.
by Benjamín Solís |
Sólo conocía el rincón del jardín que era su único mundo, y
ya deseaba salir de él y explorar otros horizontes posibles. Por las mañanas,
amaba los rayos del sol posándose sobre su cabeza, y creía sentir que el amable
astro trenzaba en torno a ella una corona de rancio abolengo. Llegó el verano,
y sus rubios hermanos se diseminaron en torno a la baranda del patio,
desparramando por el muro sus hermosas flores. En vano reclamaban a aquel
pariente extraño, pues, perdido en sus sueños de grandeza, todavía se empeñaba
en querer ser hombre. Vino el viento; las flores de diente de león tuvieron
hijos, y sus hijos nietos. El soñador solitario no tuvo vástagos, aunque llegó
a viejo. Su cabello, ahora ralo y lacio, se agitaba frenético bajo las ráfagas
del inclemente invierno. El diente de león se resistía a morir todavía; soñaba
a todas horas con ser hombre. Un día, mientras conversaba con el sol, ya
antiguo amigo, oyó a la cálida savia palpitar en su cuerpo. Se sintió fuerte,
enraizado, unido a su mata en apretado racimo de vegetación que crecía al
unísono. Fundióse con el cosmos como parte única y maravillosa de la Creación que se nutría
del suelo y el aire para dar vida a una minúscula parte del Ser Universal que
todo lo contenía…De pronto, aborreció con todas sus fuerzas la idea de ser
hombre y, por un segundo, fue feliz en su traje de diente de león viejo…
El niño arrancó de la mata la rara hierba con aspecto de
felino diminuto. Cuando llegó hasta su padre, que podaba trabajosamente el
césped con unas grandes tijeras, todavía la sostenía en la palma de su mano.
-¿Qué es esto, papá?- preguntó.
-Es un viejo diente de león- contestó el hombre, con
hosquedad.- No sirve para nada, tíralo a la basura.
Y, mientras obedecía, de la recia cabecita de la planta se
desprendieron, volátiles, unos cuantos mechones blanquecinos que se elevaron en
el cielo, magníficos, buscando tras el sol del ocaso, oculto por unas nubes en
Poniente, la llamada de lo eterno.
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