Un relato de Paqui Castillo Martín
No acaba de oscurecer y ya está el alba golpeando la puerta
con su cayado de tiempo y silencio. Abuela debía haberlo dicho, y en ese caso
los cristales no se hubieran roto ni sus ojos se hubieran torcido, ni su cuerpo
secado, ni sus lágrimas herido el rostro, enjambre de rosas marchitas. He
martirizado mi cuerpo en tan largo viaje, y no he conseguido nada, maldita
cosa, nada más que envejecer. He visto morir a todos mis amigos y a mis
amantes, receptores de ósculos, ladrones de caricias, mendigos del amor mío
escondido en mi seno como una llama temblando, lóbrega y triste, porque aún
deseo, aún respiro, aún tengo miedo. Abuela abría los balcones y de sus manos
colgaban fláccidos dedos de madera carcomida. Un viento que olía a polvo y a
cera derretida y a manchas de humedad circulaba por la estrecha habitación. Los
cristales de sus ojos eran opacos como bolas de naftalina. Teníale miedo y
rencor porque ella, tan vieja, seguía abriendo su balcón cada mañana y mi madre
estaba tan muerta que ni aún en sueños podía recordarla.
El patio del limonar era el centro de reunión de las comadres
del poblacho. Presidido por Abuela, era como una negra legión de cuervos que
murmuraban como si temieran la intromisión de alguien en aquel aquelarre
fantástico. Mientras mis amigos jugaban en el arroyuelo a tirar piedras a los
perros de la huerta, o a espantar gallinas o a cazar tortugas o, en verano, a
romper con sus cuerpecillos tripudos el espejo hondo y límpido del pantano, yo
asistía aterrada a aquellas reuniones de miserere
en lenguas antiguas. Los veranos de color amarillo plomizo traíamos sombreros
de palma y abanicos de paja, porque jamás nos sentábamos a la sombra. Había que
trabajar mondando pieles de almendra, verdes pieles aterciopeladas, que se
mezclaban con la sangre de mis dedos aún no hechos a aquellos augustos
martirios.
Los días pasaban así de eternos e ingratos con Abuela. Por
las noches tenía pesadillas: soñaba que
me ahogaba en el río. Era casi siempre el mismo sueño, que comenzaba lindísimo
porque conseguía -no sé cómo- zafarme de Abuela y burlar su estricta
vigilancia. Con el corazón en la boca contemplaba la lengua estrecha de agua
como un hilillo de plata semienterrado en la tierra áspera. Comprobaba la
temperatura y me sumergía con una zambullida. Me dejaba arrastrar por la
corriente, boca arriba y con las piernas y brazos extendidos. Con los ojos
cerrados, imaginaba que era un nenúfar a la deriva. Abuela estaba cada vez más
lejos...De golpe abría los ojos y sentía como si algo viscoso tirase de mí
hacia abajo y luchaba y gritaba burbujeando y medio asfixiada...Despertaba con
la boca seca y la cara chorreando de lágrimas. Sacaba la foto de Mamá del cajón
y dormía con ella, mi cara pegada a la suya, tan parecida, tan lejana e
inexpresiva. Me dormía con su presencia remota cobijando mi sueño y con su olor
a postal vieja coloreada de sepia.
Aquí guardo yo una foto de Abuela. Aquí en la maleta de
imitación de cuero, junto con otros trastos apergaminados de puro viejos. Tiene
abuela una sonrisa mustia y descolorida, digno el gesto, resentido el mirar.
Hay algo de sacrílego en sus ojos color fango, los mismos ojos con que me
mataba lentamente siempre que podía.
Una vez la toqué. Me sorprendió la calidez de su mano, como
si le hubiera nacido un corazoncito tierno bajo los tallos decrépitos de sus
dedos. Allí debajo latía algo, algo estaba vivo, algo ensoñaba y quería y
sufría...Ese calor esencial de su mano que yo había rozado por equivocación.
Ella no podía mirarme, porque entonces ya no veía. Pero noté cómo el pulso se
le aceleraba. Presioné un poco más fuerte aquella mano algodonosa. Ella esbozó
una mueca. Pareció que iba a decir algo, que iba a...pero lanzó un escupitajo
sanguinolento que me alcanzó el pie izquierdo aunque ya me había alejado unos
pasos, en dirección al otro patio. Me dijo muy bajito, sin apenas desplegar los
labios, que si volvía a tocarla, me mataría.
La ayudaba en los quehaceres diarios pero hasta el último día
de su vida se negó a que la ayudase a lavarse o vestirse o a hacer su cama. No
quería que mi contacto la perturbase, porque, aunque había sufrido tanto, no
estaba inmunizada contra el amor. De eso me di cuenta el día que simplemente
rocé su mano. ¡Oh, Dios, que hubiera pasado si hubiera trenzado su pelo, o la
hubiera estrechado contra mí como siempre quise!
Así, amortajada, vestida de blanco espectral, no me inspira
ningún sentimiento bochornoso, ni un asomo de odio. El alba es ella hoy, hoy es
toda luz como un sol diminuto en su alcoba perfumada de lirios. Pero es de
noche. Quisiera besar sus manos, pero no me sale. No sé cómo se hace.
Sencillamente no sé cómo besar a Abuela, porque nunca lo he hecho. Con lo fácil
que era besar a Rubén o al pequeñuelo...
Tengo miedo de acariciar sus manos yertas porque puede abrir
los ojos y convertirse en el monstruo viscoso del río. Quizá me coja de los
pies y me arrastre irremisiblemente al fondo del río, a ese fondo de río sin
memoria donde tiemblan los últimos despertares...En ese río me enamoré de Rubén
y en ese río concebimos a nuestro hijo. En ese río están enterrados los dos, me
los mató la guerra, a padre y a hijo...Y Abuela yace aquí, aquí a mi lado, y
puede que abra los ojos y se aferre a mis tobillos y me arrastre hacia el fondo
de ese río con ella y sus sueños muertos...Pero yo la voy a besar, voy a besar
sus manos como espejos rotos. Voy a besar sus manos por primera y última vez.
Y yo amaneceré flotando en el río...
nomeechesalolvido.blogspot.com |
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