domingo, 29 de septiembre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

Capítulo séptimo

Pan con mantequilla

Nunca sabes de qué lado caerá la tostada untada de mantequilla hasta que cae. Cada mañana, en el desayuno, sentada a la mesa de formica blanca al fondo de la cocina, los carrillos hinchados masticando la nutritiva pero insípida sustancia, Úrsula balbuceando sus primeras palabras, Mamá en el patio con su pretil de rosas, cortando los tallos y enterrando las espinas...
Y Papá, ¿dónde estaba?
La versión oficial era la que me tranquilizaba como un narcótico tomado tres veces al día, posología de las ocho horas que tardaba mi progenitor en retornar a casa para luego, misteriosamente, volver a irse. ¿Por qué aparecía embozado con una gabardina gris de enormes solapas, si era simplemente un barbero de barrio en las afueras de las afueras de Marte? ¿Y por qué los bolsilllos de la extraña prenda estaban siempre llenos a rebosar de las más deliciosas e inalcanzables golosinas, con las que los niños casi no nos atrevíamos a soñar? Tan dulces y azucaradas que se nos movían los dientes sólo con pensar en ellas, allí estaban, presionando las guardas metálicas de aquellos agujeros mágicos que destilaban azúcar y nilón a partes iguales. Papá, embozado hasta las cejas, llegaba en medio de la noche y se colocaba muy cerca de la mesa blanca de formica, bajo la sombra de las acacias con que Mamá gustaba de adornar la techumbre del patio. Así escondido, nos llamaba a cada hija por su nombre, hasta que salíamos vociferando y gesticulando como pequeñas fierecillas escapadas de un circo de pulgas. Nos sentábamos con las fauces abiertas, degustando por adelantado el divino fruto de la remolacha ennegrecida y licuada en barricas de plata, hasta que de su fermento, convertido en dorada miel redentora, algún genio del bosque obtenía el alimento sagrado que ahora salía del gabán de Papá y y y...
Fueron los momentos más felices de mi vida, a pesar del pan con mantequilla de por las mañanas.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)


Capítulo sexto


Clavileño, el Alígero

El Alígero llegó con su crin de velludo blanco y su tronco de madera y sus ojos de vidrio, una tarde, a aquel colegio desangelado. Los niños escribíamos indolentes en la cartilla escolar, como jugando a trazos que no acabábamos de entender. Llovía, creo (en mi memoria gris de aquellos días siempre está lloviendo). Como Machado diría, monotonía de lluvia tras los cristales. Iba encuadernado en guardas marrones con letras blancas y amarillas, creo (en mi memoria blanca y amarilla de aquellos días siempre aparecen letras como gotas de lluvia, tras los cristales y Machado y mi padre en la cabecera de la cama un libro y un misterio en las alforjas de sus ojos y su sonrisa tan amarga y un fulgor infinito tras la lluvia y los cristales rotos). Entre tanto grito y tanto efluvio de don de mando, los maestros tuvieron a bien encargar aquellos Clavileños, lectura obligatoria de primer grado en primer curso de primer ciclo. Debo decir que sus ingenuas historias me salvaron del caos absoluto. Aquí, aquí dentro, allende el cerebelo, donde la materia gris más se adensa y comprime como racimo apretado de pensamiento razonante, el Símbolo precioso me concedió la gracia de concebir otros mundos. 


Allá me marchaba yo, a lomos del rocín aerostático (Era un niño que soñaba /un caballito de cartón/ cerró sus ojos el niño/ ¡y el caballito voló!), lejos de aquella pizarra sangrante de guarismos extraños en sus filas confusas, álgebra para sordos que el maestro vociferaba para hacerla exponencialmente odiada cuanto menos susurrada y más vociferada. Nunca perdoné aquel tránsito traumático hacia la Matemática ensordecedora; mis pabellones auditivos no estaban preparados para tanta concertina monocorde. Pero no importaba. Había descubierto la Lectura. Aquello que Papá escondía con celo en la mesilla de noche, y que le hacía reír, llorar o perder el oremus las más de las veces (aquella sibilina palabra cuatrisílaba, Po-lí-ti-ca, una y otra vez sobrevolando el breve desayuno antes de abandonar el donjuán del castillo) comenzaba a tener un sentido. Unas veces se llamaba Soledades, Galerías y otros poemas o don Camilo; otras, Los hermanos Karamazov o El judío errante y otras, “La Crónica de Marte” o “Revista Divulgativa Ilustrada”. Papá comenzó a dejarme señuelos, como quien no quiere la cosa pero en el fondo la quiere a su manera, lentamente, como paciente Ratoncito Pérez: pequeños fragmentos de aquello que había escondido con celo en la mesilla de noche, y que le hacía reír, llorar o perder el oremus las más de las veces. Allí, junto a los dientes de leche caídos como hojas secas del árbol de la infancia, Machado dormitaba su monotonía tras los cristales, esperando que la lluvia (¿era gris, o color tinta?) hiciera brotar en las espaldas mojadas de Clavileño sus tiernos retoños.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Castillos en Marte (Novela por entregas)

Capítulo quinto

Waiting for Clavileño

¿Cómo fue que crecimos? ¿En qué instante volvimos la cabeza a todo aquello que hoy no es más que un sueño? Crecimos, sí, para olvidar lo que fuimos, para negar aquello que llevábamos inscrito como un lucero en la frente, destellando inmenso el destino aquel que se abría ante nosotros; el mundo nos devoró, el viento arrastró las hojas secas y no dejó nada más que el esqueleto de aquellas ilusiones tan ingenuas. ¿Y quiénes somos ahora? El producto de una educación que no sólo nos ha formado, sino que nos ha transformado y arrebatado aquella parte salvaje que nos hacía únicos. En cuanto aprendíamos a hablar, aprendíamos también a fingir y a ocultar aquello que los mayores consideraban impropio, inmoral o incorrecto. Con aquel imperativo delirante, a Julia Martina Costelo, criatura del destino, le hicieron perder el norte. 

Comparadas con las mentiras de los adultos, mis pequeñas fábulas eran como cuadros coloristas, empeñados en no hacer daño a nadie, colgados en las paredes alargadas y estrechas como tubos de cromo, galerías improbables de la imaginación más crecida que mi propio cuerpo menudo jugando en las calles. Los libros de texto, tirados por los rincones, la mochila escolar destripada, como un combatiente muerto por el suelo, sin un hálito de vida y esperanza. La trinchera aquella tan odiada, y mis pies entre fotografías de extraños filósofos y sabios que querían enseñarme a aprender a intentar saber lo que era vivir. Y yo tras el parapeto rebelada, tirando zapatos de bota como proyectiles a todo aquel regimiento de empelucados pedagogos decimonónicos, dinosaurios raquíticos que gritaban: “La letra con sangre entra”. Miedo pánico a ir al médico y fragor púnico de batalla perdida de antemano: una inyección de energía atómica y yo en el último rincón de la clase procurando que los cascos de metralla no me alcanzasen. Las temidas reglas de madera del armario no eran más que una lejana amenaza. Los maestros ya no pegaban, pero cualquiera hubiera sido bueno para joder la marrana en Marte con un golpe de estado que hiciera saltar por los aires nuestro universo chiquito y a salvo de los gritos y los puños alzados sobre el pobre pupilo de carnes tiernas y mente impresionable. 

Y fue entonces cuando, entre varas y veras, descubrí la lectura.

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