Un cuento autobiográfico de Paqui Castillo Martín
Mientras observaba al niño jugar con su nueva amiga y el atardecer
se infiltraba en todas las cosas pequeñas, mientras hería el último soplo del
verano, oí, sincera y profunda, una voz que me gritaba, como algo necesario:
“El tiempo es cruel, pues borra la memoria. Pero existe un lugar privilegiado
donde reposan, incólumes, tus recuerdos”. Había oído tantas veces esa voz,
hablándome de impertinencias, desvelándome, importunándome, que no quise
atender a las palabras, ni al tono en el que estaban dichas. Quizás la razón
estribase en el hecho de que para mí era difícil, doloroso incluso,
reconocerme, sentirme dentro de la realidad que transcurría firme ante mis
ojos. ¿Dónde se hallarían, entonces, los recuerdos, si tan siquiera podía
paladear plenamente la realidad, el presente?
Pero las palabras
tenían razón. Comenzaban a titilar las primeras estrellas. Los dos niños,
grisáceos de polvo, blancos de inocencia, se miraron mudos, como si fueran
testigos de un sortilegio, de un acontecimiento mágico. Pero en realidad era
sólo yo quien podía percibirlo. Quizá porque mis sentidos estaban alterados.
¿Quién se encuentra en un estado normal cuando decide que es el momento de
comenzar el libro de su vida?
No tenía testigos.
Tampoco los tengo ahora. Sólo un corazón silencioso y una terca sequedad en la
boca. La soledad del día no acaba cuando llega la noche...
Cuando, en el
parque, el sol aplastaba mi cabeza contra el suelo, percibí levemente el aroma
del césped húmedo, recién bañado por la lluvia artificial de las blandas
alcachofas de plástico. Hace años que la lluvia no nos premia, la lluvia
verdadera, la que se cala dentro del pellejo y huele a lágrimas. Ese perfume de
edén falso me trajo imágenes, recuerdos imprevistos, alas quebradizas que
luchaban por levantar el vuelo. Fue una reacción involuntaria, no me gusta
recordar, pero lo hice. El olor me transportó a aquellos días no muy lejanos en
los que creía poder burlarme del tiempo: era casi una niña. En la foto que
guardo en el libro de Filosofía de tercero aparezco en el centro, algo apartada
hacia la derecha. Me rodeaban mis compañeros. Todos, menos el que se hacía
llamar Kurt, para distinguirse de la comparsa, pues Kurt Cobain era el líder de
un grupo de “grunge” que a mí me chiflaba. Quizá porque también le chiflase a
él.
Casi desde el
principio, Kurt, el líder de la clase, me interesó. Más exactamente, algunos de
sus rasgos. Sus ojos eran su mejor arma para defenderse de las acusaciones de
perversión y frivolidad. Eran azules, de un celeste tímido y sobrecogedor, y
tan grandes que podría haber cabido en ellos el universo entero. Pero sus
llamaradas eran de luz fría, glacial. Los más días me premiaba con una sonrisa
medio torcida, que no sólo era una mueca irónica de desdén, sino una prueba de
desprecio infinito. Así, cada vez que me encontraba a su lado me sentía un
trozo diminuto de roca lunar dentro del más vasto de los universos azul
turquesa.
El primer año,
Kurt aparecía en clase como la más viva reencarnación del niño pijo adorador
del supremo dios judaico Levi-Strauss. Impecablemente vestido, con su oscuro
cabello repeinado hacia atrás, lanzando destellos azulados como cuchillazos de
sol, con su motito de niño bien y su sempiterna media sonrisa torcida y
maléfica. Durante aquel año, me hizo la vida imposible, humillándome,
condenándome a un destierro aún más atroz que sus miradas de hielo. Le odié
profundamente, porque trataba denodadamente de ocultarme su personalidad
inteligente y su sensibilidad hacia los colores, los sonidos, la música, la
poesía...
Llovió sobre el
asfalto. Cayeron las hojas sobre la tierra resbaladiza. Nos hicimos amigos, o
al menos nuestras relaciones se volvieron más cordiales. En mis sueños, nos
hicimos amantes. Pero, de vez en cuando, una de sus miradas gélidas o una mueca
despreciativa me devolvían a la realidad y mandaban al carajo mis fantasías.
Una mañana de
invierno -todo el mundo comentaba el triste suceso- Kurt entró en clase
cabizbajo, con una expresión sombría en el rostro. Según me dijo él mismo, su
padre se había arruinado completamente tras arriesgar sus ahorros en una
complicada operación financiera. Kurt pareció entrar en un estado entre místico
y depresivo. Se abrazó a la estética “grunge” con más ardor y más desesperación
que nunca. Lo mismo aparecía con un enorme jersey de lana con las costuras del
revés que se dejaba el pelo sin lavar dos semanas. Descuidó su aspecto, pero
apareció mucho menos hermético ante los
ojos incrédulos de los demás chicos de la clase, que sintieron una compasión
instintiva hacia Kurt. Sólo yo, desde una prudente distancia, supe apreciar que
el cambio había sido positivo. Kurt estaba descubriéndose a sí mismo a través
de un sentimiento de pérdida acompasado con las sucesivas desgracias
familiares. Su mirada se hizo más oblicua. Sus ojos, hambrientos, famélicos, se
abrían agónicos en busca de respuestas. Mostraba una rara pasión por la Historia , como si las
encrucijadas del tiempo contuvieran los misterios que él trataba ansiosamente
de desvelar. Su inglés era impecable. Dibujaba con precisión; era un captor de actitudes
y expresiones, un ladrón de imágenes. Amaba la música, y afirmaba que para
hacer era el amor sólo era necesaria la mente y se mostraba cada día más
austero y más irónico. Pero cada minuto más humano. Y le amé por ello. Sin
embargo, sus desprecios continuaron. Yo seguía siendo una chica corriente de
pelo corto. Un ser simple, a sus ojos. Pero en realidad, aunque aún no lo
supiera, yo era alguien que poseía abismos insondables, profundidades que
nadie, ni yo misma, se había atrevido a escrutar. Océanos que no merecían ser
conquistados. No me atrevería a decir quién de los dos me despreciaba más, si
él o yo. A través de su pálida sonrisa, a través de su mirada supurante, podía
verme a mí misma, como una especie de monstruo flotando a la deriva de un río
de pesadilla. El río de mi vida.
Mis primeros éxitos
escolares, tras años de continuada laxitud e indiferencia hacia el conocimiento
humano y hacia el lugar al que éste se encaminaba, la conciencia incandescente,
o al menos el pálpito premonitorio, íntimo, de que mi vida iba a tener su
centro en la escritura, mis irrupciones lentas, suaves y tranquilas en
improvisados escenarios teatrales, la confianza que algunas, muy pocas
personas, depositaron en mi valía, me devolvieron a la existencia. Ya no era un
trozo de roca lunar, yo era una promesa de vida, algo que se hacía a sí mismo,
por mucho que el destino me moldease con sus manos de tiempo y mansedumbre.
Una vez me atrevía
a mirar a Kurt directamente, sin rodeos. Me sorprendió comprobar que ya no se
encontraba colgado de una galaxia lejana, a miles de millones de kilómetros,
violándome la conciencia con su luz dura. No, ahora dormitaba en el mismo lecho
que todos los mortales. Ahora nos encontrábamos a la misma altura. Ahora
podíamos darnos las manos. Pero ahora era yo la que no quería tenderle la mía.
Sentía cómo se iba empequeñeciendo ante mis ojos, cómo iba cayendo en un
sumidero profundo, agotado y pútrido. Sin embargo, era orgulloso. No me pidió
ayuda. No se la di. Le perdí de vista. Las pocas veces que volví a verle, le
hallé preso de una congoja absurda. Pero ya ni siquiera me pregunté el por qué
de su tristeza.
Nuevamente, el
tiempo extendió sus alas. Yo la le llevaba dos cursos de adelanto al chico de
ojos famélicos. Con esfuerzo, ingresé en la Universidad. Por
primera vez en mi vida, sentí que había conquistado la tierra de mis sueños.
Ante mí se abría un largo camino, de pasillos infinitos, impetuosos. Pero
estaba dispuesta a recorrerlo. No sé en qué punto de ese camino me hallo ahora,
pero reconozco que estoy tan asustada que, al caer la noche, pido protección a
los dioses que de día creo inexistentes. ¡Inabarcable, incomprensible
naturaleza del ser humano!
Hace tiempo,
nuestros caminos, el mío y el del chico de ojos esmeralda, coincidieron. Un día,
se alejaron. Ahora son divergentes. Sé que por mucho que trate de engañar al
destino, nunca volverán a cruzarse. Sin embargo, son dos caminos que siguen
pareciéndose mucho.
Ambos son solitarios.
Yo sigo soñando.
En la primavera de
1994, Kurt Cobain, el líder de Nirvana, se mató de un tiro. Ahora no es más que
un sueño. Al igual que Kurt, mi Kurt.