martes, 29 de enero de 2013

LA ÚLTIMA CEREZA DEL VERANO

Un cuento estremecedor, por Paqui Castillo Martín

D
avid era un ángel. Niño solitario, pasaba las horas jugando con sus piezas de Lego hasta que llegaba la noche. Yo solía contemplarle mientras construía sus fortalezas o defendía los torreones de sus imaginarios enemigos. Mi hermano era para mí el perfecto desconocido, un ser transparente dijérase hecho de éter. Cuando creció, siguió conservando su delicada estructura ósea de membranas y espinas de pez en la espalda, en el sitio exacto donde hubieran debido crecerle un par de magníficas alas. 

David lloraba. No es que estuviera enfadado con el mundo, ni que protestara por algo que le molestase especialmente, que tocara el punto de egoísmo que cada niño tiene en su alma, pero del que él carecía. Lloraba porque se sentía triste, triste sin motivo, y buscaba el cálido regazo de nuestra madre para imaginar universos que ninguno de nosotros habíamos conocido, ni aún en sueños. 

Mi padre, un hombre sencillo, estaba desconcertado. El niño dibujaba en grandes legajos, heredados del abuelo arquitecto, Pep. Eran sombras alargadas, pequeñas figuras con alas que bajaban de las nubes para llevarse a otra pequeña figura a la que estaban creciendo las suyas. Papá gritaba y maldecía a los engendros surgidos de la fantasía de aquel hijo suyo del que renegaba. David callaba, pero las pupilas le crepitaban de indignación ingenua. 

Como cenizas son aquellos recuerdos…mi hermano tardó más de siete años en pronunciar su primera palabra. Estábamos en el salón comedor, jugando como siempre nuestros juegos de niños anónimos, cada uno por su lado. Yo le miraba con el rabillo del ojo encendido, temblando de curiosidad y miedo. David flotaba; se elevaba, tranquilo y sereno, con calma mayestática. Describía en el aire volutas y espirales mientras su cabellera platino se mecía suavemente. “Azul”, dijo. Y después, permaneció callado para siempre. 

Ya he dicho que David no era un niño como los demás. Aún gravita en mí la duda de que fuera un niño en absoluto. Su piel era olivácea y traslúcida. Bajo ella se sentía el pálpito de diminutos corazones, la sangre galopando trepidante hacia las manos largas y delicadas como terciopelo. Vivía su propio tiempo, en una dimensión lejana, mitad celeste, mitad autista. Mi madre emprendió al comprobar el mutismo del niño un peregrinaje por la consulta de un médico tras otro, y no sacó más conclusión que un voluminoso informe redactado en lenguaje técnico y gris donde se declaraba insano a su hijo. El último doctor le sugirió que le internase en un sanatorio, pero mi madre, aferrando al niño de la mano y derramando amargo llanto, pagó la consulta con lo que quedaba de nuestros escasos ahorros y enfiló la Gran Vía en busca del bus de vuelta a casa. 

Papá nunca comprendió. Comenzó a alejarse, y pronto se sumergió en un autismo más profundo que el de David. Pasaban horas sin mirarse, perdidos uno en el otro, ajenos al resto. Mi padre se paseaba mecánicamente en su mecedora, mientras David formaba con su Lego un ejército de arcángeles. Sonreía a través de la ventana, la mirada asomada a los abismos del cielo. 

Aquel fue un verano de cerezas. Lo bautizamos así porque nos marchamos a casa de los abuelos, una pequeña masía en los soleados valles de Puigcerdá. Mi madre, hablando en catalán y riéndose, volvía a la infancia percudida en jugo de fruta e inventando compotas y tartas. En esos momentos mamá ya no era mi madre, era una niña traviesa con trenzas y mandil a rayas, feliz e inocente, a su manera. 

Hay quien sueña con la primera cereza del verano. Yo sueño con la última. Porque su sabor ácido y un punto maduro, característico de los postreros días de setiembre, me retrotrae a aquel tiempo robado que compartí con David, vestíbulo de sombras que me dejó antes las puertas combadas de mi vida adulta. 

David pasaba horas escondido en el jardín de detrás de la casa. Se quedaba quieto, inane, atento al piar de los pájaros, deleitándose con cada sonido proveniente de la naturaleza. Una sonrisa eterna despuntaba en la comisura de sus labios, una férrea voluntad se adivinaba en su rostro sin expresión. En el jardín había un laberinto, en el que mamá y sus hermanas se escondían cuando crías de las regañinas del abuelo Pep. David lo recorría a diario, palpándolo con la punta de los dedos, con el tacto sedoso e hipersensible de un ciego. Desde la lejanía, mi boca roja de cerezas, mi pelo revuelto con las ramas del arbusto, mi vestido teñido con los colores pardos del verano en la masía, le observaba, impertinente, con oscura inquietud. 

Mamá, David y yo volvimos en autocar a Madrid, la ciudad de cemento, con sus largas paredes de piedra y techo de enrejados de neón. David viajaba cómodamente aprisionado entre las maletas de cartón, para que no se cayese, porque al final de ese último verano había perdido la facultad de sostenerse sobre sus dos piernas. Mamá había tenido que sacarle del laberinto del abuelo Pep como a un recién nacido, su largo y esbelto cuerpo de elfo arqueado, los corazones bajo su piel diciendo adiós a aquel paraíso de beatitud. David, embebido en la contemplación de los pájaros, veía correr el paisaje agreste del campo ante sus ojos impávidos, sin notar el traqueteo del regimiento de tuercas y cigüeñales del motor de combustión ni el humo amarillo procedente del tubo de escape. Y se dejaba arrastrar por los flujos y reflujos de sus mareas interiores, ser de claridad, hacia una primitiva quietud cósmica, donde reposaba en uterina dicha su voraz inteligencia, oculta para el mundo, salvo para sí mismo. 

El día que papá murió, mamá pelaba cebollas. La casa entera rezumaba un aroma dulzón que hacía lagrimear los ojos. Gozoso, el puchero ardía en el hogar, alimentado por unos rescoldos de fuego de la hoguera de la noche anterior. Las cebollas, con sus hirsutas crestas coloradas, se apilaban junto a los cacharros a la espera del rasurado certero del cuchillo de dos filos. Era un invierno cálido. Los tejados de los edificios no se habían cubierto aún de nieve, y se veían, como arrancadas de libros informes, algunas hojas anaranjadas y retorcidas en los árboles viejos de la plaza chica. 

En los dos años que precedieron a su muerte, papá había atesorado una colección de rictus de amargura que se graduaban desde el cortés hasta el triste. Y ahora, clavado en la butaca, parecía estar despidiéndose con aire meditabundo de todo lo que había amado verdaderamente: sus fósiles, el rifle de cañón corto, la medalla al mejor alumno de la promoción del veintiocho. Y en su rostro todos los rictus, el airado, el desdeñoso, también el cortés y hasta el triste, todos amargos. Cuando entré en el cuarto, el olor dulzarrón de las cebollas zumbaba y se hacía estrepitoso y resoplaba bajo el pecho de papá, desprendiéndose como un vapor algodonoso de la solapa izquierda de su chaqueta inerte. Se adivinaba, entre tinieblas, la presencia de unos ojos sin brillo, los cuévanos enjutos clavados en mi nuca, atravesando el aire, sin palabras. Y aunque allí no había nadie, en ese momento tuve la certeza de que la última visión del agonizante había sido David. 

Nunca supe qué había matado a papá, si la pena, o el miocardio. 

El invierno siguiente fue cruel y gélido. La salud de David se tornó frágil y en torno a las vértebras voladizas de su espalda comenzó a crecer un tegumento fino como el hilo de seda de una araña. Pasaba las horas tumbado, frente a la terraza que daba a calle Preciados, mirando sin ver, sumido en el frenético silencio que se había convertido en nuestra nada más cotidiana. 

Un día cualquiera de aquel enero vino de visita la tía Úrsula, la hermana de papá. Vivía en el campo, en un caserón apolillado herencia de mis abuelos paternos. Recuerdo haber visitado aquella casa siendo aún muy niña. Las alcobas olían a licor rancio de avellanas; debajo de las habitaciones un remoto antepasado había construido una bodega clandestina. El patio y el porche estaban protegidos por inmensos barrotes de hierro; según los más viejos del pueblo, los habían construido para encerrar a una criatura, mitad humana, mitad bestia, nacida a mi abuela entre los hijos cuarto y segundo, conocida en las crónicas negras del pueblo como la Bicha. A mi tía Úrsula le encantaba aterrorizarnos con los pormenores de la turbulenta historia. Decía, haciéndose mil veces el signo de la cruz, que la Bicha andaba suelta por las calles de Madrid. Juraba, volviéndose a santiguar, que había sentido su aliento cálido y pestilente en el cuello, camino de la estación de tren, y luego al bajarse en Chamartín, y más tarde al volver la esquina de nuestro bloque de viviendas. David la escuchaba fascinado, sus grandes ojos opacos destilando compasión por el monstruo familiar y maldito, sangre de su sangre, estirpe de su estirpe, perdido en el Madrid inmenso, tiritando de frío y de miedo a los humanos. 

La tía Úrsula convirtió su visita de cortesía en una estancia permanente. Reñía a mi madre constantemente, y la trataba como a la niña manchada de cereza escondida en el laberinto de la infancia. Mostraba un carácter sanguíneo y avaro cuando mamá gastaba dinero en tela para un abrigo nuevo o se cortaba el pelo en la peluquería en lugar de hacerlo en casa. Un día confiscó a mi madre las llaves de la despensa, y desde entonces comenzó a administrar las provisiones con la cautela de una veterana de guerra. Mamá no perdía la paciencia, y alimentaba en secreto el anhelo de que la tía Úrsula liara su petate y marchase de nuevo al pueblo. Agachaba la cabeza, y se dejaba arrastrar los domingos a misa, y con la resignación y la nobleza de un mártir, repetía el rosario una y otra vez bajo la dirección de la voz estridente de Úrsula, quien de cuando en cuando pedía a Jesucristo coronado la intercesión por nuestras almas pecadoras. No hubo milagros para mamá aquel crudo invierno, y la tía Úrsula, por piedad, se quedó en Madrid rogando por nosotros. 

La tía Úrsula estaba convencida de que David era la reencarnación de la Bicha. Procuraba no quedarse nunca a solas con él y le trataba como si fuese un grano molesto. Mamá había perdido la batalla de voluntades con su cuñada, y se sometía a ella con la docilidad de un perrillo de aguas. Así que no dijo nada cuando Úrsula convocó un pequeño concilio de Trento en la habitación de David. Trataba de dilucidar, con ayuda de los augustos padres de la iglesia, si mi hermano tenía el demonio en el cuerpo. Unos días antes, el niño la había mordido en una pantorrilla. El aullido descarnado de mi tía, cual el concierto de trompetas de Jericó, desafiaba los tímpanos más encallecidos por la sordera. Su pierna tumefacta clamaba una ordalía. 

Mi madre se secó como una rosa. Fue tornándose pequeñita, delicada y puntiaguda, apenas una silueta recortada, encorvada sobre su desdicha. Yo tenía quince años y David trece cuando Úrsula decidió internarla en el hospicio. En los ojos pardos de mi madre se adivinaba toda la rugiente rebeldía de la niña comedora de cerezas, pero su mano no tenía más autoridad que un pétalo marchito. La contemplamos caminar deambulando, sus cortos pasos de sonámbula, pasillo adelante, hasta que la estela de su cabellera blanca se disolvió como humo entre las paredes bituminosas. No se volvió para decir adiós, pero nos despedía con silencios preñados de amor. Ya desde la lejanía, me pareció de nuevo una niña regañada, perdida en su laberinto, el mandil a rayas sucio de cerezas, los párpados entornados para apaciguar el miedo a su muerte prescrita. 

Úrsula, David y yo. Desde el día del entierro de mamá, la tía pasaba la tarde tejiendo mantillas y cobijas para niños imaginarios, mientras los reales afrontábamos la adversidad de no tener a nadie que nos quisiera. David empeoraba día a día; Úrsula guardaba bajo llave cada peseta, cada céntimo, y decía que el doctor era un lujo que no nos podíamos permitir. “Alimentar al malnacido de tu hermano cuesta una fortuna. Lo que necesita no es un médico, sino que Dios todopoderoso se apiade de él y le llame pronto junto a sí”. Doña Purificación, la vecina del ático, venía de cuando en cuando a la casa, normalmente cuando Úrsula había salido a misa o a pedir limosna en la mesa pía de las Abanderadas de Jesucristo Resucitado. Doña Puri fue nuestra madre durante aquellos años, y su seno el refugio donde morábamos, ajenos al frío del mundo de cristal de Úrsula y sus abrazos congelados. 

Tuve mi primer novio; me enamoré, me engañó como a tantas y se marchó dejando en mi cuerpo su rastro impregnado. Di a luz a su hijo con dolor, con alegría le recibí, enloquecí cuando Úrsula me lo arrebató. Aún mi útero palpitaba de vida cuando me arrancaron a Gabriel de los brazos; nunca supe dónde lo llevaron. David y yo dormimos aquella tarde triste una noche eterna, él encaramado a mi vientre, entre las sábanas blancas manchadas con rosas de sangre y mis pechos rebosantes de maternidad cercenada y ubérrima. 

Fue aquel un tiempo inoportuno, un tiempo de hambre y de desdichas. Cuando la tía Clara, la hermana de mamá, nos reclamó, Úrsula nos confinó a mí y a David en el desván y escribió a Puigcerdá diciendo que habíamos muerto de fiebres. Una vez al día, subía un plato de sobras y lo pasaba por debajo de la puerta. Apenas nos hablaba, y cuando se dirigía a nosotros, no nos llamaba por nuestros nombres, sino “puta” y “lisiado”. Tantas veces repitió estos insultos, que llegaron a convertirse en nuestros nuevos nombres. Olvidé que en la pila de bautismo me pusieron Amparo; olvidé mi rostro, mi pasado, olvidé cómo era mirarse en un espejo, olvidé cómo gozaba mi piel al contacto del agua caliente, olvidé sonreír y olvidé la lluvia. Olvidé para sobrevivir y dejé atrás a la niña rubia de la masía, dormida sobre un campo de cerezas. 

David era un gran escuchador de historias, por mucho que yo fuera una mala cuentista. Fabricaba para él la quimera de reinos mágicos, de reinas y princesas bailando al son de una orquestina templada con clavicordios de oro. Durante un año le amamanté como si fuera un niño, durante un año le ofrecí mis besos, durante un año mi piel desnuda fue su cuna, durante un año mi voz se convirtió en su nana. Una arquitectura de enramados coralinos se endurecía en su espalda, y respiraba con dificultad al dormir el sueño de los justos. Mis dedos encallecieron de tanto acariciar el querido cuerpo quebrado, mis puños se destrozaron en el vano intento de franquear la puerta maldecida, las filigranas del mainel cubiertas de relicarios, aquel muro donde se estrellaba mi diminuta esperanza de ser libre. 

Y en cada átomo de aire que tomaban mis pulmones, la mayor parte fue siempre para David cuando en sus desmayos le insuflaba vida. Y en cada amanecer le sostenía mientras sus ojos se apagaban. Y en cada segundo de su lucha hube de alentar en mí nuevos bríos. Y en cada anochecer mi boca guardaba el calor de su frente y guarecía con mi hálito su débil resuello, hasta que su sufrimiento se hizo mayor que el mío y quise detenerlo. Quise detener el torrente de sus corazoncillos desbocados, las campanas bajo su piel tañendo presagio funesto, sobre su pecho el almohadón de plumas, contra su cara y contra su nariz y contra la naturaleza, y los corazones restallando, saltando, subiendo de ritmo y bajando hasta desaparecer por completo, mientras de la espalda, metálicas, brotaban mojadas por mis lágrimas sus alas de mariposa. 

Fuente ilustración: ojodeoroyyo.blogspot.com
Aquella madrugada, con el cadáver entre mis brazos, soñé con la última cereza del verano, y comencé a perdonarme a mí misma.

domingo, 27 de enero de 2013

ANTÍGONA


Fuente Ilustración: teatrolapeste.cl

Revisión del mito por Francisca Castillo Martín


Dramatis personae

Antígona, hija de Edipo.

Creonte, rey de Tebas, hermano de Yocasta y tío de Antígona.

Narrador.



Arde Tebas envuelta en guerra suicida de hermano contra hermano. Los dos reyes de la ciudad, Polinices y Eteocles, hijos de Edipo, se han dado muerte mutua. Polinices ha ultrajado a Zeus al usurpar el trono, que correspondía este año a Eteocles. El gobernante legítimo ha caído en los brazos de Tánatos como un héroe. Creonte, el nuevo rey, ha decretado arrojar el cadáver del traidor Polinices extramuros de la ciudad, para que lo devoren los cuervos. Todo aquel que ose dar sepultura al infame perecerá de muerte indigna. 

Canta el gallo estridente. Antígona, sola en el sendero que conduce a la necrópolis de Teumessus, admira el trémulo anochecer ensangrentado. Comienza un monólogo en torno a la efímera belleza de las grandes ideas de los hombres, mientras en la lejanía suenan los acordes del týmpanon, que anuncian el comienzo del magno entierro del rey de Tebas, el insigne Eteocles, hermano mayor de nuestra heroína. Dos filas de korés vestidas con manto talar portan antorchas de lumbre sagrada. Las jóvenes rodean a Antígona, quien dirige su lamento entrecortado al proscenio, hacia un auditorio imaginario al que interpela con angustia. Su voz trémula es ahogada por el gemido rítmico de las plañideras. El aire se llena de esencias de incienso y romero. Alguien reza. Crótalos y címbalos se adivinan en la distancia. El séquito marcha hacia la colina de Anfión, donde se alza el mausoleo en el que el primogénito de Yocasta y Edipo va a ser incinerado con los honores reservados a los dioses. Entra Creonte acompañado de su cortejo, que se une al de la desolada Antígona. Ambos, tío y sobrina, caminan juntos hacia la cumbre del pequeño monte, donde se adivina el resplandor de la pira funeraria. Dialogan sobre el sentido de la vida, sobre la guerra irracional que asola Tebas, sobre el destino de Polinices, que Antígona cree aún batiéndose en el campo de batalla. Creonte, en un descuido, le revela el paradero del desgraciado hijo menor de Edipo rey. Al conocer que el cuerpo exánime de su hermano ha sido arrojado fuera de la ciudad para que lo devoren los cuervos, Antígona maldice a su tío y comienza a urdir un plan contra aquel a quien siempre quiso como a un padre. 

NARRADOR: Madrugada aún sin orto. Dos personajes se mueven en la oscuridad. Son Creonte y Antígona. La joven, de rasgos adustos y sonrisa desafiante, clava su mirada de acero en el nuevo rey de Tebas. Sus ojos se pierden en el horizonte, como buscando otros tiempos. La hija de Edipo lleva las manos a la espalda, ocultas por su larga trenza color avellana. Cuando ha alcanzado el salón del trono, se sienta sobre el suelo y, aunque tiembla de frío, no profiere una queja. Su tío Creonte se acerca con parsimonia, e inclina su majestad sobre ella acariciándole el mentón con un gesto que denota la antigua complicidad filial que hubo entre ambos. Pero Antígona se gira bruscamente para que Creonte no la vea prorrumpir en sollozos. 

ANTÍGONA: (mirando de nuevo a Creonte) ¿Te acuerdas de aquella mujer espartana, aquel día, en la playa de Salamina? Parió a su hijo entre las rocas. Sonreía. Parecía como si la tierra germinase. 

CREONTE: (sorprendido) Eras apenas una niña. ¿Cómo conservas en la memoria aquella imagen? 

ANTÍGONA (nostálgica): No son imágenes lo que mi memoria atesora, sino pequeñas sensaciones, livianos pálpitos, un sonido, un color, un rostro. Me hice mujer a tu sombra odiando a los lacedemonios. Pero aquella joven dando vida a otro ser me reconcilió con el mundo. ¡Qué orgullo tener a ese pueblo fiero por enemigo! Me temo que los tebanos somos indignos de ellos. 

CREONTE (desconfiado): ¿Por qué lo dices? 

ANTÍGONA (en actitud desafiante): Tú lo sabes mejor que nadie. 

CREONTE (levanta sus manos hacia el cielo, como para pedir clemencia): Los dioses te han inspirado tamaño atrevimiento. ¿Cómo osas insinuar siquiera que no somos rivales de aquellos salvajes? Nuestros himnos son refinados, nuestros campos son fértiles, nuestras leyes son justas. 

ANTÍGONA (con fría calma): ¡Ah, Creonte! ¡Guárdate tus himnos, guárdate tus campos, guárdate tus leyes! ¡Cuánto has cambiado desde tus días de príncipe y soldado! Ahora me horroriza tu tiranía de rey impuesto por las circunstancias. La palma de tu mano, cuando se abre, dibuja el río y la ciudad detenida en su curso. En su centro venoso se dibuja la circunferencia de la silenciosa ágora de Tebas. Si amenazas con cerrar los dedos, nos oprimes, si los cierras, nos asfixias, y si das un puñetazo sobre el suelo, estamos condenados por tu ira a morir de un duro mazazo arbitrario y certero. Mi padre, aún mendigo y ciego, hubiera sido en su desgracia final más piadoso que su cuñado, el gran Creonte. ¡Golpea, golpea, injusto y cruel instrumento divino! 

CREONTE (fiero): Nunca te había oído hablar así. ¡Deliras!¿Qué tienes? ¡Dime! ¡Te lo ordeno! Pareces enferma. ¿Has dormido esta noche? ¿No? Lo sospechaba. Esas ojeras cárdenas te delatan. (Suavemente, le acaricia un mechón de cabello). Antígona, nunca has sido hermosa, pero ¡qué hermoso es el dolor que se refleja en tu mirada y que te vuelve hermosa por momentos! Contesta, ¿dónde has pasado la noche? ¿Hablando con Hemón, quizás? 

ANTÍGONA (aparte): Que los dioses sean testigos de que me someto al destino que para mí estaba escrito. (a Creonte). Te lo diré, si es tu deseo. Me pliego a las órdenes de mi amo y señor. 

CREONTE (confuso): Hija mía, me duele que me hables en ese tono. Recuerda que para ti no soy sólo el gobernante de Tebas. También soy el hermano de la pobre Yocasta, que fue tu madre, y el padre del valiente Hemón, que será tu marido. 

ANTÍGONA (fuera de sí): ¡No me consuelan tus ataques de sentimentalidad senil! He venido ante ti para morir. 

CREONTE (sospechando de lo que se trata, comienza a sentir como el sudor se agolpa en su frente): ¿Morir? ¿Por qué deseas morir? 

ANTÍGONA (calibrando la respuesta): No, no deseo morir. Como bien dices, no soy hermosa, ni siquiera a los ojos de Hemón, que me ama sólo porque soy una muchacha extraña. Si al menos me pareciese a mi hermana Ismena, translúcida y bella como Palas Atenea, tendría toda la vida para complacerme en el regalo de mi cutis, de mis ojos, de mi pelo, frente a un espejo que, rendido ante mis encantos, perdonaría hasta el paso del tiempo sólo por gozar de la dicha de contemplar en él su reflejo. Pero soy joven, Creonte. El calor circula por mis mejillas, llenando de vida mi cuerpo y dando alas a mi espíritu. El amor llama a mi puerta y te juro por esta noche eterna que ha tiempo que lo espero. No, no deseo morir. Pero moriré. 

NARRADOR: Interrumpe la escena el canto del gallo. El cortinaje de la noche es rasgado por las primeras orlas de la aurora. Los habitantes de Tebas comienzan a despertar. Se encienden los fuegos de los hogares, y en los altares resplandecen, dadivosas, las ofrendas de fruta y vino. Hileras de campesinos cruzan, vadeándolo, el río, en dirección a las fincas próximas. Cantan una vieja canción que sus padres aprendieron en la guerra contra Esparta de los propios labios de los labriegos ilotas: 

Somos los esclavos 

hijos del arado y de las cepas 

nacemos entre tinieblas 

moldes de barro 

arañados por el ardor de mil soles. 

Somos las víctimas propiciatorias 

de los señores de la guerra 

en el combate fuimos 

raíces muertas en el suelo ventrudo. 

Periecos, ilotas, jornaleros tebanos 

no entendemos de fronteras 

nuestra única geografía 

es la simiente en el surco bajo el cielo puro. 

No pasaremos a la historia, 

nuestra fama postrera 

engullirá la tumba sin nombre 

que a la muerte nos espera, 

y el pan con sudor será el único pago 

a nuestra esforzada y anónima gloria. 

CREONTE: ¿Los oyes? La vida de todos ellos juntos no vale un cabello tuyo. Y, sin embargo, tienen esperanza. 

ANTÍGONA: Es lo único que tú les permites que posean. 

CRONTE: ¿Me culpas de la desigualdad natural que nos separa a ti y a mí de esos desechos humanos? 

ANTÍGONA: Trátales con más respeto. Ellos construyeron, robando horas al sueño de sus estrechos camastros, el mausoleo de mi hermano Eteocles. 

CREONTE: ¡Insolente! ¡Cuando partas del mundo de los vivos, tu alma viajará al Hades! ¡Allí cumplirá justo castigo! 

ANTÍGONA: ¡Que sea en este mismo instante! 

CREONTE: ¡Loca! 

ANTÍGONA: ¡Prisionera en tu jaula de oro! ¡Rabiosa como un perro! (Extiende sus manos hacia él. Creonte, horrorizado, comprueba que las tiene ensangrentadas y sucias). 

CREONTE: Déjame ver tus manos. 

ANTÍGONA: Nada tienen de sacrílegas. 

CREONTE: Tus dedos están manchados de lodo. 

ANTÍGONA: Y las uñas rotas de escarbar la tierra. En eso entretuve mi insomnio la noche pasada. 

CREONTE: (con horror) Has violado la ley. 

ANTÍGONA: (con firmeza) He cumplido con mi deber. No respondo a más decretos que los que me dicta la voz de mi conciencia. 

CREONTE: ¡Anacronismo viviente! El individualismo aún no ha sido inventado. ¡Regresa a la obediencia que me debes! (ahora dulcemente, como si susurrase una canción de cuna. Hay un deje de amargura en sus palabras) Ahora comprendo por qué Hemón te ama: fluyes como la corriente en el río, y no hay fuerza que te detenga. Dime, hija mía, ¿cómo burlaste la vigilancia de los centinelas? 

ANTÍGONA: tus guardas dormían al raso. Los vasos de vino estaban esparcidos por la garita; el ánfora, vacía. Deduje su ebriedad antes que su somnolencia. A pesar del miedo a la noche fría como un pensamiento tétrico, me sentí libre y fuerte como aquel día en que jugaba, niña dichosa, en las playas de Salamina. Pero a diferencia de una parturienta alumbrando a su hijo, lo que en esta ocasión la tierra guardaba era el cadáver de mi hermano Polinices, ese hermano al que tú condenaste a muerte onerosa y vergonzante mientras el otro, el heroico Eteocles, subía a los altares del Olimpo en la grupa de Pegaso. Su monumento fúnebre, cubierto de flores frescas y custodiado por las vírgenes del templo de Artemisa, puede verse sin esfuerzo desde los cuatro puntos cardinales de Tebas. Yo no podía permitir tamaña injusticia. Los dos eran mis hermanos. Los dos reinaban en Tebas y en el corazón de su pequeña Antígona. Por eso he dado sepultura al pobre Polinices con mis propias manos. Días antes de su muerte, tuve una visión espantosa: Polinices sobre el campo, su cuerpo desnudo con una gran espada ceñida al cinto. Los chacales devoraban su rostro, ese rostro tallado en los mismos marfiles que el de Apolo. Y luego el viento convertía en polvo el campo, y la tierra embebía la sangre de sus heridas, y llegaba hasta el río, contaminando sus aguas de traiciones y de engaños. Y los tebanos bebían de esas aguas muertas, y se llenaban sus sentidos de una inexplicable tristeza. Yo me acercaba al lecho del río, buscando señales que me llevasen al encuentro de mi hermano, pero todo lo que hallaba eran fosas de pestilente fango… 

CREONTE (conmovido): Si los centinelas no te han visto, aún es posible tu salvación. Diremos que mis adversarios han contravenido las órdenes regias. Tu secreto morirá conmigo. (Cariñosamente) Aún recuerdo cuando me honrabas con tus confidencias. 

ANTÍGONA (espectral, sombría): La niña de la playa de Salamina ya no existe. A veces dudo si alguna vez ha existido. 

CREON (desesperado): ¡Te lo suplico! 

ANTÍGONA (sarcástica): ¿Te rebajas ante mí? ¡Eres un tirano patético! 

CREÓN: No quiero más muertes en esta casa. 

ANTÍGONA: Si llamas casa a esta cárcel que es sólo fachada de cornucopias y oropeles, bien podrías encontrar otra palabra que embelleciese en beneficio tuyo esa muerte mía que tan poco deseas. ¿Acaso temes que Tebas te culpe de mi ejecución? 

CREONTE (resignado): Conozco los corazones de los hombres, pero sigo el designio de los dioses. Y los dioses me han dicho que aquel que osara dar sepultura al traidor de Polinices habría de perecer bajo mi espada. Pero nunca pensé que tú serías su brazo ejecutor. Si apenas tienes veinte años. La edad perfecta para comenzar a vivir sin duda. Y está Hemón, que te ama, y tu hermana y tus otros primos. ¿No los sientes? ¿No oyes cómo te llaman, en medio de su sueño, invocando a los lares protectores para que velen por el tuyo, porque te creen dormida, ajena a las miserias que rodean el trono de Tebas? (amargo) ¡Cómo se tienen que estar divirtiendo los lacedemonios al ver que a sus antiguos rivales los divide un odio fraterno! No puedo más, Antígona. Y, sin embargo, no me es dado desobedecer a los dioses. 

ANTÍGONA: (aparentando frialdad) ¿Cuándo habré de morir? 

CREONTE: (con voz ronca) La pitia ha revelado que antes de que cante el gallo por tercera vez. 

ANTÍGONA: Sea, pues. 

NARRADOR: Es día pleno. Antígona llora mientras Creonte se aleja, con la cabeza agachada, como si debatiera dentro de sí un grave asunto. Ella queda en medio de la pieza, inmóvil, con el peplo de seda negra marcando las cadencias de su silueta rectilínea. Las luces del palacio se apagan lentamente. Cae un tupido velo de niebla sobre las colinas que no deja ver el paisaje. Se cierra el telón.

domingo, 20 de enero de 2013

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO DECIMOTERCERO

UNA RAZÓN PARA TODO

Esidor y Phil contemplaban al druida, impertérritos.
-¿Así, pues, si Miranda aún no existe, si lo que hemos vivido no es más que el sueño de una nínfula, por qué me habéis hecho venir hasta aquí?
-Yo no os he traído. Miranda os ha creado. Nos ha creado a todos. No existimos si no es por ella.-respondió Baltimor.
-¡Vaya!- dijo Phil.
- Y ahora hemos sido convocados por el Espíritu del Bosque para encarnar a Miranda...
...y que su nínfula brote- dijo el druida.
- Para que Titania la pierda- dijo Esidor, desde la nostalgia.
-Para que Déndera la encuentre- dijo Phil, desde su escondite, en el bolsillo.
- Para que, tres milenios más tarde, nazca Erin.-dijo Baltimor, desde su cayado de plata.
-Y se enamore de su rosa, y la libere, con su amor, del encierro.- dijeron los atlantes, desde el dintel.
-Y pueda reinar desde el trono de Oberón y Titania- dijeron las hadas, desde su erecteión columnado.
- Y ya nunca más esté triste.-dijeron las ninfas, desde las volutas acuáticas de la madera rosada.
- Para que Realidad y Fantasía permanezcan unidas por el Hilo de la Vida.- dijeron las ménades, desde la oscura piedra.
-Así sea- dijo el Espíritu del Bosque, desde su voz profunda, lejana y primigenia.

***
El niño de ojos grandes y líquidos prorrumpió en aplausos. Era la primera vez que su padre le contaba un cuento en el que él mismo era el protagonista. Se sentía muy importante, porque el Hijo de la Tierra era una pieza fundamental en la historia. ¡Cuántas aventuras! ¡Qué terrible el mar más allá de Ruthavon! ¡Y qué bella, bellísima, aquella nínfula! Sentía que ya la quería con toda el alma. ¡Erin! ¿Sería capaz de salvar a su rosa? Todo dependería de ese Esidor el Navegante...
El padre sostenía al niño entre sus fuertes brazos de campesino, y el pequeño le contemplaba arrobado. Esidor, el Labrador, era el hombre más bueno y valiente de Ruthavon. Y el más fuerte. Y, al caer la noche, cuando entraba en casa y encendía el fuego, después de una dura jornada en los campos, la casa se llenaba de risas, de canciones y de juegos. La hora de la cena era la más dichosa, porque siempre concluía junto al fuego, al calor de las historias que enseñaban al niño los colores y las formas de otros mundos. ¡Se haría marinero, para llegar a verlos con sus propios ojos!
-Cuéntamela mañana otra vez, papá.-pidió el niño. -Es una historia muy bonita. Me gustaría vivirla algún día.
-Buenas noches, Daralón.-dijo el padre, esbozando una sonrisa que le iluminó el rostro.
-Buenas noches, papá.-dijo el niño, desde su beso ansioso.
El padre miró a través de la ventana. Fuera nevaba. Tendría que cortar unos cuantos leños y echarlos en el fuego, para que no se apagaran nunca las historias.


FIN

domingo, 13 de enero de 2013

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO DUODÉCIMO

SOLO UN SUEÑO

Phil, timorato, se aferró a la pernera del pantalón de Esidor. El cielo de Realidad resplandecía con la luz del amanecer. El sol rompía las nubes y acariciaba con sus rayos el paisaje poblado aún de sombras y espectros. Esidor dio un paso en dirección al huerto, pero ponto se dio cuenta de que su visión fulgurante no era más que un espejismo. ¡Una imagen reflejada en el espejo, al otro lado de la puerta! Esidor y Phil miraron a su alrededor, y percibieron cómo las paredes de una extraña habitación les encerraban en un mundo desconocido y solitario. No había nadie allí para recibirlos, ni una mano amiga para liberarles de su encierro. Ni rastro alguno de Erin y Miranda.
Esidor, atónito, se preguntó qué nueva aventura les aguardaba.
Phil el gnomo temblaba como la hoja de un árbol en otoño.
-Vámonos de aquí, señor- protestó, con su débil vocecilla.
- No, Phil. Busquemos a la princesa. Creo que sé el camino.- respondió el Navegante.
-¡Mirad!- gritó Phil.
Bajo la puerta, un objeto menudo y alargado luchaba por hacer su entrada en la estancia. Era el extremo de un hilo.
- El Hilo de la Vida- dijo Phil, para sí mismo.
Y extrayendo su propio hilo del bolsillo interior de su diminuta chaqueta, unió los dos pedazos en una única, mágica lazada. Esidor y su compañero se dirigieron una mirada cómplice. El Hilo les llevaría al final de la historia, al secreto corazón de la princesa.
Los pasillos eran tan lúgubres y oscuros como boca de lobo, pero la luz del hilo era tan intensa que iluminaba hasta las mismas entrañas del castillo.
 -La princesa está dormida...-susurraban los apagados candelabros.
-Por amor, duerme estremecida...-murmuraban las apolilladas armaduras.
-Estremecida, de dolor herida...-cuchicheaban los blancos ratoncillos.
-Herida de amor inmortal, amor habrá, por fin, de despertar.
El hilo se terminaba donde comenzaba el suave gozne de una gran puerta escarlata. Ninfas y hadas, talladas en madera, ornaban el arco y el dintel de la cámara, y una pilastra de ménades y atlantes sostenía la techumbre semicircular de la entrada. Si Esidor y Phil hubieran sabido algo sobre ritos antiguos, se habrían dado cuenta de que estaban en el nártex de un templo.
“Suprema sacerdotisa del Viento, diosa de los Bosques Oscuros, esposa del Tiempo, yo te saludo”, prorrumpieron las ménades, sus grandes ojos de piedra abiertos hacia lo desconocido.
-Señor, tengo miedo.- dijo Phil, metiéndose en la cinturilla del pantalón de Esidor.
-Querido niño, yo también lo tengo. Juntos será más fácil.
El gnomito se tapó la carilla, restregando los carrillos contra la áspera arpillera de las ropas de Esidor. Pronto la luz vivísima del interior había devorado a los dos amigos.
- Miranda, Erin, ¿dónde estáis?- gritó el Navegante.
En el centro de la sala, una urna de cristal contenía a una criatura de belleza extraordinaria. Sus luengos cabellos rosados se extendían como lenguas de fuego; flotando en una dimensión aérea, el cuerpo delicado ardía, desprendiendo un aroma de especias y lavanda. Las flores de los bosques cortejaban como pajecillos su máscara fúnebre.
Miranda.
Por fin Phil se atrevió a abrir sus ojillos.
-Esto es un sueño. Un sueño. Sólo un sueño- murmuró.
Otra puerta se abrió y, tras ella, una figura familiar se distinguía entre alambiques y crisoles.
-¡Baltimor!- exclamó el Navegante. ¿Qué hacéis aquí?
-Oh, Esidor de Ruthavon, Hijo de la Tierra, esposo de la Mar Océana. Hete aquí, frente al sueño de Miranda.
-¿Un sueño?- inquirió Esidor.
-Esto es un sueño. Un sueño. Sólo un sueño- volvió a decir Phil.
-El sueño de Miranda- repitió Baltimor.
-¿Miranda no ha muerto?-preguntó Esidor, cada vez más confuso.
- No, mis queridos niños-respondió el druida. -Duerme.
-¿Y nosotros, qué hacemos aquí?-volvió a preguntar el Navegante.
-¿Nosotros? ¿Erin? ¿Déndera? –respondió Baltimor, enigmático.
-Druida, abandonad vuestra impía costumbre de dar preguntas a modo de respuestas- exigió Esidor.-Me debéis una explicación.
-¿No lo veis?-respondió Baltimor.- Miranda nos está soñando.
-Esto es un sueño. Un sueño. Sólo un sueño- repitió Phil.
-¿Y Erin?-preguntó el Navegante.
-Sólo es un proyecto de hombre y, para nacer, habrán de transcurrir varios milenios.
-Así que...todo esto-Esidor extendió las manos para abarcar la habitación toda, significando con su gesto los siete reinos de Fantasía y el dominio de Realidad- no es más que un sueño...de Miranda. No lo entiendo.
-¿Veis, señor, ese frágil cuerpo de apariencia transparente? Es el Espíritu del Bosque, presto a encarnarse en su nínfula.-respondió el druida.
-Así que este cuento...-comenzó a decir Esidor.
-Ha sido inventado por Miranda, mientras dormía.-respondió el druida.
-Un sueño. Un sueño. Sólo un sueño- murmuró Phil.
Al fin, Esidor comprendió.
-El sueño de Miranda, en su nínfula-musitó, tan suavemente que ni las paredes pudieron oírlo.

Créditos fotográficos: Francisca Castillo Martín

domingo, 6 de enero de 2013

LA ROSA AZUL (NOVELA JUVENIL POR ENTREGAS)


CAPÍTULO UNDÉCIMO

EL HILO DE LA VIDA

En las profundidades del huerto de los pastores se oyó como un clamor.
Desde las raíces de los jazmines hasta los pétalos de las rosas, desde los cimientos de la roca en la torre hasta las lejanas montañas, todo tembló.
Esidor el Navegante, hijo de Esidor el Labrador, había dejado Fantasía para penetrar en Realidad.
La luz cegadora hirió su rostro mientras viajaba a tierras ignotas. Parecía marchar en un vórtice de tiempo, volando sin peso, como una pluma, como un trocito de algodón, como una hoja o como un hilo...
Un hilo...
Un hilo...
Un hilo...
Mientras se perdía en el oscuro túnel de entrada, miles de imágenes adquirían consistencia, para luego impactar contra su pecho, contra sus pies. Eran corpúsculos de luz que le acompañaban como antorchas, guiándole entre tinieblas. ¡Los sueños de los niños que habían dejado de creer en la Fantasía! 
Un hilo...
Un hilo...
Un hilo...
Phil, el gnomo...
Allí estaba, con su extraño gorro metálico, sonriendo como un bebé recién nacido. Y en sus manos llevaba el Hilo de la Vida.
-¡Phil!-exclamó Esidor. ¿Qué haces aquí, querido amigo? ¡Pensé que habías muerto!
- Yo también.- dijo el gnomo-Yo también. La profecía terminaba donde comienza la realidad. Ahora todo tiene sentido.
Y, poniendo en el hombro de Esidor toda la fuerza de su brazo, le empujó suavemente hacia la salida.
El bramido de la tierra se hizo más y más fuerte. Una voz se alzó en el mismo centro de la línea divisoria de ambos mundos, quebrando la oscuridad con su claro resplandor. Amanecía.
-Phil es el Hilo. Allí siempre estuvo, uniendo nuestros caminos divergentes en la correcta dirección. El camino hacia la Rosa Azul. El camino del corazón.
-¡Baltimor!- gritó Esidor.
Otro rugido hizo que la montaña comenzara a tambalearse. Una nueva voz se alzó en el tumulto.
-Amor que de amor mueres, por amor das tu vida y en amor, Rosa Azul, ardes, de amor herida.
-¡Oberón!- clamó Esidor.
Comenzaban a caer del cielo aerolitos grandes como puños de gigante. Una voz cristalina se elevó por encima de las otras.
-Hija predilecta, nínfula de hada. Esposa del aire, Rosa Azul, enamorada.
-¡Titania!- sollozó Esidor.
El Navegante, acompañado a cierta distancia por Phil, que le seguía todo lo rápido que le dejaban sus cortas piernas, quedó asombrado ante lo que vieron sus ojos.
Un paisaje desolado.
Sólo quedaba en pie, como un enorme pajarraco negro, la torre.

Un joven de cabellos plateados lloraba inclinado ante una muchacha tan bella como la aurora.
Erin y Miranda.


Créditos fotográficos: antoniograciaoniria.blogspot.com

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